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P. James: La muerte llega a Pemberley

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Pemberley, año 1803. Han pasado seis años desde que Elizabeth y Darcy se casaran, creando un mundo perfecto que parece invulnerable. Pero de pronto, en la víspera de un baile, todo se tuerce. Un carruaje sale a toda prisa de la residencia, llevándose a Lydia, la hermana de Elizabeth, con su marido, el desafortunado Wickham, que ha sido expulsado de los dominios de Darcy. Sin embargo, Lydia no tarda en regresar, conmocionada, gritando que su marido ha sido asesinado. Sin previo aviso, Pemberley se zambulle en un escalofriante misterio.

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Para garantizar las formalidades sin las que los grandes esponsales apenas podrían considerarse dignos de tal nombre -‌la pintura de retratos, la contratación de abogados, la compra de nuevos carruajes y vestidos-‌, la boda de la señorita Bennet con el señor Bingley, y la de la señorita Elizabeth con el señor Darcy se celebró el mismo día en la iglesia de Longbourn con muy poca demora. Habría sido el día más feliz de la vida de la señora Bennet de no haberse visto aquejada por las palpitaciones durante la ceremonia, palpitaciones causadas por el temor a que lady Catherine de Bourgh, la imponente tía del señor Darcy, se personara en la iglesia para impedir el matrimonio, y, en realidad, hasta que se pronunció la bendición final no se sintió segura de su triunfo.

Cabe poner en duda que la señora Bennet fuera a echar de menos la compañía de la segunda de sus hijas, pero su esposo sí iba a añorarla. Elizabeth había sido siempre la niña de sus ojos. Había heredado su inteligencia, algo de su agudo ingenio, así como el regocijo que le causaban las manías y debilidades de sus vecinos. Longbourn House se convertiría en un lugar más solitario y menos racional en su ausencia. El señor Bennet era un hombre listo y leído, cuya biblioteca constituía a la vez su refugio y la fuente de sus horas más felices. Darcy y él llegaron rápidamente a la conclusión de que se caían bien y, en adelante, como suele suceder con los amigos, aceptaron sus peculiaridades de carácter como prueba de la superioridad intelectual del otro. Las visitas del señor Bennet a Pemberley, que a menudo tenían lugar cuando menos se lo esperaba, solían desarrollarse en gran medida en la biblioteca, una de las mejores en manos privadas, de la que resultaba difícil arrancarlo, incluso a las horas de las comidas. A los Bingley, en Highmarten, los visitaba con menor frecuencia, dado que, además de la excesiva preocupación que Jane demostraba por el bienestar y la comodidad de su esposo e hijos, que en ocasiones al señor Bennet le resultaba irritante, allí eran escasas las tentaciones en forma de nuevos libros y periódicos. El dinero del señor Bingley provenía originalmente del comercio. Él no había heredado una biblioteca familiar, y solo tras la compra de Highmarten House se había planteado la creación de una propia. En su proyecto, tanto Darcy como el señor Bennet se habían mostrado más que dispuestos a contribuir. Existían pocas actividades más agradables que la de gastar el dinero de un amigo para satisfacción propia y en su beneficio, y si los compradores se sentían tentados periódicamente por alguna extravagancia, se consolaban pensando que Bingley podía permitírsela. Aunque los anaqueles de la biblioteca, diseñados según instrucciones de Darcy y aprobados por el señor Bennet, no estaban en absoluto llenos, el dueño de la casa ya empezaba a enorgullecerse al admirar la elegante disposición de los volúmenes y el brillo en la piel de los lomos, y de tarde en tarde abría incluso algún ejemplar y se lo veía leerlo cuando la estación o el tiempo desapacible le desaconsejaba salir a cazar, pescar o practicar tiro.

La señora Bennet solo había acompañado a su esposo a Pemberley en dos ocasiones. Darcy la había recibido con amabilidad y tolerancia, pero ella sentía tal temor reverencial hacia su yerno que no deseaba repetir la experiencia. Elizabeth sospechaba que su madre sentía un mayor placer explicando a las vecinas las excelencias de Pemberley -‌el tamaño y la belleza de sus jardines, el empaque de la casa, el número de criados y el esplendor de los comedores-‌ que disfrutándolas. Ni el señor Bennet ni su esposa visitaban con frecuencia a sus nietos. Sus cinco hijas, nacidas con breves intervalos de tiempo, les habían dejado recuerdos indelebles de noches en blanco, bebés llorones, un aya que protestaba sin cesar y unas niñeras desobedientes. Una inspección somera de cada uno de sus nietos, practicada poco después del nacimiento de todos ellos, les servía para corroborar lo que afirmaban sus padres: que los recién nacidos poseían una belleza notable y que ya daban muestras de una inteligencia extraordinaria, tras lo que se contentaban con recibir periódicos informes sobre sus progresos.

La señora Bennet, para profundo disgusto de sus dos hijas mayores, había proclamado con estridencia durante el baile celebrado en Netherfield que esperaba que la boda de Jane con el señor Bingley pusiera a sus hijas menores en el punto de mira de otros hombres acaudalados y, para sorpresa general, fue Mary la que cumplió debidamente la profecía de su madre. Nadie esperaba que llegara a casarse. Lectora compulsiva, devoraba libros sin criterio ni comprensión. Tocaba con asiduidad el pianoforte, pero carecía de talento, y solía repetir lugares comunes, sin profundidad ni ingenio. Era evidente que nunca había mostrado el menor interés por el sexo masculino. Para ella, un baile de gala era una penitencia que debía soportar solo porque le proporcionaba la ocasión de ser el centro de atención tocando el pianoforte y, gracias al buen uso del pedal de apoyo, someter al público. A pesar de todo, dos años después de la boda de Jane, Mary era ya la esposa del reverendo Theodore Hopkins, rector de la parroquia adyacente a Highmarten.

El vicario de Highmarten se había sentido indispuesto, y el señor Hopkins se había ocupado de los servicios durante tres domingos consecutivos. Se trataba de un soltero flaco y de aire melancólico, de treinta y cinco años, muy dado a pronunciar sermones interminables en los que abordaba complejas cuestiones teológicas y, por tanto, se había ganado fama de poseer gran inteligencia, y aunque no podía decirse de él que fuera un hombre rico, contaba con unos ingresos propios más que dignos, que se sumaban a la paga que recibía. A Mary, invitada en Highmarten durante uno de los domingos en los que él había predicado, se lo presentó Jane a la puerta de la iglesia tras el servicio, y a él lo impresionó al momento con sus cumplidos sobre el discurso, su aprobación del enfoque que había dado al texto, y con tantas referencias a la importancia de los sermones de Fordyce que Jane, impaciente por regresar a casa, junto a su esposo, a degustar fiambres y ensalada, lo invitó a cenar al día siguiente. Después de aquella ocasión llegaron otras, y en menos de tres meses Mary se había convertido en la señora de Theodore Hopkins. Su vida matrimonial suscitaba tan poco interés como el que había despertado la ceremonia.

Una de las ventajas para la parroquia fue que la calidad de la comida de la vicaría mejoró considerablemente. La señora Bennet había educado a sus hijas para que supieran que una buena mesa es importante para crear armonía doméstica y para atraer a los invitados masculinos. Las congregaciones esperaban que el deseo del vicario de regresar pronto a la felicidad conyugal le llevara a acortar los servicios, pero aunque su envergadura aumentaba, la duración de sus sermones se mantenía invariable. Ambos se acoplaron a la perfección, salvo al principio, cuando Mary exigió disponer de un cuarto de lectura propio en el que poder estar a solas con sus libros. Lo logró convirtiendo la única habitación libre de dimensiones decentes en un dormitorio para su uso exclusivo, que resultó ventajoso a la hora de promover la cordialidad doméstica al tiempo que impedía invitar a dormir a sus familiares.

En el otoño de 1803, año en que la señora Bingley y la señora Darcy celebraban seis años de feliz matrimonio, a la señora Bennet solo le quedaba una hija soltera, Kitty, para la que no había encontrado marido. Ni a la señora Bennet ni a la propia Kitty les preocupaba mucho ese fracaso nupcial. Kitty disfrutaba del prestigio y los privilegios de ser la única hija de la casa, y con sus visitas frecuentes a Jane, de cuyos hijos era la tía favorita, disfrutaba de una vida que nunca hasta entonces le había resultado tan satisfactoria. Además, las apariciones de Wickham y Lydia no animaban precisamente al matrimonio. Ambos llegaban haciendo gala de un buen humor escandaloso, y eran recibidos efusivamente por la señora Bennet, a la que siempre complacía ver a su hija favorita. Pero aquella buena voluntad inicial degeneraba pronto en discusiones, recriminaciones y quejas de los visitantes sobre su pobreza y la parquedad del apoyo económico que les proporcionaban Elizabeth y Jane, por lo que la señora Bennet se alegraba tanto de verlos partir como de recibirlos de nuevo en su siguiente visita. Pero necesitaba a una hija en casa, y Kitty, mucho más cordial y útil desde la marcha de Lydia, desempeñaba muy bien su papel. Así pues, en 1803, la señora Bennet podía considerarse una mujer feliz, en la medida en que se lo permitía la naturaleza, e incluso se la había visto despacharse una cena de cuatro platos en presencia de sir William y lady Lucas sin referirse una vez siquiera a lo injusto del mayorazgo.

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