– ¿Entonces por qué la mató?
– No hay forma de contestar a eso. Él no guardaba recuerdos del acto, y toda la escena se mezcló con los recuerdos que tenía de la muerte de su madre. De todas formas, esa no es su pregunta.
– ¿No lo es?
– Naturalmente que no. Lo que quiere saber es en qué medida es usted culpable.
No dijo nada.
– Sucedió algo la última vez que vio a su hija. ¿Quiere hablarme de ello?
No quería, no tenía muchas ganas, y le llevó algunos minutos entrar en calor. Me habló vagamente sobre la clase de hija que había sido, brillante, cálida y cariñosa, y sobre lo mucho que la había querido.
Después dijo:
– Cuando tenía… Es difícil recordarlo, pero creo que debía de tener unos ocho años. Ocho o nueve. Siempre se sentaba en mi regazo y me daba abrazos y… abrazos y besos, y me achuchaba un poquito, y…
Paró un momento. No dije nada.
– Un día, no sé por qué sucedió, pero un día estaba en mi regazo y yo… Oh, Dios.
– Tómese su tiempo.
– Me excité. Me excité físicamente.
– Son cosas que pasan.
– ¿Sí? -Sus ojos parecían dos vidrieras -. No podía… no podía ni pensar en ello. Estaba tan indignado conmigo mismo. La quería como se quiere a una hija, al menos siempre había pensado que era eso lo que sentía por ella, y me encontré reaccionando ante ella sexualmente…
– No soy un experto, señor Hanniford, pero pienso que es una cosa muy natural. Tan solo es una respuesta física. Algunas personas tienen erecciones cuando montan a caballo o van en un tren.
– Esto era algo más.
– Puede ser.
– Lo era, señor Scudder. Estaba aterrado por lo que descubrí de mí mismo. Aterrado por lo que pudiera significar, el daño que pudiera ocasionarle a Wendy. Y por eso tomé una decisión meditada ese día. Dejé de acercarme tanto a ella. -Bajó los ojos-. Me alejé. Limité mi cariño hacia ella, el cariño que le manifestaba. Puede que también el cariño que sentía. Hubo menos abrazos y besos. Estaba decidido a no dar la oportunidad de que se repitiera.
Suspiró y clavó los ojos en los míos.
– ¿Cuánto de todo esto suponía usted, Scudder?
– Algo. Hasta pensé que podía haber llegado más lejos.
– No soy un animal.
– La gente hace cosas que usted no creería. Y no siempre son animales. ¿Qué pasó la última vez que vio a Wendy?
– Nunca he hablado con nadie de esto. ¿Por qué tengo que hacerlo con usted?
– No tiene que hacerlo. Pero quiere hacerlo.
– ¿Ah, sí? -Suspiró de nuevo-. Había venido unos días a casa. Todo era como siempre había sido, pero había algo en ella que era diferente. Supongo que ya habría establecido el patrón de relacionarse con hombres mayores.
– Sí.
– Una noche llegó a casa tarde. Había salido sola. Quizás alguien pasó a buscarla, no lo sé. -Cerró los ojos y se centró en aquella noche-. Estaba despierto cuando llegó a casa. No me había quedado esperándola a propósito. Mi mujer se había ido a dormir temprano y yo quería leer un poco. Wendy llegó a casa alrededor de la una o las dos de la mañana. Había estado bebiendo. No se tambaleaba, pero estaba un poco borracha.
»Vi una cara de ella que no conocía. Ella… me hizo proposiciones.
– ¿Tal cual?
– Me preguntó si quería follar. Dijo… cosas obscenas. Describió los actos que quería realizar conmigo. Intentó cogerme.
– ¿Qué hizo usted?
– Le di una bofetada.
– Entiendo.
– Le dije que estaba borracha, que subiera a su cuarto y se metiera en la cama. No sé si la bofetada la despejó, pero una sombra atravesó su rostro, se apartó y subió las escaleras. No sabía qué hacer. Pensé que quizá debería ir a hablar con ella y decirle que estaba todo bien, que lo olvidáramos todo. Al final no hice nada. Estuve sentado durante otra hora más o menos, y después me fui a la cama. -Levantó la mirada-. Y por la mañana ambos fingimos que no había pasado nada. Ninguno de nosotros volvió a hacer mención del incidente.
Bebí lo que quedaba en el vaso. Ahora todo encajaba, hasta la última parte.
– La razón de que no fuera a hablar con ella… Aborrecía la forma en que había actuado. Estaba disgustado. Pero una parte de mí estaba… excitada.
Asentí.
– No estoy seguro de que confiara en mí mismo lo suficiente como para ir a su cuarto esa noche, Scudder.
– No habría pasado nada.
– ¿Cómo lo sabe?
– Todo el mundo guarda algo malo en su interior. Se trata de algo de lo que no se es consciente y no se puede controlar. Usted era capaz de ver lo que estaba pasando. Eso le hacía capaz de controlarlo.
– Puede ser.
Tras un rato dije:
– No creo que tenga mucha culpa de lo ocurrido. Me parece que todo se había desencadenado ya antes de que usted tuviera la posibilidad de haber hecho algo al respecto. Cuando usted reaccionó físicamente a los roces de Wendy sobre su regazo fue algo muy normal. Ella estaba actuando de una forma seductora, aunque, al mismo tiempo, no estoy seguro de que fuera consciente de ello. Todo cuadra: la competencia con su madre, el intento de encontrar a su papá oculto en el interior de cada hombre mayor que encontrara atractivo. Muchas chicas intentan seducir a profesores, ya sabe, y la mayoría de los profesores aprenden a desalentar esa clase de cosas. Wendy tenía un porcentaje de éxito bastante alto. Evidentemente se le daba muy bien.
– Es gracioso.
– ¿El qué?
– Al principio hacía que pareciera una víctima. Ahora parece ser la mala.
– Todos tenemos algo de ambas cosas.
Ninguno de los dos teníamos mucho que decir de camino al aeropuerto. Parecía más relajado que antes, pero no había manera de saber en qué medida se trataba de una mera fachada. Si le había hecho algún bien, había sido más por lo que le había obligado a contarme que por lo que había descubierto para él. Había sacerdotes y psiquiatras que lo habrían escuchado y probablemente le habrían hecho más bien que yo, pero me había elegido a mí.
En un momento dado dije:
– Sea cual sea la culpa que decida asignarse a sí mismo, tenga en cuenta una cosa. Wendy estaba en proceso de enderezar las cosas. No sé cuánto tiempo le hubiera llevado encontrar un camino más limpio de ganarse la vida, pero dudo que hubiera sido más de un año.
– No puede estar seguro de eso.
– Desde luego no puedo demostrarlo.
– Eso lo empeora todo, ¿no es cierto? Lo vuelve más trágico.
– Lo vuelve más trágico. No sé si eso es mejor o peor.
– ¿Qué? Ah sí, ya entiendo. Es una distinción interesante.
Fui al mostrador de Allegheny. Había un vuelo a Nueva York en una hora, y facturé para ese vuelo. Cuando me volví, Hanniford estaba de pie junto a mí con un cheque en la mano. Le pregunté que para qué era. Dijo que yo no había mencionado más dinero y que no sabía lo que era un pago justo, pero que estaba complacido con el trabajo que había hecho para él y quería darme una bonificación.
Yo tampoco sabía lo que era un pago justo. Pero recordé lo que le había dicho a Lewis Pankow. Cuando alguien te da dinero, acéptalo. Y lo acepté.
No lo desplegué hasta que estaba en el avión. Era por mil dólares. No estoy muy seguro de por qué me lo dio.
En mi habitación del hotel abrí un diccionario de santos en rústica y estuve hojeándolo. Me encontré a mí mismo leyendo sobre santa María Goretti, nacida en Italia en 1890. Cuando tenía 12 años un joven empezó a hacerle insinuaciones. Finalmente intentó violarla y la amenazó con matarla si se resistía. Pero ella lo hizo, y él la mató, la apuñaló una y otra vez con su cuchillo. Murió al cabo de solo veinticuatro horas.
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