La charla versaba sobre el undécimo paso, el que se refiere a tratar de conocer la voluntad de Dios por medio de la oración y la meditación, lo cual hizo que la mayor parte de la discusión fuese inexorablemente espiritual. Cuando salí, decidí obsequiarme con un taxi. Dos pasaron de largo y cuando un tercero frenó, una mujer vestida con un traje sastre y una corbata rizada me empujó con un codazo y me lo quitó. Yo no había orado ni meditado, pero no me preocupé mucho por calcular cuál habría sido la voluntad de Dios al respecto. Él quería que yo volviera a casa en metro.
Tenía mensajes para telefonear a John Kelly, Drew Kaplan y Kenan Khoury. Me pareció que era demasiada gente con la misma inicial, y eso que no había tenido noticias de los Kong todavía. Había un cuarto mensaje de uno que no había dejado nombre sino sólo un número. Con toda perversidad, ésta fue la llamada que efectué primero.
Marqué el número y, en lugar de sonar, respondió con un tono. Pensé que había quedado desconectado y colgué. Lo cogí de nuevo, volví a marcar y, cuando sonó el tono, marqué mi propio número y colgué.
Antes de que pasaran cinco minutos, sonó mi teléfono. Descolgué y TJ estaba al aparato:
– Hola, Matt, amigo mío. ¿Qué pasa?
– Tienes un busca.
– Te sorprendí, ¿eh? Hombre, cobré quinientos dólares, todos de golpe. ¿Qué esperabas que hiciera? ¿Comprar bonos del Tesoro? Tenían una oferta especial. Te daban un teléfono portátil y los primeros tres meses de servicio por ciento noventa y nueve dólares. Si quieres uno, te acompaño a la tienda para asegurarme de que te tratan bien.
– Esperaré un tiempo. ¿Y qué pasa después de los tres meses? ¿Te lo retiran?
– No, es de mi propiedad, hombre. Tengo que pagar un tanto al mes para que siga funcionando. Dejo de pagar, sigo siendo el dueño, pero llamas y no pasa nada.
– No tiene mucho sentido tenerlo, entonces.
– Sin embargo, un montón de tarados los tienen. Los usan todo el tiempo y nunca los oyes sonar porque no han pagado para seguir en funcionamiento.
– ¿Cuál es la cuota mensual?
– Me la dijeron, pero me olvidé. No importa. Tal como me lo supongo, cuando hayan pasado los tres meses me habrás aumentado la paga mensual por tenerme a tu entera disposición.
– ¿Por qué haría yo eso?
– Porque yo soy indispensable, hombre. Pieza clave de tu operación.
– Porque eres muy ingenioso.
– ¿Lo ves? Te estás dando cuenta.
Probé de encontrar a Drew, pero no estaba en su oficina y no quería molestarlo en su casa. No llamé ni a Kenan Khoury ni a John Kelly, pues supuse que podían esperar. Me detuve a la vuelta de la esquina para comer un pedazo de pizza y tomar una Coca-Cola y fui a St. Paul para asistir a la tercera reunión del día. No podía recordar la última vez que había ido a tantas reuniones, pero hacía mucho tiempo.
No era porque me sintiera en peligro de beber. La idea de un trago nunca había estado más lejos de mi mente. Ni siquiera me sentía acosado por problemas ni incapaz de tomar una decisión.
Me daba cuenta de que lo que sí tenía era una sensación de agotamiento. La noche pasada en vela en el Frontenac se cobraba su tributo, aunque sus efectos habían sido muy bien compensados por un par de buenas comidas y nueve horas de sueño ininterrumpido. Había trabajado duro en el caso, había dejado que me absorbiera por completo y ahora estaba agotado.
Lo que no estaba agotado era el caso. Los asesinos no habían sido identificados ni mucho menos aprehendidos. Yo había hecho lo que reconocía como un excelente trabajo detectivesco, que había dado resultados significativos, pero el caso mismo no había llegado a nada que se asemejara a una conclusión. De manera que el agotamiento que sentía no era parte de un glorioso sentimiento de plenitud. Cansado o no, tenía promesas que cumplir y kilómetros que recorrer.
De manera que fui a otra reunión, un lugar seguro y descansado. Hablé con Jim Faber en el intermedio y salí con él al fin de la reunión. El no tenía tiempo para tomar un café, pero lo acompañé la mayor parte del camino hasta su apartamento y terminamos de pie en una esquina charlando durante varios minutos. Luego volví a casa y una vez más no llamé a Kenan Khoury, pero sí a su hermano. Su nombre salió a colación en mi conversación con Jim, y ninguno de los dos recordaba haberlo visto la última semana. De manera que marqué el número de Peter, pero no hubo respuesta. Llamé a Elaine y charlamos unos minutos. Mencionó que Pam Cassidy había llamado para decir que no volvería a llamar. Es decir, que Drew le había dicho que no se pusiera en contacto conmigo o con Elaine por el momento, y ella quería que Elaine lo supiera, para que no se preocupara.
Lo primero que hice a la mañana siguiente fue llamar a Drew. Me contó que todo había ido bastante bien y que había encontrado a Kelly obstinado, pero bastante razonable.
– Si quieres pedir un deseo -sugirió-, pide que el tipo resulte ser rico.
– ¿Kelly? Uno no se hace rico en Homicidios. Allí no hay dinero mal ganado.
– No, no me refiero a Kelly. Hablo de Ray.
– ¿De quién?
– Del asesino -aclaró-. El tío del alambre. ¿Es que no escuchas ni a tu propia cliente?
No era mi cliente, pero él no lo sabía. Le pregunté para qué diablos querríamos que Ray resultara ser rico.
– Para que podamos exprimirlo en un juicio.
– Yo esperaba verlo encerrado para el resto de su vida.
– Sí, yo tengo la misma esperanza -declaró-, pero los dos sabemos lo que puede pasar en un juicio criminal. Pero algo que sé muy bien es que, si por lo menos enjuician al hijo de puta, puedo conseguir un juicio civil y sacarle hasta el último centavo. Pero eso sólo vale la pena emprenderlo si él tiene dinero.
– Nunca se sabe -concluí.
Lo que sí sabía era que no había demasiados millonarios que vivieran en Sunset Park, pero no quería mencionarle Sunset Park a Kaplan y, de todos modos, no tenía ningún motivo para suponer que los dos, o los tres, si estábamos tratando con tres, vivieran allí. Por lo que yo sabía, Ray tenía una suite en el Pierre.
– Sé que me gustaría encontrar a alguien a quien demandar -dijo-. Quizá los hijos de puta hayan usado la furgoneta de alguna firma. Quisiera encontrar a algún demandado colateral en algún punto, la única manera, al menos, de poder conseguirle a ella un arreglo decente. Lo merece, después de lo que pasó.
– Y de esa manera tu trabajo pro bono terminaría siendo lucrativo, ¿no?
– ¿Y qué? No hay nada de malo en eso, pero debo decirte que mi beneficio en esto no es mi principal preocupación. En serio.
– Está bien.
– Es una chica muy buena -dijo-. Dura y valiente, pero tiene su parte inocente, ¿sabes lo que quiero decir?
– Lo sé.
– Y esos hijos de puta realmente se lo hicieron pasar mal. ¿Te mostró lo que le hicieron?
– Me lo contó.
– A mí también me lo contó, pero además me lo enseñó. Uno cree que el conocimiento lo prepara, pero créeme, el impacto visual es apabullante.
– Oye, ¿no te mostró también lo que le queda, para que pudieras apreciar la magnitud de la pérdida?
– Tienes una mente retorcida. ¿Lo sabías?
– Lo sé -admití-. Al menos, eso es lo que todos me dicen.
Llamé a la oficina de John Kelly y me dijeron que estaba en el tribunal. Cuando le di mi nombre, el policía con el que estaba hablando dijo:
– ¡Ah, quería hablar con usted! Deme su número, yo mismo lo localizaré.
Poco después, Kelly se comunicó conmigo y acordamos encontrarnos en un lugar llamado The Docket, en la esquina del ayuntamiento. El lugar era nuevo para mí, pero tenía la atmósfera de otros lugares que conocía en el distrito comercial de Manhattan, bares, restaurantes con una clientela que iba de policías a abogados, y un decorado en el que resaltaban mucho bronce y mucha madera oscura.
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