Si ese día nos hubiéramos cruzado en la calle con Yuri Landau, no creo que lo hubiéramos mirado dos veces. Debía de sentirse cómodo allí, como alguna vez debió de sentirse en las calles de Kiev o de Odesa. Era un hombre corpulento, de ancho torso, con una cara que podría haber servido de modelo para un obrero idealizado en uno de aquellos murales de los días del realismo socialista. Una frente ancha, pómulos altos, planos faciales de ángulos afilados y una mandíbula prominente. Su cabello lacio era de color castaño; solía sacudir la cabeza para quitarse el pelo de la cara. Se acercaba a los cincuenta años y llevaba diez en los Estados Unidos. Había venido con su esposa y su niña de cuatro años, Ludmilla. En la Unión Soviética se dedicaba a una especie de comercio en el mercado negro, y en Brooklyn se volcó con facilidad en varias empresas marginales y, antes de que pasara mucho tiempo, estaba traficando con narcóticos. Le había ido bien, por supuesto, pues ése es un negocio en el que nadie pierde. Si no te matan ni te meten preso, generalmente te va bien.
Cuatro años antes le habían diagnosticado a su esposa un cáncer de ovarios, ya con metástasis. La quimioterapia le había prolongado la vida durante dos años y medio. Esperaba vivir lo suficiente para ver ingresar a su hija en el instituto, pero murió en el otoño. Ludmilla, que ahora se llamaba Lucía, ingresó en primavera y ahora cursaba el primer año en la academia Chichester, un pequeño colegio superior privado para niñas, situado en Brooklyn Heights. La cuota era alta, pero también lo eran las exigencias académicas, y Chichester tenía excelentes antecedentes en cuanto a ingresar a sus alumnas en las universidades de la Ivy League, así como en universidades femeninas tales como Bryn Mawr y Smith.
Cuando empezó a avisar a la gente de su oficio para advertirles de la posibilidad de un secuestro, Kenan por poco dejó de llamar a Yuri Landau. No eran íntimos amigos, apenas se conocían, pero, más exactamente, Kenan tal vez lo descartara porque veía a Landau como invulnerable. La esposa del hombre ya había muerto. Ni siquiera pensó en su hija. Sin embargo, hizo la llamada y Landau la asumió como la confirmación de un plan de seguridad que había adoptado la primera vez que envió a Lucía a Chichester. En lugar de dejar que la chica cogiera el metro o el autobús, había dispuesto tener un servicio de automóvil que la recogiera todas las mañanas a las siete y media y la fuera a buscar a Chichester todas las tardes, a las tres menos cuarto. Si quería ir a la casa de una amiga, el servicio de automóvil la llevaría allí. Lucía había sido aleccionada para que llamara al servicio cuando quisiera volver a casa. Si quería ir a cualquier lugar del vecindario, habitualmente llevaba el perro con ella. El perro era un braco, en realidad muy dulce, pero que parecía lo bastante feroz para constituir un poderoso factor disuasivo.
Temprano, esa tarde sonó el teléfono en el despacho de la escuela Chichester. Un caballero muy bien hablado explicó que era un ayudante del señor Landau y pedía que la escuela dejara salir a Ludmilla media hora antes debido a una emergencia familiar.
– Ya lo he arreglado con el servicio de automóvil -le aseguró a la mujer con quien habló- y tendrán un vehículo esperándola frente a la escuela, a las dos y cuarto. Aunque tal vez no sea el coche y el chófer que la trajo esta mañana -agregó.
Si había alguna duda, ella no debía llamar a la residencia del señor Landau, pero podía llamarle a él, el señor Pettibone, al número que iba a darle.
No necesitó llamar a ese número porque no hubo problema en cumplir su deseo. Mandó llamar a Lucía (en la escuela nadie la conocía como Ludmilla) al despacho y le dijo que saldría antes. A las dos y diez la mujer miró por la ventana y vio que una furgoneta verde oscuro estaba estacionada frente a la entrada de la escuela, en Pineapple Street. Era muy distinta de los turismos GM último modelo que siempre traían a la chica por la mañana y se la llevaban por la tarde, pero era obviamente el vehículo correcto. El nombre y dirección del servicio de automóvil se veían claramente en letras blancas a un costado: Chaverim Livery Service, con una dirección en Ocean Avenue. Y el chófer, que dio la vuelta a la furgoneta para abrirle la puerta a Lucía, llevaba la cazadora azul y la gorra habitual de los chóferes.
Por su parte, Lucía subió a la furgoneta sin vacilación. El chófer cerró la puerta, rodeó el vehículo, se sentó al volante y se dirigió a la esquina de Willow Street, punto en el cual la mujer dejó de mirar.
A las tres menos cuarto salieron de la escuela el resto de alumnos, y pocos minutos después apareció el chófer habitual de Lucía en el Oldsmobile Regency Brougham gris en el que la había llevado a la escuela esa mañana. Esperó pacientemente junto al bordillo de la acera, sabiendo que por rutina ella tardaba hasta quince minutos en abandonar el edificio. Hubiera esperado todo ese tiempo y más sin quejarse, pero una de las condiscípulas de Lucía lo reconoció y le dijo que debía de haber cometido un error.
– Porque la hicieron salir más temprano -dijo-. La recogieron hace una media hora.
– ¡Vamos! -dijo el chófer, creyendo que le estaba gastando una broma.
– ¡Es cierto! Su padre llamó a la secretaria y uno de los coches de ustedes vino y la recogió. Pregúntele a la señorita Severance si no me cree.
El conductor no entró a confirmar esto con la señorita Severance. Si lo hubiera hecho, esa mujer hubiera llamado casi con seguridad a la residencia Landau y muy posiblemente a la policía. Pero utilizando su propia radio llamó a la secretaria de la oficina de Ocean Avenue para preguntarle qué mierda pasaba.
– Si necesitabas que la recogieran temprano -bramó- me podrías haber mandado a mí. O si no pudiste dar conmigo, por lo menos debías avisarme para ahorrarme venir hasta aquí.
Por supuesto que la chica no sabía de qué estaba hablando el chófer. Cuando llegó al quid de la cuestión, supuso lo único que tenía sentido para ella, que por alguna razón Landau había llamado a otro servicio de automóvil. Habría podido dejarlo pasar. Tal vez todas sus líneas estaban ocupadas, quizás él tenía prisa, quizás recogió a la chica él mismo y no pudo anular el servicio programado. Pero, evidentemente, algo la turbaba, porque buscó el número de Yuri Landau y lo llamó.
Al principio Yuri no entendía todo aquel alboroto. Así que alguien en Chaverim había cometido un error y fueron dos coches en lugar de uno y el segundo conductor hizo el viaje para nada. ¿Cómo lo llamaban por una cosa así? Luego empezó a darse cuenta de que algo fuera de lo normal estaba ocurriendo. Le sacó a la secretaria toda la información que pudo, le dijo que lamentaba si había habido algún inconveniente y cortó la comunicación.
Enseguida llamó a la escuela y cuando habló con la señorita Severance y escuchó aquella historia de la llamada de su ayudante, el señor Pettibone, ya no le quedó ninguna duda. Alguien se las había arreglado para atraer a su hija fuera de la escuela y meterla en una furgoneta. Alguien la había secuestrado.
Al llegar a este punto la señorita Severance también se lo imaginaba, pero Landau la disuadió de llamar a la policía. Se las arreglaría mejor en forma privada, le dijo, improvisando a medida que hablaba.
– Los parientes por parte de su madre son ortodoxos, tanto que se les podría considerar fanáticos de su religión. Me han estado fastidiando para que la saque de Chichester y la mande a algún colegio judío en Borough Park. No se preocupe por nada, estoy seguro de que volverá mañana sin falta.
Luego colgó el auricular y empezó a temblar. Tenían a su hija. ¿Qué querían? Les daría lo que quisieran a los hijos de puta, les daría todo lo que tuviera, pero ¿quiénes eran y, en el nombre de Dios, qué querían?
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