Lawrence Block - 8 millones de maneras de morir

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Por orden médica, Matt Scudder acaba de dejar el alcohol, pero mantenerse sobrio parece más difícil que mantenerse con vida, incluso en una ciudad como Nueva York. Una mole que, como Scudder sabe muy bien, puede aplastar a cualquiera. A pesar de su juventud, Kim también lo sabía, y por so había intentado escapar. Seguro que no merecía la vida de prostituta que el destino le había concedido, y sin duda no merecía la muerte que le tocó, y que Scudder no pudo evitarle. Para redimirse, el ex policía tendrá que encontrar a quien ha convertido a la chica en papilla, y para ello, arriesgar lo que aún queda de sí mismo. Esta novela le valió a Lawrence Block el premio Edgar, y marca un hito en la vida de su gran personaje, Matthew Scudder.

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– Hubiera hecho lo mismo por Kim -me dijo-. Pero no pensé en ello. Es sobre todo para las chicas. No sabe en qué estado se encuentran.

– Me lo imagino.

– Todas piensan lo mismo. No hay dos sin tres, y se preguntan quién será la tercera.

Esa noche asistí a la reunión. Durante el testimonio pensé en que hace una semana estaba pasando por un blackout naciendo Dios sabe qué.

Cuando fue mi turno dije:

– Me llamó Matt. Esta noche prefiero escuchar. Gracias.

Cuando la reunión acabó, un tipo me siguió escaleras arriba hasta la calle y se puso a caminar a mi lado. Tendría unos treinta años, vestía una chaqueta escocesa y una gorra de béisbol. No me pareció haberlo visto antes.

Dijo:

– Su nombre es Matt, ¿verdad?

Convine que sí.

– ¿Le gustó la historia de esta noche?

– Era interesante.

– ¿Quiere oír una historia interesante? Yo oí una historia de un sujeto de Harlem con la cara y dos piernas rotas. Menuda historia, tío.

Sentí un escalofrío. El revólver estaba en mi cajón de la cómoda, embalado en dos pares de calcetines. Las navajas estaban en el mismo sitio.

Dijo:

– Menudo par de huevos que hay que tener. Y usted es un tío con cojones -dijo en español-, ¿sabe lo que quiero decir? -bajó su mano del bajo vientre, como un jugador de béisbol ajustándose la coquilla-. De cualquier manera no hay que ir por ahí buscándose problemas.

– ¿De qué me está hablando?

Extendió sus manos abiertas.

– ¿Qué se yo? Yo soy un simple telegrafista, tío. Le traigo un mensaje, eso es todo lo que hago. Una muñeca se hace despedazar en un hotel, eso es una cosa, pero quién son sus amigos, eso es otra cosa muy diferente. Eso no es importante, ¿ve?

– ¿De quién viene el mensaje?

Se contentó con mirarme.

– ¿Cómo me encontró en la reunión?

– Lo seguí cuando entró, lo seguí cuando salió -soltó una risita-. El maric ó n de las piernas rotas, qué pasada, tío. Que verdadera pasada.

VEINTICUATRO

El martes fue un día dedicado al juego de seguir la piel.

Eso comenzó en un estado entre el sueño y el mundo consciente. Había despertado de un sueño, luego, de nuevo, me quedé medio dormido visionando una cinta de vídeo mental de mi encuentro con Kim en el bar de Armstrong. Las primeras imágenes eran puramente supuestas porque la veía tal como debió ser cuando llegó en el autobús de Chicago. Una maleta vieja en la mano, una cazadora vaquera sobre los hombros. Luego, ella estaba sentada en la mesa, una mano en su cuello, la luz sacando destellos de su anillo mientras que ella cerraba el cuello de su chaqueta de pieles. Ella me decía que era visón de cría pero estaría dispuesta a cambiarla por la cazadora que traía cuando bajó del autobús.

La secuencia se fue de mi mente que pasó a otra cosa. Estaba de vuelta en el callejón de Harlem, salvo que mi asaltante tenía ayuda. Royal Waldron y el telegrafista de la otra noche lo escoltaban. La parte consciente de mi cerebro, tratando de igualar sus fuerzas, quiso salir pitando de esa imagen, y luego tomé conciencia de algo brutal porque lancé las piernas fuera de la cama y me quedé sentado, mientras que las imágenes de mi sueño se escurrían a sus madrigueras de costumbre, en las esquinas de mi mente.

Era una chaqueta diferente.

Me afeité y me duché. Tomé un taxi para ir al edificio de Kim y mirar de nuevo el ropero de la salita. La chaqueta de conejo, aquélla que Chance le había comprado, no era la que yo había visto en Armstrong. Era más larga y más rellena, no tenía cierre en el cuello. No era la que ella llevaba, no era la que ella describió como un visón de cría dispuesta a cambiarla por la vieja cazadora vaquera.

No encontré la otra chaqueta en el apartamento.

Tomé otro taxi para ir a Midtown North. Durkin no estaba de servicio pero le pedí a otro poli que lo llamara a su domicilio y finalmente conseguí la autorización para echar un vistazo al informe. Sí, en el inventario de los objetos encontrados en la habitación del Galaxy figuraba una chaqueta de piel. Miré las fotografías y no encontré en ninguna de ellas la chaqueta.

Me subí al metro para ir a la comisaría central, Police Plaza, donde hablé con alguna gente y esperé que mi petición pasara por los diferentes canales. Llegué a una oficina instantes después de que el agente al que tenía que ver saliera a comer. Tenía mi libro de reuniones conmigo, y encontré una a una manzana de distancia, en la iglesia de St. Andrew. Ahí pasé una hora. Luego me fui a un snack y comí un sándwich de pie.

Volví a Police Plaza y pude por fin examinar la chaqueta de piel encontrada en la habitación del Galaxy en donde Kim había muerto. No podía jurar que fuera la misma que llevaba aquel día en Armstrong pero se parecía bastante. Recorrí con la mano la sedosa piel y traté de pasar la cinta de vídeo que se había puesto en marcha aquella mañana en mi mente. La chaqueta era igual de larga, tenía el mismo color y había un cierre en el cuello con el que sus uñas marrones rojizas pudieron haber jugado.

La etiqueta cosida a la doblez decía que la prenda era de visón de cría y que el peletero llamado Arvin Tannenbaum la había hecho.

La firma Tannenbaum se hallaba en la segunda planta de un edificio comercial en la calle 29 Oeste, en pleno corazón del barrio peletero. Hubiera sido más fácil si hubiese podido llevar la prenda conmigo. Pero la policía de Nueva York no iba tan lejos. Describí la chaqueta, lo que no me sirvió de mucha ayuda, luego describí a Kim. Un vistazo al registro de ventas reveló que una chaqueta de visón había sido comprada por Kim Dakkinen, al igual que el nombre del vendedor que se acordaba muy bien de la transacción.

Era un hombre con la cara rechoncha, los cabellos en plena recesión, ojos azules acuosos detrás de unas lentes de muchos aumentos. Me dijo:

– Una muchacha alta, muy bonita. Sabe, he leído su nombre en el periódico y me sonaba pero no sabía de qué. Qué pena, una muchacha tan bella.

El recordó que estaba acompañada de un señor y que ese señor había pagado la prenda. Pagó al contado. No, eso no tenía nada de extraño, no en un establecimiento de peletería. Ellos vendían muy poco al por menor y en esos casos era casi siempre a gente que trabajaba en el mundo de la industria de la confección o que tenía relaciones con ese mundo; pero por supuesto, cualquier persona podía entrar a comprar lo que quisiese. La mayoría de los pagos se hacían al contado porque a los clientes no les gustaba, por lo general, esperar a que el vendedor comprobara que el cheque tuviera fondos, y luego la mayoría de las veces, un abrigo de pieles era un regalo de lujo destinado a una amiga de lujo, por así decirlo y los clientes preferían que no hubiera registro de la transacción. Así el pago se efectuó al contado y así el recibo de compra figuraba a nombre de la señorita Dakkinen y no del comprador.

El precio de venta, incluidos impuestos, sumaba cerca de dos mil quinientos dólares. Una suma considerable para llevar encima, pero no era extraño. Yo mismo llevé encima casi la misma cantidad no hace mucho tiempo.

¿Podía describir a ese señor? El vendedor suspiró. Era mucho más sencillo describir a la mujer. Aún la veía, con sus trenzas doradas alrededor de su cabeza y el azul maravilloso de sus ojos. Ella probó varias chaquetas, sabía llevar las pieles, pero el señor…

Treinta y ocho, cuarenta, supuso. Más bien alto que bajo, pero no tan alto en comparación con la mujer.

– Lo siento -dijo-, me acuerdo de él, pero no lo suficiente como para poder describirlo. Si hubiera llevado algo de piel entonces le podría contar hasta el más mínimo detalle, pero desafortunadamente…

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