– El mismo problema. Daría resultado, a menos que le eches una buena mirada a uno de los fajos simulados. Entonces ves que no es lo que se supone que tiene que ser, y sabes de inmediato, sin discusión, que ha sido falsificado así para engañarte. Y si eres un caso perdido, y has estado buscando una excusa para matar durante toda la noche…
– Matas a la chica, ¡pum, pum!, y se acabó.
– Ese es el problema con cualquier cosa que sea muy obvia. Si parece que estuviéramos tratando de joderlos…
– Lo tomarán como asunto personal -asintió-. Tal vez no cuenten los fajos. Tienes billetes de cincuenta y de cien mezclados, cinco mil por paquete, la mitad de eso en un fajo de billetes de cincuenta, ¿de cuántos fajos estamos hablando, si llegamos a medio millón? De cien, si son todos billetes de cien, así que digamos ciento veinte, ciento treinta, algo así.
– Suena bien.
– No sé. ¿Tú lo contarías? Se cuenta en un negocio de droga, pero tienes tiempo, te sientas tranquilo, cuentas el dinero e inspeccionas la mercadería. Es una historia diferente. Aun así, ¿sabes cómo cuentan los grandes traficantes, los tipos que ganan más de un millón en cada transacción?
– Sé que los bancos tienen máquinas que pueden contar un fajo de billetes tan rápido como uno puede peinarlos.
– A veces usan esas máquinas -dijo-, pero la mayor parte de las veces lo hacen a peso. Sabes cuánto pesa el dinero, así que sólo lo cargas en la balanza y lo ves.
– ¿Eso es lo que hacían en la empresa familiar, en Togo?
Sonrió ante la idea.
– No, eso era diferente -dijo-. Contaban cada billete. Pero nadie tenía prisa.
Sonó el teléfono. Nos miramos. Lo cogí. Era Yuri, desde el teléfono del coche. Me dijo que estaba en camino. Cuando colgué, Kenan protestó:
– Cada vez que suena el teléfono…
– Ya lo sé. Creo que es él. Cuando estuviste fuera, antes de que nos diera un número equivocado, alguien llamó dos veces porque seguía olvidándose de que tenía que marcar el dos uno dos para Manhattan.
– Una leche -dijo-. Cuando yo era un crío, teníamos un número que tenía un dígito de diferencia respecto al de una pizzería en Prospect y Flatbush. Puedes imaginarte la cantidad de llamadas equivocadas que recibíamos.
– Sería una molestia.
– Para mis padres. A mí y a Pete nos encantaba. Tomábamos el puto pedido. «¿Media de queso y media de pimientos? ¿Sin anchoas? Sí, señor, la tendremos lista para usted.» Coño, que se murieran de hambre. Éramos terribles.
– Y el pobre desgraciado de la pizzería…
– Sí, ya lo sé. Actualmente no tengo muchas llamadas equivocadas. ¿Sabes cuándo tuve dos? El día en que Francine fue secuestrada. Esa mañana, como si Dios estuviera avisándome. Joder, cuando pienso lo que debe de haber pasado. Y lo que la pobre chica debe de estar pasando ahora.
– Sé su nombre, Kenan -dije.
– ¿El nombre de quién?
– Del tipo del teléfono. No del brusco. Del otro, el que habla más.
– Me lo dijiste. Ray
– Ray Callander. Conozco su antigua dirección en Queens, sé el número de la matrícula de su Honda.
– Creía que tenía una furgoneta.
– También tiene un Civic de dos puertas. Lo vamos a atrapar, Kenan. Quizás no esta noche, pero lo vamos a coger.
– Eso está muy bien -dijo con calma-. Pero tengo que decirte algo. ¿Sabes? Me metí en esto por lo que pasó a mi esposa, ésa es la razón por la cual te contraté. La razón por la cual estoy aquí, para empezar. Pero en este momento todo eso es mierda. En este momento lo único que me importa es esta chica, Lucía, Luschka, Ludmilla. Tiene todos estos nombres distintos y no sé cómo llamarla y nunca en mi vida la he visto, pero todo lo que me importa ahora es recuperarla.
«Gracias», pensé.
Porque, como llevan escrito en las camisetas, cuando estás metido hasta el cuello, te puedes olvidar de que tu objetivo fundamental era drenar el pantano. En este momento no importaba en qué agujero de Sunset Park estaban los dos, no importaba si yo lo descubría esta noche, mañana o nunca. Por la mañana, le podía entregar todo lo que tenía a John Kelly y dejar que él siguiera desde allí. No importaba quién había traído a Callander y no importaba si cumplía quince o veinte años o cadena perpetua o si moría en algún callejón a manos de Kenan Khoury o las mías. O si salía impune, con dinero o sin él. Eso podría importar mañana. O no. Pero no importaba esta noche.
De repente, estaba claro cómo realmente tendría que haber estado todo el tiempo. La única cosa de importancia era recuperar a la chica. Nada más importaba de momento.
Yuri y Dani volvieron unos minutos antes de las ocho. Yuri llevaba una maleta en cada mano, ambas con el logotipo de unas aerolíneas que habían desaparecido en alguna fusión de empresas. Dani llevaba una bolsa de compras.
– Bueno, empezó el negocio -dijo Kenan.
Su hermano juntó las manos para aplaudir. Yo no lo hice, pero sentí la misma excitación. Se podía haber pensado que el dinero era para nosotros.
– Kenan, ven aquí un minuto -dijo Yuri-. Mira esto.
Abrió una de las bolsas y volcó su contenido: paquetes de a cien sujetos con faja, cada envoltorio con la marca del Chase Manhattan Bank.
– Hermoso -dijo-. ¿Qué hiciste, Yuri? ¿Una retirada de fondos no autorizada? ¿Cómo te las has arreglado para encontrar un banco al que asaltar a estas horas de la noche?
Yuri le tendió un fajo de billetes. Kenan le quitó la faja, miró el de arriba y dijo:
– No tengo que mirarlos, ¿verdad? No me lo preguntaría si todo fuera kosher. Esto es mercadería inferior, ¿no?
Examinó atentamente el primero del fajo, apartó el billete con el dedo pulgar y miró el siguiente.
– Mercancía inferior -confirmó-. Pero muy bien hecha. ¿Todos con el mismo número de serie? No, éste es diferente.
– Tres números diferentes -dijo Yuri.
– No pasarían por los bancos -dijo Kenan-. Tienen máquinas detectaras, descubren cualquier cosa electrónicamente. Aparte de eso, a mí me parecen buenos. -Arrugó un billete, lo alisó, lo puso a contraluz y entrecerró los ojos para mirarlo-. El papel es bueno. La tinta parece buena. Hermosos billetes usados. Los deben de haber empapado con granos de café y luego los deben de haber pasado por el suavizante. ¿Matt?
Saqué un billete legítimo -o lo que yo suponía era un billete legítimo- de mi propia cartera y lo sostuve junto al que Kenan me tendía. Me pareció que Franklin estaba un poco menos sereno en el billete falso, un poco más lascivo. Pero, de verlo tan a menudo, nunca le hubiera dedicado una segunda mirada.
– Muy bonito -dijo Kenan-. ¿Cuál es el descuento?
– El sesenta por ciento del valor nominal. Pagas cuarenta céntimos por dólar.
– Alto.
– La buena mercancía no es barata -observó Yuri.
– Es verdad, y además es un negocio más limpio que la droga. Porque si te detienes y lo piensas, ¿a quién le hace daño?
– Desvaloriza la moneda -dijo Peter.
– ¿En serio? Es una gota muy pequeña en el balde. Una empresa de ahorro y préstamo queda panza arriba y desvaloriza la moneda más que veinte años de falsificaciones.
– Esto es en préstamo -dijo Yuri-. No hay recargo si lo recuperamos y lo devuelvo. De otro modo, lo debo. A cuarenta centavos por dólar.
– Eso es muy decente.
– Me está haciendo un favor. Lo que quiero saber es: ¿se darán cuenta?
– No se darán -dije-. Estarán mirando con rapidez, con mala luz, y no creo que estén pensando en billetes falsificados. Las envolturas del banco son un toque delicado.
– ¿Las imprimió él también?
– Sí.
– Los volveremos a empaquetar un poco -dije-. Usaremos las envolturas del Chase pero sacaremos seis billetes de cada mazo y los reemplazaremos por billetes legítimos, tres arriba y tres abajo. ¿Cuánto tienes aquí, Yuri?
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