Lawrence Block - Los pecados de nuestros padres

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Una joven prostituta aparece asesinada en un apartamento de Greenwich Village. El principal sospechoso acaba de suicidarse en la cárcel. La policía de Nueva York ha cerrado el caso, pero el padre de la víctima quiere reabrirlo. Y nadie mejor que Matthew Scudder para buscar respuestas en un entorno sórdido de perversión y placeres… Un mundo donde los hijos se ven abocados a morir para expiar los pecados más secretos de sus padres.
La novela negra norteamericana tiene tres grandes autores: los clásicos son Dashiell Hammett y Raymond Chandler. El tercero se llama Lawrence Block.

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»Todo eso era motivo suficiente para interrogarlo. Cosa que hicimos. Y cuanto más hablaba con él más claro tenía que ese hijo de puta lo había hecho. A veces resulta evidente.

»Pero tenía una coartada. Conocíamos el momento de la muerte y su mujer estaba preparada para jurar sobre una pila de biblias que en todo el día no había desaparecido de su vista. Y por otro lado no teníamos nada, ni el más mínimo indicio que lo situara en el apartamento de la chica a la hora del asesinato. Nada en absoluto. Ni siquiera una pequeña huella digital, y aunque la hubiéramos tenido, no habría significado nada puesto que era el conserje y podía haberlas dejado al reparar el baño o algo. No teníamos nada, ni una mísera pista, y la única razón por la que sabíamos que lo había hecho era simplemente que lo sabíamos, y a ningún fiscal de distrito se le ocurriría presentar eso ante un gran jurado.

»Por lo que seguimos investigando a cualquier otro que pudiera ser vagamente sospechoso. Y, como es natural, no encontramos a nadie en ninguna parte porque no había ninguna otra parte en la que buscar, y el caso quedó archivado, lo que significa que sabíamos que nunca iba a cerrarse, que en efecto todo estaba cerrado porque nadie se tomaría la molestia de mirarlo nunca más.

Me puse en pie y crucé la habitación. Dije:

– Pero sabíamos que lo había hecho él, ¿entiendes? Y nos estaba volviendo locos. No sé cuántos tíos salen impunes de un asesinato cada año. Muchos más de lo que |a gente se imagina. Sabíamos que el tal Ruddle, sin embargo, era nuestro tipo, y no podíamos hacer nada. Así se llamaba, Jacob Ruddle.

»Por lo que después de que se declarara abierto el caso, mi compañero y yo no pudimos quitárnoslo de la cabeza. Era imposible, no había día en que uno de nosotros no lo sacara a relucir. Así que finalmente fuimos a por él y le preguntamos si estaba dispuesto a someterse a la prueba del polígrafo. ¿Sabes lo que es?

– Un detector de mentiras.

– Un detector de mentiras. Fuimos muy claros con él, le dijimos que podía negarse a hacerlo, también le dijimos que no podía ser utilizado como una prueba en su contra, lo cual era cierto. No estoy seguro de que sea una buena idea, por cierto, pero esa es la ley.

»Aceptó hacerse la prueba. No me preguntes por qué. Puede que pensara que parecería sospechoso si se negaba, aunque ya debía de saber que nosotros estábamos casi seguros de que él la había matado y nada iba a hacer que dejara de parecer sospechoso a nuestros ojos. O puede que pensara sinceramente que podía vencer a la máquina. Bueno, el caso es que se sometió a la prueba, y yo me aseguré de que tuviéramos el mejor operador disponible para hacerlo, y los resultados fueron los esperados.

– ¿Era culpable?

– Sin duda. Le puso al descubierto, pero no había nada que pudiéramos hacer con eso. Le dije que la máquina decía que estaba mintiendo. «Bueno, esas máquinas deben de cometer algunos errores de vez en cuando», dijo, «porque acaba de cometer uno». Y me miró directo a los ojos, y supo que yo no le creía y que no había nada que pudiera hacer al respecto.

– Dios.

Volví y me senté de nuevo junto a ella. Di un trago, cerré los ojos por un momento, y recordé la mirada en los ojos de ese bastardo.

– ¿Qué hicisteis?

– Mi compañero y yo empezamos a darle vueltas. Él quería lanzarlo al río.

– ¿Quieres decir matarlo?

– Liquidarlo, meterlo en cemento y lanzarlo en alguna parte del Hudson.

– No harías algo así.

– No lo sé. Puede que hubiera estado de acuerdo. Entiéndelo, él lo hizo, mató a esa chica, y era muy probable que volviera a hacerlo más tarde o más temprano. Oh, demonios, y eso no era todo. Saber que lo había hecho, saber que él sabía que sabíamos que lo había hecho y enviar a ese bastardo a su casa… Tirarlo al río empezó a parecerme una buena idea, y puede que lo hubiera hecho si no se me hubiera ocurrido algo mejor.

– ¿El qué?

– Yo tenía a un amigo en la brigada de narcóticos. Le dije que necesitaba algo de heroína, mucha, y le dije que se la devolvería toda. Entonces una noche que Ruddle y su mujer estaban fuera de su casa, yo mismo me colé allí y peiné el lugar tan bien como casi nunca se ha hecho. Metí la heroína en el interior de un toallero. Pegué una bolsita en la boya de la cisterna, dejé toda esa mierda por cada escondite verdaderamente obvio que pude encontrar.

»Después regresé con mi amigo de narcóticos, y le dije que sabía dónde podía encontrar un buen alijo. El tío se presentó allí, con una orden de registro y todo, y Ruddle estuvo en el interior de Dannemora antes de saber lo que le había pasado. -De repente sonreí-. Fui a verle entre el juicio y la fecha de la sentencia. Toda su defensa consistía en que no tenía ni idea de cómo esa heroína había llegado allí y, como era de esperar, el jurado no se pasó toda la noche discutiendo el caso. Fui a verlo y le dije: «Ya sabes, Ruddle, es una lástima que no puedas someterte a un detector de mentiras. Así la gente creería que no sabías de dónde había salido la heroína». Solo levantó la vista hacia mí porque entonces entendió todo lo que había ocurrido y se dio cuenta de que no había nada que pudiera hacer al respecto.

– Dios.

– Le cayeron de diez a veinte años por tenencia ilícita de drogas. A los tres años de su sentencia tuvo un enfrentamiento con otro presidiario y recibió un navajazo mortal.

– Dios.

– Lo cierto es que te preguntarás hasta qué punto una persona tiene derecho a dar vueltas a las cosas de esa manera. ¿Teníamos derecho a tenderle esa trampa? Yo no podía permitir que anduviera suelto por ahí, y ¿de qué otro modo podría haberlo pillado? Pero si no hubiéramos podido hacerlo, ¿habríamos tenido derecho a tirarlo al río? Esa es una pregunta más difícil de contestar. Tengo muchos problemas con eso. Debe de existir una cuerda y es difícil saber hasta dónde se puede tirar de ella.

Un poco más tarde dijo que estaba llegando su hora de acostarse.

– Me iré -dije.

– A menos que prefieras quedarte.

Resultó que estábamos muy bien el uno con el otro. Por un rato todas las preguntas difíciles desaparecieron y permanecieron en lugares oscuros.

Después me dijo que debía quedarme.

– Prepararé el desayuno por la mañana.

– Está bien.

Y, ya adormilada, dijo:

– ¿Matt? Esa historia que has contado antes. La de Ruddle…

– Ajá.

– ¿Qué es lo que te hizo pensar en ella?

En cierto modo quería contársela, probablemente por la misma razón que le había contado la historia. Pero no podía hacerlo, ya que no podía hablarle de Cale Hanniford.

– Tan solo las similitudes de los casos -dije-. Otro caso de una chica violada y asesinada en el Village. Una cosa me ha llevado a la otra.

Murmuró algo que no pude entender. Cuando estuve seguro de que dormía profundamente salí de la cama y me vestí. Caminé las dos manzanas hasta mi hotel y fui a mi habitación.

Pensé que tendría problemas para dormir, pero fue más fácil de lo que esperaba.

15

El servicio acababa de empezar cuando llegué. Me senté en uno de los bancos de atrás, cogí un libro pequeño y negro del estante y encontré por dónde iban. Me había perdido la invocación y el primer himno, pero llegué a tiempo para escuchar la lectura de la Palabra de Dios.

Parecía más alto de lo que recordaba. Quizá el púlpito daba una sensación de altura. Su voz era fuerte e imponente, y leyó la Palabra de Dios con absoluta seguridad.

– Dios habló de esta manera, yo soy el Señor tu Dios, el que te sacó de la tierra de Egipto, el que te sacó de la esclavitud.

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