Lawrence Block - Los pecados de nuestros padres

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Una joven prostituta aparece asesinada en un apartamento de Greenwich Village. El principal sospechoso acaba de suicidarse en la cárcel. La policía de Nueva York ha cerrado el caso, pero el padre de la víctima quiere reabrirlo. Y nadie mejor que Matthew Scudder para buscar respuestas en un entorno sórdido de perversión y placeres… Un mundo donde los hijos se ven abocados a morir para expiar los pecados más secretos de sus padres.
La novela negra norteamericana tiene tres grandes autores: los clásicos son Dashiell Hammett y Raymond Chandler. El tercero se llama Lawrence Block.

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Tras ocho años de encarcelamiento impenitente, el asesino sufrió un cambio en su corazón, leí. Después de veintisiete años fue puesto en libertad, y el día de Navidad de 1937 procuró comulgar al lado de la madre viuda de María. Desde entonces ha sido citado como un ejemplo por aquellos que abogan por la abolición de la pena capital.

Siempre encuentro algo interesante en ese libro.

Fui a cenar al sitio que estaba junto al hotel, pero no tenía mucho apetito. El camarero se ofreció a guardarme el filete que me sobró en una bolsa. Le dije que no se molestara.

Después me fui a Armstrong's y acabé en la mesa del rincón del fondo, en la que había empezado todo hacía unos días. Cale Hanniford entró en mi vida el martes y ya era sábado. Parecía haber pasado mucho más tiempo.

Yo me impliqué el martes, pero la verdad es que el caso había empezado mucho antes que eso. Di un sorbo de bourbon con café y me pregunté cuándo. Probablemente, más tarde o más temprano habría sido inevitable, pero no sabía en qué momento exacto había ocurrido. Hubo un día en el que Richie Vanderpoel y Wendy se encontraron el uno al otro, y ese tuvo que ser un momento decisivo, pero es posible que sus finales hubieran estado trazados por separado desde mucho antes de esa fecha, y su encuentro únicamente dispusiera que influyeran el uno en el otro. Puede que viniera incluso de más atrás, al morir Robert Blohr en Corea y cortarse Margaret Vanderpoel las venas en su bañera.

Puede que fuera culpa de Eva y de la manzana. Una cosa peligrosa fue otorgar a la humanidad el conocimiento del bien y del mal. Y la capacidad de hacer la elección equivocada más a menudo de lo conveniente.

– ¿Invitas a una dama a una copa?

Levanté la vista. Era Trina, ataviada con ropa de calle y con una sonrisa que se esfumó al ver mi cara.

– Oye -dijo-. ¿Dónde has estado?

– A la caza de pensamientos privados.

– ¿Quieres estar solo?

– Eso es lo último que quiero. Has dicho algo sobre invitarte a una copa.

– Era una idea, sí.

Hice una seña al camarero y pedí un stinger para ella y otro de lo mismo para mí. Me habló sobre un par de clientes extraños que había tenido la noche anterior. Estuvimos charlando durante unas cuantas rondas, y luego ella alargó la mano y me tocó la barbilla con el dedo.

– Oye.

– ¿Sí?

– Oye, tienes mala cara. ¿Problemas?

– He tenido un día fatal. He volado al interior y he tenido una conversación no muy divertida.

– ¿Se trata del asunto del que me hablaste la otra noche?

– ¿Estuve hablando contigo de eso? Sí, supongo que sí.

– ¿Quieres hablar de ello ahora?

– Puede que un poco más tarde.

– Claro.

Estuvimos sentados un rato sin decir gran cosa. El lugar estaba tranquilo, como solía estarlo los sábados. De repente entraron dos chavales y se dirigieron a la barra. No me había dado cuenta de ellos.

– ¿Matt, te pasa algo?

No contesté. El camarero les vendió un par de paquetes de seis y se fueron. Solté el aire que había contenido sin saberlo.

– ¿Matt?

– Solo ha sido un reflejo. Pensé que el bar estaba a punto de ser atracado. Atribúyeselo a los nervios.

– Claro. -Me cogió una mano-. Es tarde ya -dijo.

– ¿Ah, sí?

– Un poco. ¿Me acompañas a casa? Solo está a un par de manzanas.

Vivía en el décimo piso de un edificio nuevo en la Cincuenta y Seis, entre la Novena y la Décima. El portero se sacudió la modorra de encima lo suficiente como para dirigirle una sonrisa.

– Tengo algo de beber -me dijo-, y preparó un café mejor que el de Jimmie. ¿Quieres subir?

– Me gustaría.

Su apartamento era un estudio, una gran sala con un nicho que contenía una cama estrecha. Me mostró dónde colgar el abrigo y sacó un montón de discos. Me dijo que si me ponía el café y le dije que se olvidara del café. Preparó unas copas para los dos. Se acurrucó en un sofá de felpa rojo y yo me senté en un sillón gris y desgastado.

– Un sitio acogedor -dije.

– Está empezando a serlo. Quiero poner algunos cuadros en las paredes y tendría que cambiar algunos muebles, pero mientras tanto me sirve.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

– Desde octubre. Vivía en las afueras de la ciudad y detestaba tener que coger taxis para ir y volver del trabajo.

– ¿Has estado casada, Trina?

– Durante casi tres años. Llevo divorciada cuatro.

– ¿Ves a tu ex?

– No sé ni en qué estado vive. Creo que en la costa, pero no estoy segura. ¿Por qué?

– Por nada. ¿Tienes hijos?

– No. El no quería. Por lo que cuando todo se acabó me alegré de que no los hubiéramos tenido. ¿Y tú?

– Dos chicos.

– Eso debe de ser duro.

– No sé. A veces, supongo.

– ¿Matt? ¿Qué habrías hecho si hubiera habido un atraco esta noche?

Lo pensé.

– Nada, probablemente. La verdad es que no podía hacer nada. ¿Por qué?

– No te viste cuando estaba pasando. Parecías un gato preparado para saltar.

– Reflejos.

– Todos esos años de poli.

– Algo así.

Se encendió un cigarrillo. Cogí la botella y rellené nuestras copas. Después me senté en el sofá junto a ella y le hablé de Wendy y de Richard, se lo conté todo. No sabía si era ella, el alcohol o una combinación de ambos, pero de repente me resultaba muy fácil hablar de ello, y muy importante hacerlo.

Y dije:

– Lo difícil era saber cuánto contarle al hombre. Tenía miedo de lo que pudiera haberle hecho a ella, limitando su cariño hacia ella, o actuando de forma seductora con ella sin saberlo él mismo. Yo no podía encontrar esas respuestas mejor que él, pero otras cosas sí. La muerte, la manera en que murió su hija… ¿Cuánto de eso se supone que le debía contar?

– Bueno, ya lo sabe todo, ¿no es así, Matt?

– Supongo que ya sabe lo que tiene que saber.

– No te sigo.

Empecé a decir algo, pero lo dejé. Serví más bebida en las dos copas. Me miró.

– ¿Estás intentando emborracharme?

– Estoy intentando que ambos nos emborrachemos.

– Bueno, creo que está funcionando. Matt…

Dije:

– Es difícil saber hasta dónde tiene derecho a actuar una persona. Supongo que he estado demasiado tiempo en el cuerpo. Quizá no tendría que haberlo dejado. ¿Sabes de qué te hablo?

Desvió los ojos.

– Algo me contaron una vez…

– Bien, si no hubiera sucedido lo que sucedió, ¿lo habría dejado de todas formas más tarde o más temprano? Siempre me lo pregunto. Tienes una cierta seguridad cuando eres poli. No me refiero a seguridad en el trabajo, sino a seguridad emocional. No había tantas preguntas, y las únicas que surgían tenían respuestas obvias, o al menos en el momento parecían obvias.

»Deja que te cuente una historia. Esto sucedió hace unos diez años. Puede que doce. Además le sucedió a una chica de unos veinte años, en el Village. Fue violada y asesinada en su propio apartamento. Tenía una media de nailon alrededor de su cuello. -Trina se estremeció-. El caso no estaba tan claro, no había nadie circulando por las calles empapado en su sangre. Era uno de esos casos en los que tienes que seguir excavando, investigando a todo aquel que hubiera flirteado con la chica, a todo el que viviera en el edificio, a todo el que la conociera del trabajo, a todos los hombres que habían desempeñado algún tipo de papel en su vida. Dios, debimos de hablar con unas doscientas personas.

»Bien, había un tipo a por el que quería ir desde el principio. Un hijo de puta grande y musculoso que era el conserje del edificio en el que ella vivía. Un ex oficial de la marina licenciado por mala conducta. Lo teníamos fichado. Dos arrestos por asalto, de los que salió libre porque las demandantes no quisieron presentar cargos. Las demandantes en ambos casos eran mujeres.

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