– ¿Subió directamente?
– Así fue.
– ¿Lo vio el portero?
– Nos saludamos con la cabeza. El me conoce. Piensa que vivo aquí.
– ¿Cree que se acordará de usted anoche?
– Tío, yo no sé lo que recuerda y lo que no.
– ¿Trabaja los fines de semana, viernes incluidos?
– No lo sé, ¿qué importancia tiene?
– Si está todas las noches, quizá se acuerde de haberlo visto, pero no sabrá qué día fue. Pero si sólo trabaja los sábados…
– Ya lo entiendo.
En la diminuta cocina una botella de vodka Georgi, posada en el fregadero, apenas contenía un par de dedos de licor. Al lado había un cartón de litro de zumo de naranja. En el mármol había un vaso y, en el vaso, los residuos de lo que parecía ser una mezcla de los dos. Yo había notado un olor ácido a naranja en su vómito. No había que ser un gran detective para poner esas piezas juntas. Las píldoras bajadas con los cubalibres habían multiplicado sus efectos.
Espero haber tomado bastantes esta vez.
Tuve que resistirme al impulso de vaciar lo que quedaba del vodka en el fregadero.
– ¿Cuánto tiempo ha estado aquí, Chance?
– No lo sé. No presté ninguna atención a la hora.
– ¿Habló con el portero cuando salió?
Negó con la cabeza.
– Bajé al sótano y salí por el garaje.
– De manera que no pudo verlo.
– Nadie me vio.
– Y mientras estuvo aquí…
– Como le dije, miré en los armarios y en los cajones. No toqué muchas cosas y no moví nada.
– ¿Leyó la nota?
– Sí, pero no la levanté para hacerlo.
– ¿Hizo alguna llamada?
– A mi servicio, para ver si tenía algún mensaje. Y lo llamé a usted. Pero no estaba.
No, no estaba. Estaba ocupado rompiendo las piernas a un crío un poco más al norte. Pregunté:
– ¿Alguna llamada fuera de la ciudad?
– Sólo esas dos llamadas. Y fueron dentro de la ciudad. Su hotel está a tiro de piedra desde aquí.
Y yo puedo haber caminado hasta aquí ayer por la tarde, después de la reunión, cuando no obtuve respuesta de su número. ¿Estaría viva para entonces? Me la imaginé, yaciendo sobre la cama, esperando que las píldoras y el vodka surtieran efecto, dejando el teléfono sonar, sonar, sonar… ¿Hubiera actuado de igual manera con el timbre de la puerta?
Quizá. O quizá, para entonces, ya estuviese inconsciente. Pero habría presentido que algo andaba mal, podría haber hecho subir al portero o echar abajo la puerta, podría haber llegado a tiempo.
Seguro que sí. También podría haber salvado a Cleopatra de la mordedura de la víbora, si no hubiera nacido demasiado tarde.
– ¿Usted tiene la llave de este apartamento? -pregunté.
– Tengo las llaves de todos los apartamentos.
– Entonces entró sin problemas.
Negó con la cabeza.
– Ella tenía la cadena puesta. Ahí fue cuando supe que algo andaba mal. Me serví de mi llave. La puerta se abrió unos centímetros para luego detenerse a causa de la cadena; la prueba de que algo no marchaba. Hice saltar la cadena y entré. Sabía que me iba a encontrar con algo que no quería ver.
– Pudo haberse ido. Dejar la cadena y volver a su casa.
– Lo pensé -me miró directamente a los ojos. Era la primera vez que veía esa expresión desarmada en él-. Sabe, cuando vi que ella había echado la cadena, pensé inmediatamente que se había suicidado. Fue la primera y la ú nica cosa en la que pensé. Fue por eso que hice saltar la cadena. Pensé que aún podía estar viva, que quizá podría salvarla. Pero era demasiado tarde.
Me dirigí a la puerta, y la examiné. La cadena no estaba rota, pero la fijación había sido arrancada de sus tornillos y colgaba al final de la cadena que aún estaba unida a la puerta. No había reparado en ello cuando entramos en el apartamento.
– ¿Hizo saltar esto cuando entró?
– Como acabo de decirle.
– La cadena pudo no estar echada cuando usted entró. Luego la pudo haber puesto y haberla roto desde dentro.
– ¿Por qué iba a hacer semejante cosa?
– Para dar la impresión de que el apartamento estaba cerrado desde el interior cuando usted entró.
– Pues claro que lo estaba. Yo no tuve necesidad de hacer eso. No sé a dónde quiere ir, tío.
– Simplemente quiero asegurarme de que estaba cerrada desde el interior cuando usted llegó.
– ¿Pero no se lo acabo de decir?
– ¿Y usted revisó todo el apartamento? ¿No había nadie más?
– No, a menos que se haya escondido en el horno.
Era un claro suicidio. El único problema era su primera visita. El sabía que ella estaba muerta desde hacía doce horas y aún no había avisado a la policía.
Pensé un momento. Estábamos al norte de la calle 60, lo que nos sacaba del territorio de Durkin y nos hacía depender de la comisaría del distrito 20. Ellos cerrarían el caso como suicidio, a menos que los exámenes del forense probaran lo contrario, en ese caso su primera visita acabaría por venir a la luz.
Le dije:
– Podemos proceder de diversas maneras. Podemos decir que usted trató de localizarla durante toda la noche y que acabó preocupándose demasiado, habló conmigo esta tarde y que vinimos aquí juntos. Usted tiene una llave con la que abrió la puerta, la encontramos y llamamos a la policía.
– De acuerdo.
– Pero la cadena se pone por medio. Si usted no estuvo aquí antes, ¿cómo se rompió? Si alguien más entró aquí, ¿quién era y cómo entró aquí?
– ¿Por qué no les decimos que la rompimos cuando entramos ahora?
Negué con la cabeza.
– No nos sirve. Suponga que dan con una evidencia sólida de que usted estuvo aquí la pasada noche. Entonces me acusarían de falso testimonio. Yo puedo mentir por usted omitiendo y no divulgando algo que usted me haya dicho, pero no quiero arriesgarme a ser encausado por una mentira que evidentemente contradiga los hechos. No, tengo que decirles que la cadena estaba rota cuando llegamos aquí.
– Bien, hace varias semanas que lleva rota.
– No, la rotura es reciente. Se puede ver donde los tornillos salen de la madera. Si hay algo que no quiero hacer, es ser cazado en ese tipo de mentira, una mentira donde su historia y las pruebas miran en direcciones opuestas. Le voy a decir lo que vamos a hacer.
– ¿Qué pues?
– Decir la verdad. Usted vino aquí, echó abajo la puerta, ella estaba muerta y usted se esfumó. Subió a su vehículo y condujo durante un rato tratando de aclarar las ideas en su cabeza. Quería localizarme a mí antes de hacer nada, y yo no estaba localizable. Luego me llamó, vinimos aquí y llamamos a la policía.
– ¿Cree que es lo mejor?
– Lo es para mí.
– ¿Por culpa de esa historia de la cadena?
– Sí, sobre todo por eso. Pero incluso sin la cadena le interesa más decir la verdad. Mire, Chance, usted no la mató. Ella se mató a sí misma.
– ¿Y qué?
– Si usted no la mató, lo mejor que puede hacer es decir la verdad. Si es culpable, lo mejor es no decir nada, ni una palabra. Llame a un abogado y mantenga la boca cerrada. Pero siempre que sea inocente, diga la verdad. Es lo más fácil, lo más simple, y le evita tener que recordar lo que dijo antes. Porque, usted sabe, los criminales mienten todo el tiempo y los polis lo saben y lo odian. Una vez que dan con una mentira, tiran de ella hasta que llegan a algo que no encaja. Usted quiere mentir para evitarse complicaciones, y quizá funcione, es un suicidio evidente y tiene muchas oportunidades de salirse con la suya, pero si algo sale mal, va a tener diez veces más las complicaciones que trataba de evitar en un principio.
El reflexionó, suspiró y dijo:
– Van a preguntarme por qué no los llamé inmediatamente.
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