Lawrence Block - Un paseo entre las tumbas

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`Un millón de dolares en efectivo o matamos a tu mujer`. Los traficantes de drogas son presa fácil de la extorsión y, por razones obvias, no pueden acudir a la policía. Kenan Khoury recibió el mensaje, pero vaciló frente al precio del rescate: no volvió a ver a su mujer con vida. Ahora sólo piensa en vengar su muerte. Para ello contrata los servicios de Matt Scudder, un detective privado sin apenas trabajo y que sufre algún que otro problema con el alcohol. Con ayuda de dos genios de los ordenadores, un punk callejero y una amiga prostituta, Scudder busca a los asesinos en los bajos fondos de Brooklyn.

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¿No había dicho alguien algo, hacía unas pocas semanas, acerca de un secuestro?

Entonces lo recordó y llamó a Kenan. Kenan a su vez me llamó a mí.

Yuri Landau tenía un apartamento con terraza en un edificio de ladrillos, una construcción en cooperativa de doce pisos, en Brightwater Court. En el vestíbulo embaldosado, dos corpulentos rusos jóvenes, vestidos con chaqueta de paño inglés y gorra, nos impidieron el paso cuando entramos. Peter no prestó atención al portero uniformado y les dijo a los otros que su nombre era Khoury y que el señor Landau nos estaba esperando. Uno de ellos subió con nosotros en el ascensor.

Cuando llegamos allí, alrededor de las cuatro y media, Yuri acababa de recibir la primera llamada de los secuestradores.

Estaba empezando a reaccionar.

– Un millón de dólares -gritaba-. ¿De dónde voy a sacar un millón de dólares? ¿Quién está haciendo esto, Kenan? ¿Son negros? ¿Son esos locos de Jamaica?

– Son blancos -dijo Kenan.

– ¡Mi Luschka! ¿Cómo pudo pasar esto? ¿Qué clase de país es éste?

Interrumpió su lamento cuando nos vio.

– Usted es el hermano -le dijo a Peter-. ¿Y usted?

– Matthew Scudder.

– Ha estado trabajando para Kenan. Bien. Gracias a los dos por venir. Pero ¿cómo entraron? ¿Pasaron así como así? Tengo dos hombres en el vestíbulo y se supone que ellos… -Vio al hombre que había subido con nosotros y le dijo-: ¡Ah, estás ahí, Dany!, eres un buen muchacho. Vuelve al vestíbulo y sigue vigilando.

Sin dirigirse a nadie en particular, como hablando consigo mismo, continuó:

– Ahora pongo guardias. Como me robaron el caballo, cierro la cuadra con llave. ¿Para qué? ¿Qué pueden quitarme ya? Dios se llevó a mi esposa y ahora estos hijos de puta se llevan a mi Luddy, a mi Luschka. -Se volvió hacia Kenan-. Desde que me llamaste tengo hombres apostados abajo, pero ¿para qué me sirve? La sacan del colegio y me la roban ante las narices de todos. Debí haber hecho lo que tú. La mandaste fuera del país, ¿no?

Kenan y yo nos miramos.

– ¿Qué es esto? Me dijiste que enviaste a tu esposa fuera del país.

– Eso fue lo que contamos, Yuri -replicó Kenan.

– ¿Qué pasó?

– La secuestraron.

– ¿A tu esposa?

– Sí.

– ¿Cuánto te pidieron?

– Pidieron un millón. Negociamos y convinimos una cifra inferior.

– ¿Cuánto?

– Cuatrocientos mil.

– ¿Y pagaste? ¿La recuperaste?

– Pagué.

– Kenan -susurró, cogiéndole de los hombros-. Dime, por favor, la recuperaste, ¿verdad?

– Muerta -murmuró Kenan.

– ¡No, no! -Yuri retrocedió como si hubiera recibido un golpe y levantó un brazo para esconder el rostro-. No, no me digas eso.

– Señor Landau…

No me hizo caso y cogió a Kenan del codo.

– Pero ¿pagaste o no? ¿Les diste una suma decente? ¿No quisiste engañarles?

– Pagué, Yuri. La mataron igual.

Sus hombros se abatieron.

– ¿Por qué? -exigió, no a nosotros sino a ese Dios que se llevó a su esposa-. ¿Por qué?

Me adelanté y le dije:

– Señor Landau, esos hombres son muy peligrosos, perversos y de reacciones impredecibles. Han matado por lo menos a dos mujeres, además de la señora Khoury. Tal como están las cosas, no tienen la menor intención de liberar viva a su hija. Me temo que hay grandes posibilidades de que ya esté muerta.

– ¡No!

– Si está viva, tenemos una posibilidad. Pero tiene que decidir cómo quiere administrar esto.

– ¿Qué quiere decir?

– Podría llamar a la policía.

– Me dijeron que nada de policía.

– Era lógico que le dijeran eso.

– Lo último que quiero es tener a la policía aquí, hurgando en mi vida. En cuanto reúna el dinero del rescate querrán saber de dónde vino, pero si eso me devuelve a mi hija… ¿Qué le parece? ¿Tenemos una posibilidad mejor si llamamos a la policía?

– Podría tener una oportunidad mejor de atrapar a los hombres que se la llevaron.

– Al diablo con eso. ¿Qué hay de recuperarla?

Yo pensaba que estaba muerta, pero me dije que no lo sabía y que él no tenía que oírlo. Le dije:

– No creo que involucrar a la policía en este momento aumente la posibilidad de recuperar a su hija viva. Creo que podría tener el efecto contrario. Si viene la policía y los secuestradores se enteran, huirán, pero no dejaran a la chica viva.

– Entonces, a la mierda con la policía. Lo haremos solos. Y entonces, ¿qué?

– Ahora tengo que hacer una llamada telefónica.

– Adelante. Espere, quiero mantener la línea libre. Llamaron, hablé con él. Yo tenía un millón de preguntas que hacerle y me colgó. «No toque el teléfono», me dijo. «Nos volveremos a poner en contacto con usted.» Use el teléfono de mi hija, es por esa puerta. Lo puse porque los chicos se pasan todo el tiempo al teléfono y yo nunca podía comunicarme con la casa. Tenía esa otra cosa, el chisme de la espera de llamada, pero nos volvía locos a todos. Todo el tiempo haciendo ruido en el oído, diciendo no cuelgue, hay otra llamada. Terrible. Me deshice de él. Le puse a ella su propio teléfono para que pudiera hablar todo lo que quisiera. ¡Mierda, llévate todo lo que tengo, pero devuélvemela!

Llamé al busca de TJ desde el teléfono de la habitación de Lucía Landau: un aparato con la figura de Snoopy. Tanto Snoopy como Michael Jackson parecían desempeñar papeles claves en su mitología personal, a juzgar por la decoración de su cuarto. Recorría la habitación, esperando mi llamada, cuando encontré una foto familiar en el tocador esmaltado de blanco. Yuri, una mujer de cabello oscuro y una niña de cabello oscuro que le caía más allá de los hombros en una cascada de rizos. En la foto, la niña aparentaba tener unos diez años. Otra foto la mostraba sola, mayor, y parecía haber sido tomada en junio pasado, durante la graduación. En la foto más reciente, el cabello era más corto y el rostro parecía serio y maduro para sus años.

Sonó el teléfono. Cogí el auricular:

– Yo digo una palabrota y tú dices quién busca a TJ.

– Soy Matt -contesté.

– ¡Hola, hombre! ¿Qué pasa?

– Un asunto serio -dije-. Es una emergencia y necesito tu ayuda.

– La tienes.

– ¿Puedes localizar a los Kong?

– ¿Quieres decir enseguida? A veces son difíciles de encontrar. Jimmy Hong tiene un teléfono portátil, pero no siempre lo lleva encima.

– Ve si puedes encontrarle y dale este número.

– Seguro. ¿Es ése?

– No. ¿Recuerdas la lavandería automática a la que fuimos la semana pasada?

– Pues claro.

– ¿Sabes cómo llegar allí?

– El metro R hasta la 45, una manzana hasta la Quinta Avenida, cuatro o cinco manzanas hasta el lava-lava.

– No me di cuenta de que estabas prestando atención.

– Carajo, tío, yo siempre prestar atención, siempre ser atento.

– ¿No sólo lleno de recursos?

– Atento y lleno de recursos.

– ¿Puedes ir allí enseguida?

– ¿Ahora mismo o llamo a los Kong primero?

– Llámalos y luego ve. ¿Estás cerca del metro?

– Hombre, yo siempre estoy cerca del metro. Te estoy hablando desde el teléfono que los Kong liberaron en Cuarenta y tres y Ocho.

– Llámame en cuanto llegues allí.

– Bien. Ocurre algo grande, ¿no?

– Muy grande -sentencié.

Dejé la puerta del dormitorio abierta para poder oír el teléfono si sonaba y volví a la sala de estar. Peter Khoury estaba en la ventana mirando el océano. No habíamos hablado mucho durante el viaje, pero me dijo que no bebía ni consumía droga desde aquella reunión.

– Así llevo cinco días -dijo.

– Eso es magnífico.

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