Jo Nesbø - Nemesis

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Una cámara de seguridad muestra a un atracador en un banco de Oslo apuntando a un empleado. Le ha dado veinticinco segundos al director para que vacíe el cajero. Dispara. Ha tardado treinta y uno. A Harry Hole, el impredecible detective que ha dado fama mundial a Jo Nesbø, la imagen granulada del homicidio no se le va de la cabeza. Junto a la inexperta Beate Lønn deberá encontrar al asesino. Siguen la pista hasta un famoso atracador. Sólo que está en la cárcel. Además, Harry Hole tiene un gran defecto: nadie como él sabe crearse problemas y casi siempre huelen a alcohol. Cuando parecía que su vida privada había alcanzado la paz con Rakel y sus problemas en la comisaria estaban resueltos, amanece con una resaca que despierta sus peores pesadillas. Sólo recuerda la insensatez que cometió la noche anterior: atender la llamada y la invitación de Anna, una antigua novia, nada más. Lo peor es que Anna ha aparecido muerta esa misma mañana. Y él es el sospechoso, a menos que pueda aclarar y demostrar lo que ha hecho durante las últimas doce horas.

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– Ésa es mi ayuda. Aprende de qué va la vida. Siéntate y observa a tu hijo. No es tan fácil encontrar las cosas que has perdido, pero es posible. -Propinó una palmada en el hombro al comisario jefe, se reclinó hacia atrás, cruzó los brazos e hizo un gesto hacia el tablero de ajedrez-. Te toca a ti, comisario jefe.

Ivarsson iba echando espumarajos de rabia mientras él y Weber correteaban por Kulvert, una galería de trescientos metros que unía la cárcel de Botsen con la Comisaría General.

– ¡Me he fiado de un tipo que ha resultado ser uno de los inventores de la mentira! -resopló Ivarsson-. ¡He confiado en un gitano de mierda!

El eco retumbó en las paredes de hormigón. Weber aceleró la marcha, quería salir del frío y húmedo túnel cuanto antes. El Kulvert se utilizaba para trasladar a los presos cuando había que interrogarlos en la Comisaría General, y no eran pocos los rumores que circulaban sobre las cosas que habían sucedido allí abajo.

Ivarsson se arropaba con la chaqueta y seguía caminando a saltitos.

– Prométeme una cosa Weber. No le cuentes nada de esto a nadie. ¿De acuerdo?

Se volvió hacia Weber arqueando una ceja.

– ¿Estamos?

La respuesta a la pregunta del comisario jefe iba a ser un sí, de hecho; pero, justo entonces, al llegar al punto donde el Kulvert estaba pintado de color naranja, Weber oyó un pequeño paf. Ivarsson dejó escapar un grito de pavor, cayó de rodillas sobre un charco y se llevó una mano al pecho.

Weber se giró rápidamente, miró a uno y otro lado del túnel. No había nadie. Se volvió hacia el comisario jefe que, presa del pánico, se miraba la mano teñida de rojo.

– Estoy sangrando -gimió-. Voy a morir.

Weber observó que los ojos de Ivarsson parecían aumentar de tamaño.

– ¿Qué pasa? -preguntó Ivarsson con voz inquieta al ver la expresión atolondrada de Weber.

– Tienes que ir al tinte -dijo Weber.

Ivarsson volvió a fijarse en la mancha. El color rojo se había extendido por toda la pechera de la camisa y parte de la americana de color verde lima.

– Es tinta roja -dijo Weber.

Ivarsson extrajo del bolsillo los restos del bolígrafo de DnB. La microexplosión lo había partido en dos mitades. Permaneció sentado con los ojos cerrados hasta que recobró la respiración. Luego fijó la mirada en Weber.

– ¿Sabes cuál fue el mayor pecado de Hitler? -preguntó alargándole la mano limpia. Weber la asió y le ayudó a levantarse. Ivarsson miró con encono hacia el lugar por el que habían venido-. Que no hizo mejor su trabajo con los gitanos.

– Ni una palabra de esto -dijo Weber riendo entre dientes y remedando al jefe-. Ivarsson se fue directo al garaje y se marchó a casa. La piel quedará impregnada de tinta durante tres días, como poco.

Harry meneó incrédulo la cabeza.

– ¿Y qué hicisteis con Raskol?

Weber se encogió de hombros.

– Ivarsson dijo que se encargaría de que lo llevaran a una celda de aislamiento. Pero no creo que vaya a cambiar nada. Ese tío es… diferente. A propósito de diferente, ¿cómo os va a ti y a Beate? ¿Tenéis algo más que la huella dactilar?

Harry negó con la cabeza.

– Esa chica es especial -dijo Weber-. Me recuerda a su padre. Puede llegar a ser muy buena.

– Lo es. ¿Conociste al padre?

Weber afirmó con la cabeza.

– Un buen hombre. Leal. Una pena que acabara así.

– Es extraño que un policía con tanta experiencia metiera la pata de ese modo.

– No creo que fuera una metedura de pata -dijo Weber mientras enjuagaba la taza de café.

– ¿Y eso?

Weber murmuró.

– ¿Qué has dicho, Weber?

– Nada -gruñó-. Sólo digo que estoy convencido de que tenía alguna razón para actuar como lo hizo.

– Puede que «bolde.com» sea un servidor -dijo Halvorsen-. Pero no está registrado en ningún sitio. Por ejemplo, podría encontrarse en un sótano de Kiev y tener abonados anónimos que se intercambian pornografía. ¡Yo qué sé! Cuando alguien tiene mucho interés en que no lo localicen en medio de esa jungla, los simples mortales como nosotros lo tenemos crudo para dar con él. Para eso tienes que recurrir a un sabueso, a un especialista de verdad.

Llamaron a la puerta con un toque tan discreto que Harry no lo oyó, pero Halvorsen gritó:

– Entre.

La puerta se abrió despacio.

– Hola -dijo Halvorsen-. Beate, ¿verdad?

Ella asintió con la cabeza y se dirigió a Harry:

– He intentado localizarte. Ese número tuyo de móvil que está en la lista de teléfonos…

– Ha perdido el móvil -explicó Halvorsen levantándose-. Siéntate mientras yo preparo un expreso a la Halvorsen.

Ella titubeó.

– Gracias pero… hay algo en House of Pain que te quiero enseñar, Harry. ¿Tienes tiempo?

– Todo el tiempo del mundo -aseguró Harry, retrepándose en la silla-. Weber sólo ha podido aportar malas noticias. Ninguna coincidencia con la huella digital. Y Raskol le ha tomado el pelo a Ivarsson hoy mismo.

– ¿Y ésa es una mala noticia? -se le escapó a Beate que, asustada, se tapó la boca con la mano. Harry y Halvorsen rompieron a reír.

– No dudes en volver, Beate -la invitó Halvorsen antes de que ella y Harry salieran. No obtuvo respuesta, sólo una mirada escrutadora de Harry que lo dejó algo avergonzado.

Harry vio una manta arrugada sobre el sofá de IKEA de dos plazas que ocupaba un rincón de House of Pain.

– ¿Has dormido aquí esta noche?

– Sólo un poco -respondió Beate poniendo en marcha el reproductor de vídeo-. Observa al Dependiente y a Stine en esta imagen.

La joven señaló la pantalla, donde había congelado la imagen del atracador y de Stine inclinada hacia él. Harry notó que se le erizaba el vello de la nuca.

– Hay algo extraño en esta imagen, ¿no te parece?

Harry observó al atracador y luego a Stine. Y enseguida lo supo: esa imagen fue la causante de que hubiera estado estudiando el vídeo una y otra vez. Buscaba algo que estaba allí pero que a él se le escapaba… y seguía escapándosele.

– Dime qué es -le rogó-. ¿Qué es lo que no veo?

– Inténtalo.

– Ya lo he intentado.

– Fija el fotograma en la retina, cierra los ojos y reflexiona sobre lo que sientes…

– Sinceramente…

– Venga, Harry-le sonrió Beate-. En eso consiste la investigación, ¿no es así?

Harry la miró con cierta sorpresa, se encogió de hombros e hizo lo que ella le pedía.

– ¿Qué ves, Harry?

– El interior de mis párpados.

– Concéntrate. ¿Qué es lo que no encaja?

– Es algo entre ellos dos. Algo sobre… la posición de los dos cuerpos.

– Bien. ¿Qué pasa con la posición?

– Están… no lo sé, sólo sé que no cuadra.

– ¿Qué no cuadra?

Harry experimentó la misma sensación de estar hundiéndose que en la casa de Vigdis Albu. Vio a Stine Grette inclinada hacia delante. Como para oír bien las palabras del atracador. Y éste, a través de los orificios de la capucha, miraba directamente a la cara de la persona a la que no tardaría en matar. ¿Qué pensaba? ¿Y qué pensaba ella? ¿Acaso intentaba, en ese instante congelado, averiguar quién era el hombre que se escondía bajo la capucha?

– ¿Qué no cuadra? -insistió Beate.

– Están… están demasiado cerca el uno del otro.

– ¡Muy bien, Harry!

Él abrió los ojos. Su campo de visión se llenó de estrellas y fragmentos de algo que identificó como amebas.

– ¿Muy bien? -repitió en un murmullo-. ¿Podrías ser más explícita?

– Has conseguido expresar en palabras lo que hemos tenido ante las narices todo el tiempo. Porque es eso, Harry, están demasiado cerca.

– Sí, ya sé lo que he dicho, pero ¿demasiado cerca en relación con qué?

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