Weber asintió con la cabeza y levantó un lápiz amarillo del que colgaba un manojo de llaves.
– Estaba encima de la cómoda de la entrada. Es una llave que no se puede copiar, de esas que sirven para el portal y todos los cuartos comunes. Lo he comprobado, y abre la cerradura de este apartamento.
– Estupendo. Entonces sólo nos falta una carta de suicidio firmada. ¿Alguna objeción a que lo consideremos un caso claro?
Waaler miró a Weber, al médico y a Harry.
– Vale. Entonces podemos comunicar la triste noticia a los allegados y éstos podrán venir a identificarla.
Salió al pasillo y Harry permaneció en pie junto a la cama. Al momento, Waaler volvió a asomarse.
– ¿A que es cojonudo cuando el solitario sale enseguida? ¿Hola?
El cerebro de Harry mandó un mensaje a la cabeza para que emitiera un gesto de asentimiento, pero no tenía ni idea de si obedeció.
La ilusión
Pongo el primer vídeo. Al pasarlo fotograma a fotograma veo la llamarada. Las partículas de pólvora que aún no se han trasformado en energía pura, cual enjambre candente de asteroides que ha seguido al cometa grande hasta el interior de la atmósfera, y allí se consume mientras el cometa continúa adentrándose inmutable. Y no hay nada que hacer porque ésa es la órbita que se decidió hace millones de años, antes de la humanidad, antes de los sentimientos, antes de que nacieran el odio y la misericordia. La bala penetra en la cabeza, cercena el pensamiento, da una vuelta en torno a los sueños. Y en el núcleo de la esfera craneal se astilla la última reflexión, que es un impulso nervioso del centro del dolor, un último SOS contradictorio para uno mismo antes de que todo enmudezca. Hago clic en el vídeo con el otro título. Miro por la ventana mientras el ordenador ronronea y busca en la noche cibernética de internet. Hay estrellas en el cielo, y pienso que cada una de ellas es una prueba de la inmovilidad del destino. No tienen ningún sentido, se elevan por encima de la necesidad humana de lógica y coherencia. De ahí su belleza, pienso.
Ya está listo el otro vídeo. Pulso play. Play a play. Es como un teatro ambulante que representa la misma obra, pero en un escenario nuevo. Los mismos diálogos y movimientos, la misma indumentaria, la misma escenografía. Sólo los extras han cambiado. Y la escena final. No hubo tragedia esta noche.
Estoy contento de mí mismo. He encontrado la esencia del personaje que represento: el frío antagonista que sabe lo que quiere y mata si debe hacerlo. Nadie intenta prolongar el tiempo, nadie se atreve a hacerlo después de lo de Bogstadveien. Por eso soy Dios durante esos dos minutos, ciento veinte segundos que me he concedido a mi mismo. Y la ilusión funciona. La gruesa ropa debajo del mono, las plantillas dobles, las lentes de contacto de color, y los estudiados movimientos.
Apago el ordenador y la habitación se queda a oscuras. Lo único que me llega del exterior es un lejano zumbido urbano. Hoy he visto al Príncipe. Un tío raro; me da la sensación ambivalente de un Pluvianus aegytius, el chorlito egipcio, ese pequeño pájaro que se dedica a limpiar la boca del cocodrilo. Me dijo que todo está bajo control; el Grupo de Atracos no ha encontrado ninguna pista. Le entregué su parte y él me dio la pistola Israeli que me había prometido.
Debería estar contento, pero no hay nada que me pueda volver íntegro otra vez.
Después llamé a la Comisaría General desde una cabina pero no quisieron transmitirme ninguna información hasta que dije que era un familiar. Me comunicaron que había sido un suicidio, que Anna se había pegado un tiro. El caso se ha archivado. Tuve el tiempo justo de colgar antes de echarme a reír.
Freitot
– Albert Camus dijo que el suicidio es el único problema serio de la filosofía -articuló Aune olfateando el cielo gris que se extendía sobre la calle Bogstadveien-. Porque la decisión sobre si vale la pena vivir o no contesta la pregunta básica de la filosofía. Todo lo demás, si el mundo tiene tres dimensiones o el alma nueve o doce categorías, viene después.
– Ya -dijo Harry.
– Muchos de mis colegas han investigado por qué se suicida la gente. ¿Sabes cuál es la causa más frecuente?
– Eso es lo que esperaba que tú me respondieras.
Harry tuvo que practicar eslalon entre la gente que transitaba la estrechez de la acera para mantenerse al lado del rechoncho psicólogo.
– Que ya no quieren vivir más -dijo Aune.
– Suena como para ganarse el premio Nobel.
Harry llamó a Aune la noche anterior para quedar en acercarse a buscarlo a las nueve a su despacho de la calle Sporveisgata. Pasaron por delante de la sucursal de Nordea y Harry reparó en que el contenedor de basura verde todavía estaba delante del 7-Eleven, al otro lado de la calle.
– A menudo olvidamos que la decisión de suicidarse la suelen tomar personas racionales y mentalmente sanas que piensan que la vida ya no tiene nada que ofrecerles -dijo Aune-. Personas mayores que han perdido a su pareja de toda la vida o cuya salud empeora (o ya es mala), por ejemplo.
– Esta mujer era joven y estaba sana. ¿Qué motivos racionales podía tener?
– Primero habría que definir qué entendemos por racional. Cuando una persona deprimida elige escapar del dolor quitándose la vida, hay que suponer que lo ha sopesado. Por otro lado, es difícil ver el suicidio como algo racional en la situación típica en que una persona que intenta salir del bache encuentra fuerzas para ejecutar ese acto planificado que es el suicidio.
– ¿Tú crees que el suicidio puede ser un acto espontáneo?
– Por supuesto que puede serlo. Pero es más normal que se empiece por intentos de suicidio, especialmente entre las mujeres. En EE.UU. se calcula que, entre las mujeres, por cada suicidio consumado, se producen diez casos de lo que llamamos intentos de suicidio.
– ¿Llamamos?
– La ingesta de cinco pastillas de somníferos es una petición de socorro, lo cual también es serio pero no lo considero un intento de suicidio cuando el resto del frasco está medio lleno en la mesilla.
– Ésta se pegó un tiro.
– Un suicidio masculino, entonces.
– ¿Masculino?
– Una de las razones por las que los hombres consiguen suicidarse más a menudo que las mujeres es precisamente que eligen métodos más agresivos y letales que ellas. Armas y edificios altos en lugar de cortes en las muñecas y sobredosis de pastillas. Es muy raro que una mujer se pegue un tiro.
– ¿Raro hasta el punto de que resulte sospechoso?
Aune miró a Harry.
– ¿Tienes razones para pensar que no fue un suicidio?
Harry negó con la cabeza.
– Sólo quiero asegurarme por completo. Tuerce a la derecha, el apartamento está en esta calle.
– ¿La calle Sorgenfri? -Aune lanzó un aullido y miró al cielo cargado de amenazantes nubes-. Por supuesto.
– ¿Por supuesto?
– Sorgenfri. Sans souci. Sin pena. Ése era el nombre del palacio de Christophe, el rey haitiano que se suicidó al ser apresado por los franceses. Fue él quien enfiló sus cañones contra el cielo para vengarse de Dios, ya sabes.
– Bueno…
– Y sabrás lo que dijo el escritor Ola Bauer sobre esta calle, ¿no?: «Me mudé de la calle Sorgenfri, pero eso tampoco me sirvió de ayuda».
Aune se rió tan de buena gana que le temblaba la papada.
Halvorsen los esperaba delante del portal.
– Me encontré con Bjarne Møller al salir de la comisaría -dijo-. Me dio a entender que este asunto ya estaba zanjado.
– Sólo vamos a comprobar los últimos cabos sueltos -explicó Harry mientras abría la puerta con la llave que le había dado el electricista.
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