Lawrence Block - 8 millones de maneras de morir

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Por orden médica, Matt Scudder acaba de dejar el alcohol, pero mantenerse sobrio parece más difícil que mantenerse con vida, incluso en una ciudad como Nueva York. Una mole que, como Scudder sabe muy bien, puede aplastar a cualquiera. A pesar de su juventud, Kim también lo sabía, y por so había intentado escapar. Seguro que no merecía la vida de prostituta que el destino le había concedido, y sin duda no merecía la muerte que le tocó, y que Scudder no pudo evitarle. Para redimirse, el ex policía tendrá que encontrar a quien ha convertido a la chica en papilla, y para ello, arriesgar lo que aún queda de sí mismo. Esta novela le valió a Lawrence Block el premio Edgar, y marca un hito en la vida de su gran personaje, Matthew Scudder.

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Ella me informó de que había un grupo que se reunía los domingos al mediodía a unas pocas manzanas de su casa. Era una de las reuniones a las que ella asistía regularmente. Me preguntó si quería acompañarla.

– Tengo que trabajar.

– ¿Un domingo?

– ¿Qué es lo que cambia que sea domingo?

– Crees que serás capaz de llegar a algo un domingo al mediodía.

No había llegado a nada desde que empecé. ¿Había algo que pudiera hacer hoy?

Saqué mi agenda y marqué el número de Sunny. No hubo respuesta. Llamé a mi hotel. Nada de Sunny. Nada de Danny Boy Bell ni de ninguno de los que había visto el día de ayer. Bueno, de cualquier forma Danny Boy aún debía estar dormido a esta hora, al igual que los otros.

Chance no había dejado ningún recado. Comencé a marcar su número pero me detuve. Si Jan iba a una reunión, yo no tenía ningún deseo de esperar en un apartamento hasta que él me llamara. La madrina de Jan probablemente no lo aprobaría.

La reunión tuvo lugar en el primer piso de una sinagoga de Forsythe Street. No se podía fumar dentro. No estaba acostumbrado a asistir a una reunión de los de la doble A sin que la sala no estuviera cubierta por una espesa capa de humo de tabaco.

Había unas cincuenta personas y ella parecía conocer a casi todos. Se encargó de presentarme a unas cuantas, de las que me apresuré a olvidar sus nombres. Me sentía incómodo, molesto por tanta atención como recibía. Mi aspecto tampoco ayudaba mucho. No había dormido vestido, pero mis ropas reflejaban la pelea de la pasada noche.

Además ahora sentía las secuelas de aquello. Jan y yo salíamos del edificio cuando me di cuenta de las magulladuras que tenía en el cuerpo. Mi cabeza se resentía, particularmente ahí donde se había estrellado contra el mentón del muchacho. Tenía un moratón en el antebrazo y un hombro estaba pasando por toda la gama de colores existentes sin dejar de dolerse. Había otros músculos que se resentían cuando movía. No había sentido nada después del incidente, pero no es de extrañar que los dolores no aparezcan hasta un tiempo después.

Fui a buscar una taza de café y unas galletas y me quedé sentado durante toda la reunión. Todo fue bastante bien. El conferenciante hizo un testimonio bastante breve, dejando el resto del tiempo para el coloquio. Había que levantar la mano para hablar.

A quince minutos del final, Jan levantó la mano y manifestó lo feliz que estaba de haber dejado la bebida, el gran papel que jugaba en su vida la madrina, aportando una ayuda eficaz cada vez que había algo que la preocupara o cuando se enfrentaba a un problema y no sabía qué hacer. Ella no entró en más detalles. Tuve el presentimiento de que su intervención era una forma de enviarme un mensaje. No le di mucha importancia.

Yo no levanté la mano.

Tras la reunión, ella pensaba ir a tomar un café con un grupo de conocidos. Me preguntó si los quería acompañar. No me apetecía más café y tampoco deseaba compañía, de manera que encontré una excusa.

Afuera, antes de tomar caminos diferentes, me preguntó cómo me encontraba. Le respondía que me encontraba bien.

– ¿Sigues teniendo ganas de beber?

– No.

– Me alegra que me hayas llamado anoche.

– Yo también me alegro.

– Llámame cuando quieras, Matthew. Incluso en mitad de la noche si no tienes otra solución.

– Espero que no lo tenga que hacer de nuevo.

– Pero si hace falta, no lo dudes. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– ¿Matthew, me prometes una cosa?

– ¿Qué?

– No bebas sin antes haberme llamado.

– Hoy no voy a beber.

– Lo sé. Pero si alguna vez tienes ganas de echar un trago, no levantes la copa si haberme llamado primero. ¿Prometido?

– Prometido.

En el metro, camino del centro, pensé en la conversación y en lo estúpido que era aquella promesa. En fin, eso la había hecho feliz.

Tenía otro recado de Chance. Llamé desde el vestíbulo, le dije a su servicio que estaría en el hotel. Compré un periódico y lo llevé a mi habitación para matar el tiempo mientras esperaba su llamada.

La noticia del día era bastante sorprendente. Una familia de Queens -padre, madre y dos niños de menos de cinco años- habían ido a dar una vuelta con su flamante Mercedes nuevo. Otro auto se colocó a su lado y descargó los dos cartuchos de un fusil de doble cañón en el Mercedes, matando a los cuatro miembros de la familia. La policía había registrado su apartamento y habían encontrado una suma importante de dinero en efectivo y una nada despreciable cantidad de cocaína sin cortar. La policía extrajo la conclusión de que el crimen estaba relacionado con el tráfico de narcóticos.

La gente no se anda con bromas.

No venía nada del muchacho que había dejado tirado en el callejón. No era de extrañar. Los periódicos del domingo estaban ya a la venta cuando tuvimos nuestro encuentro. Había pocas posibilidades de que viniera algo en el de mañana o en el de pasado. Si lo hubiera matado se habría ganado unas pocas líneas en alguna esquina, ¿pero qué interés periodístico tenía un joven negro con las piernas rotas?

Estaba pensando en eso cuando llamaron a mi puerta.

Era extraño. Las mujeres de la limpieza tenían los domingos libres y las pocas personas que me venían a visitar se hacían anunciar en la conserjería. Cogí mi chaqueta de la silla y saqué el 32 del bolsillo. Aún no me había librado de ella ni de las dos navajas que había confiscado a mi amigo el mutilado. Revólver en mano me acerqué a la puerta y pregunté quién era.

– Soy Chance.

Dejé caer el arma en el bolsillo y abrí la puerta.

– La mayoría de la gente se hace anunciar.

– El amigo de abajo estaba leyendo y no quería interrumpirle.

– Eso es ser atento.

– Es así como suelo firmar las cosas -me observó como si me estuviera juzgando. Luego su mirada me dejó para estudiar la habitación-. Un sitio acogedor.

Las palabras eran pura ironía, pero no el tono de su voz. Cerré la puerta, señalé a una silla. El permaneció de pie.

– Estoy mejor así.

– Sí, ya veo. A veces a uno le gusta sentirse espartano.

Vestía una chaqueta fina azul marino y un pantalón de franela gris. No llevaba abrigo. Evidentemente hoy el día estaba más agradable y además tenía coche.

Se acercó hasta la ventana, miró afuera. Dijo:

– Traté de localizarte anoche.

– Lo sé.

– Usted no contestó a mi llamada.

– No recibí el mensaje hasta hace un rato y anoche no estaba localizable.

– ¿No durmió aquí anoche?

– No.

Asintió con la cabeza. Se había vuelto hacia mí y su expresión era reservada, casi indescifrable. Jamás lo había visto así.

– ¿Ha hablado con todas mis chicas?

– Con todas menos con Sunny.

– Ya. ¿Aún no la ha visto?

– No. La he llamado varias veces ayer por la tarde, e incluso la llamé hoy al mediodía, pero no contesta.

– ¿No contesta?

– No. Ella me dejó un aviso anoche, pero cuando llamé ella ya no estaba.

– ¿Ella lo llamó anoche?

– Así es.

– ¿A qué hora?

Traté de recordar.

– Salí del hotel sobre las ocho y volví un poco después de las diez. Me encontré el aviso cuando volví. No sé a qué hora lo dejó. La gente de conserjería casi nunca anotan la hora, aunque se supone que deben hacerlo. De cualquier manera me deshice del papel.

– No había ningún motivo para guardarlo.

– No. ¿Qué importancia puede tener la hora a la que llamara?

Me miró largamente. Puede ver una aureola dorada dentro de sus profundos ojos marrones. Luego dijo:

– Mierda, no sé lo que hacer. No estoy acostumbrado a este tipo de cosas. Por lo general s é lo que tengo que hacer.

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