Lawrence Block - Un paseo entre las tumbas

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`Un millón de dolares en efectivo o matamos a tu mujer`. Los traficantes de drogas son presa fácil de la extorsión y, por razones obvias, no pueden acudir a la policía. Kenan Khoury recibió el mensaje, pero vaciló frente al precio del rescate: no volvió a ver a su mujer con vida. Ahora sólo piensa en vengar su muerte. Para ello contrata los servicios de Matt Scudder, un detective privado sin apenas trabajo y que sufre algún que otro problema con el alcohol. Con ayuda de dos genios de los ordenadores, un punk callejero y una amiga prostituta, Scudder busca a los asesinos en los bajos fondos de Brooklyn.

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– Todavía me gustaría saber qué papel desempeñas en esto. Tienes que ser traficante. ¿Eres un traficante importante?

– Ibas a contestar algunas preguntas -le recordé.

– Quisiera que me dijeras tu nombre -añadió-. Podría reconocerlo.

– Yo podría reconocer el tuyo.

Se echó a reír.

– ¡Oh, no lo creo! ¿Por qué tienes tanta prisa, amigo? ¿Tienes miedo de que rastree la llamada?

En mi mente podía oírle mofarse de Pam.

«Elige una, Pammy. Una para ti y una para mí. ¿Cuál va a ser, Pammy?» -Es tu moneda.

– Así es. Ah, bueno, el nombre del perro, ¿no? Veamos, ¿cuáles son los nombres usuales? Fido, Towser, King, Rover: éste es siempre el nombre favorito, ¿no?

«La pobre Lucía está muerta», pensé.

– ¿Qué te parece Spot? «¡Corre, Spot, corre!» Oye, no es un mal nombre para un braco.

Pero eso lo habría sabido en el transcurso de los días que estuvo siguiendo a la chica.

– El nombre del perro es Watson -me espetó al fin.

Watson -murmuré.

En el otro lado de la habitación, el perro grandote cambió de posición y levantó las orejas. Yuri hizo un gesto de asentimiento.

– ¿Y el otro perro?

– Pides demasiado… -susurró-. ¿Cuántos perros necesitas?

Esperé sin decir nada.

– No supo decirme de qué raza era el otro perro. Era muy pequeña cuando murió. Lo tuvieron que hacer dormir, me ha dicho. Qué término tan tonto para eso, ¿no te parece? Cuando uno mata a un bicho, debería tener el valor de llamar a las cosas por su nombre. No dices nada, ¿estás ahí todavía?

– Todavía estoy aquí.

– Supongo que era un mestizo. ¡Tantos de nosotros lo somos! El nombre es un pequeño problema. Es una palabra rusa y puedo no decirla bien. ¿Qué tal está tu ruso, amigo?

– Un poco oxidado.

– Oxidado es un buen nombre para un perro. Tal vez fuera Oxidado, ¿eh? Eres un interlocutor duro, amigo mío. Es difícil hacerte reír.

– Soy un interlocutor fascinado -dije.

– ¡Ah, ojalá fuera así! Podríamos tener una conversación muy interesante en estas circunstancias, tú y yo. Bueno, en algún otro momento, quizás.

– Veremos.

– Seguro que sí. Pero quieres el nombre del perro, ¿no? El perro está muerto, amigo mío, ¿para qué sirve su nombre? Dale al perro un nombre muerto, dale al perro muerto un mal nombre.

Esperé.

– Puede que lo diga mal, pero te lo digo. Balalaika.

Balalaika -repetí.

– Se supone que es el nombre de un instrumento musical, ella me dijo algo así. Qué dices, ¿te suena?

Miré a Yuri Landau. Su gesto de asentimiento era inequívoco. En el teléfono Ray hablaba sin parar, pero las palabras no me llegaban. Me sentía aturdido y me tuve que apoyar contra la mesa de la cocina para no caerme. La chica estaba viva.

19

En cuanto dejé de hablar con Ray, Yuri cayó sobre mí y me envolvió en un abrazo de oso.

– Balalaika -dijo, invocando el nombre como si fuera un encantamiento-. Está viva, mi Luschka está viva.

Yo seguía en sus brazos cuando la puerta se abrió y entraron los Khoury, seguidos por Dani, el hombre de Landau. Kenan llevaba una mochila de cuero con un cierre automático en la parte superior, Peter una bolsa de compras de plástico blanco.

– Está viva -les dijo Yuri.

– ¿Hablaste con ella?

Negó con la cabeza.

– Me dijeron el nombre del perro. Se acordaba de Balalaika.

No sé cuánto sentido tenía esto para los Khoury, que habían estado fuera con la misión de reunir fondos para cuando se acordara el intercambio, pero captaron el significado.

– Ahora todo lo que necesitas es un millón de dólares -le dijo Kenan.

– Siempre se puede conseguir el dinero.

– Tienes razón. La gente no se da cuenta de eso, pero es absolutamente cierto. -Abrió la mochila de cuero y empezó a sacar fajos de billetes envueltos en papel, y los dispuso en hileras sobre la mesa de caoba-. Tienes algunos buenos amigos, Yuri. Es una buena cosa, también, que la mayoría de ellos no crea en los bancos. La gente no se da cuenta de que buena parte de la economía del país funciona con dinero contante y sonante. Uno oye la palabra efectivo y piensa sólo en las drogas o en el juego.

– Cuando eso es solamente la punta del iceberg -sentenció Peter.

– Lo has entendido. No cabe pensar sólo en esos dos negocios. Piensa en las lavanderías, en las peluquerías, en los salones de belleza, en las tiendas. Cualquier lugar que mueva mucho efectivo puede llevar doble contabilidad y escamotearle la mitad de sus ingresos al fisco.

– Piensa en los cafés -dijo Peter-. Yuri, tendrías que haber sido griego.

– ¿Griego? ¿Por qué tendría que ser griego?

– En todas las esquinas hay un café, ¿no? Hombre, yo trabajé para uno de ellos. Éramos diez empleados en mi turno, seis de los cuales no figurábamos en los libros, nos pagaban en efectivo. ¿Por qué? Porque tienen esas cantidades en efectivo que no declaran. Tienen que mantener una proporción en los gastos. Si declaran treinta centavos de cada dólar que pasa por caja, es mucho. ¿Y sabes cuál es la guinda del pastel? La ley dice que tienen que aplicar el ocho y cuarto por valor añadido a cada venta. Pero ten por seguro que no pueden liquidar el impuesto por el setenta por ciento de unas ventas que no declaran, ¿verdad? Así que todo lo que evaden es pura ganancia libre de impuestos.

– No sólo son los griegos -apostilló Yuri.

– No, pero ellos lo han convertido en una ciencia. Si fueras griego, todo lo que tendrías que hacer es recorrer veinte cafés. No creas que todos tienen cincuenta mil en la caja o escondidos en el colchón, o debajo de una tabla floja en el vestuario. Recorre veinte cafés y tendrás tu millón.

– Pero yo no soy griego -dijo Yuri, y sonrió.

Kenan le preguntó si conocía algún mercader de diamantes.

– Tienen mucho efectivo -masculló.

Peter aseguró que gran parte del negocio de joyería eran papeles, pagarés que pasaban de acá para allá. Kenan, a su vez, afirmó que, sin embargo, ellos tenían efectivo en alguna parte. Yuri, por su parte, dijo que no importaba porque no conocía a nadie que comerciara con diamantes.

Me fui al otro cuarto y los dejé con esa discusión.

Quería llamar a TJ y saqué el pedacito de papel con todas las llamadas que los Kong habían registrado en el teléfono de Kenan. Encontré el número del teléfono público de la lavandería automática, pero vacilé. ¿Sabría TJ que tenía que contestar? ¿No le comprometería si el lugar estaba lleno de gente? ¿Y si Ray descolgaba el auricular? Eso parecía poco probable, pero…

Luego recordé que había una forma más simple. Podía llamarle por el busca y esperar a que él me llamara. Parecía que yo estaba teniendo dificultades en adaptarme a esta nueva tecnología. Todavía pensaba automáticamente en términos más primitivos.

Encontré el número del teléfono móvil en mi agenda, pero antes de que pudiera marcar sonó el timbre. Era TJ.

– Nuestro hombre acaba de estar aquí. En este mismo teléfono -me informó.

– Debe de haber sido algún otro.

– Ninguna chance, Vance. Un tipo malvado, lo miras y sabes que estás viendo el mal. ¿No estabas hablando con él hace un instante? Tuve esta intuición. Me dije, Matt está hablando con ese cretino.

– Estaba, pero dejé de hablar por teléfono con él hace por lo menos diez minutos, quizás un cuarto de hora.

– Sí, ése sería el tiempo justo.

– Pensé que llamarías de inmediato.

– No podía, hombre. Tenía que seguir al cretino.

– ¿Lo seguiste?

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