No, tenía que retomar un terreno familiar. Sólo tomaría una copa, quizá dos, pero no podía garantizar. No podía decir con certeza qué efecto me haría una o dos copas.
Lo más razonable era volver a mi barrio, beber uno o dos vasos en un bar y luego subir un par de cervezas a mi habitación.
Salvo que no existía manera razonable de beber. No para mí, en cualquier caso. ¿No tenía ganas de probarme a mí mismo? ¿Cuántas más veces tenía que seguir probándome?
Entonces, ¿qué se suponía que debía hacer? ¿Temblar hasta no poder más? No sería capaz de conciliar el sueño sin haber echado un trago, por todos los demonios.
Bueno, mierda. Una copa era indispensable, medicinal. Cualquier médico me la recetaría sin dudarlo.
¿Cualquier médico? ¿Y el interno de Roosevelt? Me imaginaba su mano en mi hombro, ahí en el mismo sitio en donde el chorizo me había agarrado para meterme en el callejón. "Mire. Esc ú cheme. Usted es un alcoh ó lico. Si sigue bebiendo morir á ".
De todas maneras, de una de las ocho millones de maneras acabaría muriendo. Pero si podía escoger, escogería morir cerca de casa.
Caminé hasta el borde de la acera. Un taxi independiente -son los únicos que se aventuran en el Harlem- aminoró su marcha a medida que se acercaba. El conductor, una chicana de mediana edad que llevaba una gorra sobre sus cabellos pelirrojos, consideró que era un cliente aceptable y se detuvo. Yo me instalé en la parte trasera, cerré la puerta y le dije que me llevara a la intersección entre la 58 y la Novena.
Durante el trayecto las ideas no dejaron de girar en mi cabeza. Mis manos seguían temblando, si bien no con la misma intensidad que antes, pero los temblores interiores seguían igual de violentos. El trayecto se me hizo interminable. Cuando la mujer me preguntó a qué lado de la calle quería bajarme su pregunta me tomó por sorpresa. Le dije que se detuviera delante del bar de Armstrong. Cuando el semáforo cambió la mujer atravesó cautelosamente el cruce y se detuvo en el sitio que le había indicado. Como no me movía, ella se volvió para ver que ocurría.
Acababa de recordar que no podía beber en Armstrong. Quizás hubiera olvidado que Jimmy les había prohibido que me sirvieran alcohol, pero lo más seguro era que no. No estaba seguro y la idea de entrar y de que no me sirvieran me hacía entrar en cólera. De acuerdo, se pueden ir todos a la mierda, yo no iba a pasar esa maldita puerta.
¿A dónde entonces? Polly's Cage debía estar cerrado, nunca llegan hasta la hora del cierre. ¿Y Farell's?
Ahí fue donde tomé la primera copa después de la muerte de Kim. Llevaba ocho días sobrios hasta que levanté aquel vaso. Me acuerdo de aquella copa; Era un bourbon, un Early Times.
Es curioso como siempre recuerdo la marca del alcohol que bebo. Es siempre la misma basura, pero es uno de los detalles que nunca olvido.
Había oído esa observación en una reunión hace un tiempo.
¿Cuánto llevaba ya? ¿Cuatro días? Podía subir a mi habitación, encerrarme en ella, cuando despertase se cumpliría el quinto día.
Salvo que nunca llegaría a dormirme. Ni siquiera aguantaría en la habitación. Lo intentaría, pero me sería imposible encerrarme en ningún sitio; no con mi mente en semejante estado. Si no bebía ahora, bebería dentro de una hora.
– ¿Señor? ¿Está usted bien? Entrecerré los ojos y miré a la mujer, luego saqué la cartera de mi bolsillo y encontré un billete de veinte.
– Voy a hacer una llamada telefónica desde la cabina de la esquina. Tenga esto y espéreme. Gracias.
Quizás se largase con los veinte. Me era indiferente. Caminé hasta la cabina, coloqué la moneda en el aparato y esperé hasta oír el tono.
Era demasiado tarde para llamar. ¿Qué hora era? Las dos pasadas. No eran horas realmente de llamar a nadie para decir buenas noches.
Sólo tenía que subir a mi habitación. Quedarme en ella durante una hora y ya no tendría problemas. A las tres, los bares ya estarían cerrados.
¿Y qué? había una tienda de comestibles en la que vendían cerveza, aunque fuera ilegal. Había un bar abierto toda la noche en la calle 51, entre la Undécima y la Duodécima Avenida. A menos que ese bar ya no existiese. Hacía mucho tiempo que no paraba por ahí Había una botella de Wild Turkey en el ropero del salón de Kim Dakkinen y tenía la llave del apartamento en el bolsillo.
Eso me asustaba. Tenía alcohol disponible a cualquier hora, y si iba a por él no me contentaría con uno o dos vasos. Acabaría la botella, y había muchas más a mi disposición.
Hice la llamada.
Ella estaba dormida. Lo noté en su voz cuando respondió.
Le dije:
– Soy Matt. Perdona que te moleste a estas horas.
– No te preocupes. ¿Qué hora es? ¡Jesús! Si son más de las dos.
– Lo siento.
– Es igual. ¿Estás bien, Matthew?
– No.
– ¿Has estado bebiendo?
– No.
– Entonces estas bien.
– Estoy a punto de romper. Te llamo porque eras la única persona que puede evitar que beba esta noche.
– Has hecho bien.
– ¿Puedo pasar a verte?
Hubo una pausa. Pensé: no pasa nada, olvídalo. Una copa rápida en Farell's antes de que cierren y luego me vuelvo a mi hotel. No tuve por qué haberla llamado.
– Matthew. No creo que sea una buena idea. Tienes que aguantar hora tras hora, minuto tras minuto si es necesario, y llámame todas las que veces que quieras. No me importa que me despiertes, pero…
La interrumpí:
– Casi me matan apenas hace una hora. Acabo de propinarle una paliza tremenda a un chiquillo y le he roto las dos piernas. Estoy temblando como nunca he temblado en mi vida. No sé cómo voy a sobreponerme sin echar un trago y tengo pánico de no poder evitarlo. Pensé que estando con alguien y hablando con alguien me ayudaría a llevarlo mejor, pero probablemente mi cabeza da demasiadas vueltas. Lo siento, no debería haberte llamado. Tú no eres responsable de mí. Lo siento muchísimo.
– ¡Espera!
– Sigo aquí.
– Hay un club en St. Marks Place en el que hay reuniones todas las noches de los fines de semana. Está en la lista. Puedo buscarte la dirección, si quieres.
– De acuerdo.
– Pero tú no irás, ¿verdad?
– Soy incapaz de hablar durante las reuniones. Pero no te preocupes, saldré adelante.
– ¿Dónde estás?
– En la esquina de la 58 con la Novena.
– ¿Cuánto tardarías en llegar hasta aquí?
Mire a la calle. Mi taxi seguía en su sitio. Respondí:
– Tengo un taxi esperando.
– ¿Recuerdas como llegar hasta aquí?
– Lo recuerdo.
El taxi se detuvo delante del edificio de cinco plantas de Lispenard. El taxímetro había devorado el billete de veinte dólares. Le di otros veinte para que se quedara con ellos. Sabía que aquello era demasiado, pero me sentía bien y podía permitirme mostrarme generoso.
Llamé al timbre de Jan -dos pitidos largos y tres cortos- y volví a la acera para que ella me lanzara la llave. Subí en el montacargas hasta la cuarta plata y entré en el apartamento de Jan.
– Has venido rápido -me dijo-. Era verdad que tenías un taxi esperando.
Tuvo tiempo para vestirse. Llevaba unos viejos vaqueros y una camisa de franela a cuadros rojos y negros. Era una bella mujer de talla media y bien proporcionada. Una cara en forma de corazón, cabellos, castaño oscuro con alguna que otra cana que le caían sobre la espalda. Sus ojos eran grandes y muy separados. No llevaba maquillaje.
– He hecho café -dijo-. Tú lo tomas sin nada, ¿verdad?
– Tan sólo con un poco de bourbon.
– No tengo ni una gota. Siéntate. Voy a buscar el café.
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