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P. James: La muerte llega a Pemberley

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Pemberley, año 1803. Han pasado seis años desde que Elizabeth y Darcy se casaran, creando un mundo perfecto que parece invulnerable. Pero de pronto, en la víspera de un baile, todo se tuerce. Un carruaje sale a toda prisa de la residencia, llevándose a Lydia, la hermana de Elizabeth, con su marido, el desafortunado Wickham, que ha sido expulsado de los dominios de Darcy. Sin embargo, Lydia no tarda en regresar, conmocionada, gritando que su marido ha sido asesinado. Sin previo aviso, Pemberley se zambulle en un escalofriante misterio.

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Demorándose un poco más junto a la ventana, y olvidando por un momento las preocupaciones del día, Elizabeth dejó que sus ojos fueran a posarse sobre toda aquella belleza conocida y serena, pero siempre cambiante. El sol brillaba suspendido en un cielo de un azul translúcido en el que unos pocos jirones de nubes se disolvían como volutas de humo. Elizabeth sabía, por el breve paseo que su esposo y ella solían dar al iniciarse la jornada, que el sol de otoño resultaba engañoso, y un vientecillo gélido, para el que no estaba preparada, los había llevado de vuelta a casa más deprisa que otras veces aquella mañana. Ahora se fijó en que el viento había arreciado. En la superficie del río se alzaban olas pequeñas que iban a morir entre las hierbas y arbustos de las orillas, que proyectaban sus sombras desgarradas, temblorosas, sobre las agitadas aguas.

Entonces vio a dos personas desafiar el frío de la mañana: Georgiana y el coronel Fitzwilliam habían estado caminando junto al cauce, y ahora regresaban hacia el prado y se acercaban a la escalinata de piedra que daba acceso a la casa. El coronel Fitzwilliam iba de uniforme, y su casaca roja ponía una viva pincelada de color sobre el azul pálido de la capa de Georgiana. Caminaban algo separados el uno del otro, pero a Elizabeth le pareció que amigablemente, deteniéndose cada vez que Georgiana se sujetaba el sombrero, que el viento amenazaba con levantar por los aires. Al ver que se acercaban, Elizabeth se retiró de la ventana, pues no quería que pensaran que los estaba espiando, y regresó al escritorio. Todavía le quedaban algunas cartas por escribir, invitaciones por responder, decisiones por tomar sobre si a alguno de los campesinos que sufrían pobreza, o algún pesar, le vendría bien una visita suya para transmitirle su comprensión o brindarle ayuda.

Acababa de levantar la pluma de la mesa cuando llamaron a la puerta y tras ella apareció la señora Reynolds.

– ‌Siento molestarla, señora, pero el coronel Fitzwilliam acaba de regresar de un paseo y ha preguntado si podría dedicarle unos minutos, si no es demasiada molestia.

– ‌Ahora estoy libre -‌respondió-‌. Que suba si lo desea.

Elizabeth pensó que sabía lo que tal vez quisiera comunicarle, algo que le causaba cierto nerviosismo y que habría preferido ahorrarse. Darcy tenía pocos amigos y, desde la infancia, su primo el coronel Fitzwilliam había visitado Pemberley con frecuencia. Durante los primeros tiempos de su carrera militar, su presencia en la casa había menguado, pero en los últimos dieciocho meses, sus estancias, si bien de menor duración, se habían vuelto más constantes, y a Elizabeth no le había pasado por alto que se había producido un cambio, sutil pero inequívoco, en su trato hacia Georgiana: sonreía más a menudo cuando ella estaba presente, y mostraba una mayor predisposición que antes a sentarse a su lado cuando tenía ocasión, y a conversar con ella. Desde su visita del año anterior, en que también había acudido para asistir al baile de lady Anne, se había producido, además, un cambio material en su vida. Su hermano mayor, heredero del condado, había muerto en el extranjero, y ahora él llevaba el título de vizconde Hartlep, que lo acreditaba como legítimo heredero. Con todo, prefería no usarlo, especialmente cuando se encontraba entre amigos, pues había decidido esperar a la sucesión para asumir su nuevo título y las numerosas responsabilidades que este conllevaba. Así pues, por lo general era conocido como coronel Fitzwilliam.

Lo que querría, por supuesto, sería casarse, y más ahora que Inglaterra estaba en guerra con Francia y él podía perder la vida en acto de servicio sin dejar sucesor. Aunque a Elizabeth nunca le habían preocupado los árboles genealógicos, sabía que no existía ningún pariente cercano de sexo masculino y que, si el coronel moría sin hijos varones, el título de conde se extinguiría. Se preguntaba, y no era la primera vez, si estaba buscando esposa en Pemberley y, de ser así, cómo reaccionaría Darcy. Debía de complacerle, sin duda, que su hermana se convirtiera algún día en condesa, y que su esposo llegara a formar parte de la Cámara de los Lores y fuera nombrado legislador de su país. Todas ellas eran razones más que justificables de orgullo familiar, pero ¿las compartiría Georgiana? Ella era ya una mujer adulta, y no se hallaba sujeta a custodia de ningún tipo, pero Elizabeth sabía que le dolería inmensamente casarse con un hombre sin contar con la aprobación de su hermano; y también estaba la complicación de Henry Alveston. Elizabeth había visto lo bastante para convencerse de que aquel hombre estaba enamorado de ella, o a punto de estarlo. Pero ¿y Georgiana? De algo estaba segura Elizabeth: Georgiana Darcy no se casaría jamás con alguien a quien no amara o por quien no sintiera esa fuerte atracción, ese hondo afecto y ese respeto que las mujeres saben que puede profundizarse hasta convertirse en amor. ¿Acaso aquello no le habría bastado a Elizabeth si el coronel Fitzwilliam se le hubiera declarado cuando se encontraba visitando a su tía, lady Catherine de Bourgh, en Rosings? La idea de que, insensatamente, hubiera podido perder a Darcy y su felicidad presente por aceptar el ofrecimiento de un primo de este la humillaba más aún que el recuerdo de su interés por el infame George Wickham, y la apartó de su mente sin vacilar.

El coronel había llegado a Pemberley la tarde anterior, justo a tiempo para la cena, pero, además de saludarlo, apenas habían tenido ocasión de estar juntos. Ahora, mientras él llamaba discretamente a la puerta, la franqueaba y, a instancias suyas, tomaba asiento frente a ella, en la silla situada junto a la chimenea, a Elizabeth le parecía verlo con claridad por primera vez. Era cinco años mayor que Darcy, pero cuando se habían conocido en la galería de Rosings, su simpatía, su buen humor y su atractiva viveza no habían hecho sino subrayar lo taciturno de su primo, y había sido él quien le había parecido el más joven de los dos. Pero todo aquello pertenecía al pasado. Ahora poseía una madurez y una seriedad que lo hacían parecer mayor de lo que era. Algo de ello tenía que deberse, pensaba Elizabeth, a sus servicios en el ejército y a las enormes responsabilidades que recaían sobre él en tanto que comandante de hombres, mientras que su cambio de estatus había traído consigo no solo una mayor carga, sino también un orgullo de abolengo más visible y, por qué no, un atisbo de arrogancia, que resultaban menos atractivos.

Fitzwilliam no inició la conversación de inmediato y entre los dos se hizo un silencio durante el cual ella resolvió que, como había sido él quien había solicitado verla, debía ser él quien hablara primero. Él, por su parte, parecía preocupado por cuál era el mejor modo de proceder, aunque no parecía sentirse incómodo ni violento. Finalmente, inclinándose hacia ella, pronunció las primeras palabras.

– ‌Confío, querida prima, en que su perspicacia y su interés por las vidas y los asuntos de los demás la habrán llevado a no ignorar del todo lo que estoy a punto de revelarle. Como sabe, desde el fallecimiento de lady Anne Darcy he gozado del privilegio de acompañar a Darcy en la misión de custodiar a su hermana, y creo poder decir que he cumplido con mi deber con un hondo sentido de mis responsabilidades y con afecto fraternal por mi protegida, afecto que no ha flaqueado en ningún momento. Al contrario, ha ido haciéndose más profundo y se ha convertido en el amor que un hombre debería sentir por la mujer con la que espera casarse, y es mi deseo más preciado que Georgiana consienta en ser mi esposa. No se lo he pedido formalmente a Darcy, pero a él no le ha pasado desapercibido, y tengo la esperanza de que mi proposición cuente con su aprobación y consentimiento.

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