P. James - La muerte llega a Pemberley

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La muerte llega a Pemberley: краткое содержание, описание и аннотация

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Pemberley, año 1803. Han pasado seis años desde que Elizabeth y Darcy se casaran, creando un mundo perfecto que parece invulnerable. Pero de pronto, en la víspera de un baile, todo se tuerce. Un carruaje sale a toda prisa de la residencia, llevándose a Lydia, la hermana de Elizabeth, con su marido, el desafortunado Wickham, que ha sido expulsado de los dominios de Darcy. Sin embargo, Lydia no tarda en regresar, conmocionada, gritando que su marido ha sido asesinado. Sin previo aviso, Pemberley se zambulle en un escalofriante misterio.

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Elizabeth no dijo nada y, tras una breve pausa, él se puso en pie, le dedicó una reverencia y se retiró. Ella era consciente de que aquella conversación no había satisfecho a ninguno de los dos. El coronel Fitzwilliam no había recibido la aprobación incondicional y la confirmación de su apoyo, tal como esperaba, y Elizabeth temía que, si él no lograba conseguir a Georgiana, la humillación y la vergüenza romperían una amistad que se había mantenido desde la infancia, y que su esposo, lo sabía bien, tenía en gran estima. No le cabía duda de que Darcy vería con buenos ojos que Fitzwilliam se convirtiera en esposo de su hermana. Lo que él quería para ella era, ante todo, seguridad, y con él estaría segura. Era probable que incluso considerara la diferencia de edad una ventaja. Con el tiempo, su hermana sería condesa, y el dinero nunca constituiría una preocupación para el hombre afortunado que la tomara en matrimonio. Elizabeth deseaba que la cuestión quedara zanjada de un modo u otro. Tal vez los acontecimientos se precipitaran al día siguiente, durante el baile. Se sabía que los bailes, con las ocasiones que brindaban a quienes se sentaban apartados del resto, a quienes se susurraban confidencias mientras se entregaban a las danzas, solían acelerar el desenlace de los acontecimientos, fueran estos buenos o malos. Ella solo esperaba que todos los implicados se dieran por satisfechos, y sonrió ante la presunción de que tal cosa fuera posible.

A Elizabeth le complacía el cambio operado en Georgiana desde que Darcy y ella se habían casado. Al principio, a su cuñada le asombró, casi le escandalizó, descubrir que ella se burlaba cariñosamente de su hermano, y que él, muy a menudo, le devolvía las pullas, lo que provocaba las risas de ambos. En Pemberley, antes de la llegada de Elizabeth se reía muy poco, y alentada discreta y suavemente por ella, Georgiana había perdido algo de la timidez de los Darcy. Ahora no dudaba en ocupar el lugar que le correspondía cuando recibían visitas, y se mostraba más dispuesta a expresar sus opiniones durante las cenas. A medida que iba conociendo mejor a su cuñada, sospechaba que bajo su timidez y su reserva Georgiana poseía otra característica que compartía con Darcy: un fuerte criterio propio. Pero ¿hasta qué punto lo reconocía Darcy? En su mente, ¿acaso no seguía siendo Georgiana la joven vulnerable de quince años, la niña que necesitaba de su amor vigilante si quería escapar al desastre? No era que desconfiara de su virtud, de su sentido del honor -‌semejante idea habría sido algo parecido a la blasfemia-, pero ¿en qué medida se fiaba de su buen juicio? Además, para ella, desde la muerte de su padre, Darcy había sido el cabeza de familia, el hermano mayor digno de confianza y sensato con algo de la autoridad del padre, un hermano querido y jamás temido, puesto que el amor no convive con el miedo, pero sí venerado y respetado. Georgiana no se casaría si no estaba enamorada, pero tampoco lo haría sin contar con su aprobación. ¿Y si llegaba a tener que decidirse entre el coronel Fitzwilliam, primo suyo, heredero de un condado, soldado galante que la conocía desde siempre, y un joven abogado, simpático y apuesto que seguramente se estaba labrando un nombre, pero del que sabían muy poco? Heredaría una baronía, una baronía antigua, y Georgiana dispondría de una casa que, cuando Alveston ganara dinero y la restaurara, sería una de las más hermosas de Inglaterra. Pero Darcy era orgulloso de su linaje, y no había duda de qué candidato ofrecía un mayor grado de seguridad y un futuro más prometedor.

La visita del coronel había destruido su sosiego y la había dejado preocupada y algo alterada. Fitzwilliam tenía razón cuando había dicho que no debería haber pronunciado el nombre de Wickham. Ni siquiera Darcy había mantenido el menor contacto con él desde que se vieron en la iglesia, el día de su boda con Lydia, boda que jamás habría tenido lugar si él no hubiera aportado una suma indecente de dinero. Elizabeth estaba segura de que ese secreto no había llegado a oídos del coronel Fitzwilliam, aunque, evidentemente, este sí había tenido conocimiento del enlace y debía de sospechar la verdad. Se preguntaba si no estaría intentando asegurarse de que Wickham no tenía el menor peso en la vida de Pemberley, y de que Darcy había comprado su silencio para garantizarse que la gente jamás pudiera decir que la señorita Darcy de Pemberley tenía una reputación manchada. Sí, la visita del coronel la había alterado, y empezó a caminar de un lado a otro, intentando aplacar unos temores que esperaba que fueran irracionales y recobrar algo de su calma anterior.

El almuerzo, que compartieron solo los cuatro, fue un trámite breve. Darcy debía reunirse con su secretario, y había regresado a su despacho para esperarlo allí. Elizabeth había dispuesto encontrarse con Georgiana en la galería, donde se dedicarían a escoger las flores y las ramas verdes que el jefe de jardineros había traído desde los invernaderos. A lady Anne le gustaban mucho los colores variados y los arreglos recargados, pero Elizabeth prefería usar solo dos tonos mezclados con verde, y disponer las flores en jarrones de tamaños diversos, para que su perfume se repartiera por todas las estancias. Las del baile del día siguiente serían rosadas y blancas, y Elizabeth y Georgiana trabajaban y se consultaban rodeadas de rosas de largos tallos y de geranios, que impregnaban intensamente el espacio con sus aromas. El ambiente tibio, húmedo y cargado de la galería resultaba opresivo, y Elizabeth sintió el súbito deseo de aspirar aire puro y notar el viento en las mejillas. Tal vez su malestar se debiera a la presencia de Georgiana y a la confidencia del coronel, que pesaba sobre el día como una losa.

Un instante después, la señora Reynolds entró en la galería.

– ‌Señora, el coche del señor y la señora Bingley viene de camino. Si se apresura un poco, llegará a la puerta a tiempo para recibirlos.

Elizabeth gritó de alegría y, seguida de Georgiana, corrió hacia la puerta principal. Stoughton ya se encontraba allí, listo para abrirla en el momento exacto en que el carruaje se detenía. Elizabeth salió al exterior y, al hacerlo, sintió el aliento fresco del viento. Su querida Jane estaba ahí, y por un momento todo el malestar quedó oculto tras la alegría del encuentro.

2

Los Bingley no residieron mucho tiempo en Netherfield tras su boda. Él era el hombre más tolerante y bondadoso del mundo, pero Jane no tardó en darse cuenta de que vivir tan cerca de su madre no redundaría precisamente en el bienestar de su esposo, ni en su propio sosiego mental. Tenía un carácter afectuoso, y la lealtad y el amor que sentía por su familia eran profundos, pero para ella la felicidad de Bingley era lo primero. A los dos les entusiasmaba la idea de instalarse en las proximidades de Pemberley, y cuando el arrendamiento en Netherfield expiró, se instalaron durante un breve período en Londres con la señora Hurst, la hermana de Bingley, antes de trasladarse con cierto alivio a Pemberley, conveniente base desde la que explorar en busca de un hogar permanente. En dicha búsqueda, Darcy había tomado parte activa. Él y Bingley habían estudiado en la misma escuela, pero la diferencia de edad, a pesar de ser de apenas dos años, había implicado que durante su infancia se frecuentaran poco. Fue en Oxford donde trabaron amistad. Darcy, orgulloso, reservado y ya por entonces poco sociable, hallaba alivio en la generosidad y la facilidad de trato de Bingley, y en la despreocupada y alegre convicción de que la vida siempre se mostraría generosa con él. Este, por su parte, depositaba tal fe en la gran sensatez y la inteligencia de Darcy que siempre se resistía a tomar cualquier decisión importante sin contar con la aprobación de su amigo.

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