Cuatrocientos mil dólares y la satisfacción de haber cometido su delito de manera impecable.
Quedaba una sola cosa por hacer. Una llamada telefónica para enviar a Khoury en busca del Ford estacionado. El trabajo está listo, uno arde de placer por el triunfo, pero hay que restregárselo por las narices. ¡Qué tentación usar el propio teléfono, el que está encima de la mesa! Khoury no había llamado a la policía, no se había cubierto las espaldas, se había separado sin demora del dinero, así que ¿cómo iba a saber nunca de dónde procedía la última llamada?
¡Qué diablos…!
Pero no, esperen un momento, lo han hecho todo bien hasta ahora, han sido estrictamente profesionales al respecto, así que ¿por qué estropearlo todo ahora? ¿Qué sentido tenía?
Por otra parte, no hay que ser fanático. Hasta ahora has usado un teléfono distinto para cada llamada y te has asegurado de que cada teléfono que usabas estaba por lo menos a un mínimo de seis manzanas de todos los demás. Para el caso de que hubiera un rastreo, para el caso de que detectaran uno de esos teléfonos.
Pero no lo hicieron. Eso ya está claro. No hicieron nada de eso, así que no hace falta tener ninguna precaución más de las que las circunstancias requieren. Usar un teléfono público sí, hacer por lo menos eso, pero usar el más conveniente de los alrededores, el que fue tu primera elección, aquel por el cual hiciste tu primera llamada.
Ya que estás allí, lávate la ropa, has estado haciendo un trabajo sangriento, te la has ensuciado, entonces ¿por qué no echar una carga de ropa sucia en la máquina?
No, eso sería difícil. No con cuatrocientos billetes de gran valor esperándote en la mesa de la cocina. No lavarías esa ropa. Te desharías de ella y comprarías ropa nueva.
Recorrí a pie, de arriba abajo, todas las calles a lo largo de dos manzanas desde la lavandería automática, trabajando en el marco del rectángulo formado por las Cuarta y Sexta Avenidas y las Calles 48 y 52. No creía estar buscando nada en particular, aunque probablemente hubiera mirado dos veces las furgonetas de reparto azules con rótulos en los costados. Lo que más deseaba era tantear el vecindario y ver si algo me llamaba la atención.
El barrio era socioeconómica y étnicamente variado, con casas desparramadas y desconchadas por el descuido y otras engalanadas por sus nuevos y pujantes propietarios, para habitarlas como casas unifamiliares. Había manzanas de casas en hilera, algunas todavía cubiertas con un desvencijado acolchado de piezas de aluminio y asfalto, otras despojadas de esa mejora, con los ladrillos vueltos a pintar. También había manzanas de casas aisladas de madera, con pequeños espacios de césped. Algunos de esos lugares cubiertos de césped se usaban para guardar el coche, mientras que otras tenían caminos para coches y garajes cerrados. En todas partes vi mucha vida callejera, muchas madres con niños pequeños, muchos chicos furiosamente llenos de energía, muchos hombres arreglando sus coches o sentados en los pórticos, bebiendo de latas que sacaban de bolsas de papel.
Cuando terminé de rastrear las líneas de la cuadrícula, no creía haber llegado a ninguna parte. Pero estaba razonablemente seguro de que había pasado por la casa del crimen.
Un poco más tarde estaba delante de otra casa donde había ocurrido otro asesinato.
Después de una visita al teléfono público situado más al sur, entre la 60 y la Quinta, me trasladé a la Cuarta Avenida, pasé por D'Agostino y llegué a Bay Ridge. Cuando llegué a Senator Street, me llamó la atención estar sólo a un par de manzanas de donde Tommy Tillary había asesinado a su esposa. Me preguntaba si podría encontrarla, después de tantos años, y al principio tuve dificultades, pues la buscaba en una manzana equivocada. Una vez que me di cuenta de mi error, la descubrí de inmediato.
Era algo más pequeña de lo que mi memoria la recordaba, como las aulas de la vieja escuela primaria, pero por lo demás estaba como yo recordaba que era. Me detuve delante de ella y miré hacia la ventana del altillo del tercer piso. Tillary había alojado a su esposa allí arriba, y luego la había bajado y la había matado, buscando que pareciera que la habían asesinado unos asaltantes.
Margaret, ése era su nombre. Me acordé. Margaret, pero Tommy la llamaba Peg.
La había matado por dinero. Ése me ha parecido siempre un motivo muy pobre para matar, pero tal vez yo le dé muy poco valor al dinero y mucho a la vida. Es, les aseguro, un motivo mejor que matar por placer.
Me había encontrado con Drew Kaplan en el transcurso de ese caso. Era el abogado de Tommy Tillary en su primera acusación por asesinato. Más adelante, después de que lo dejaran libre y le volvieran a detener por matar a su amiga, Kaplan le alentó a buscar a algún otro que lo representara. La casa parecía estar en buen estado. Me preguntaba quién sería su propietario, y qué sabría de su historia. Si hubiera cambiado de manos varias veces a través de los años, el propietario actual podría haberse perdido la historia. Pero éste era un barrio muy asentado. La gente tendía a quedarse en el lugar.
Me quedé parado allí unos minutos, pensando en aquellos días de alcohólico. En la gente que yo había conocido, en la vida que yo había llevado.
Hacía mucho tiempo. O no tanto, según como se mire.
– Nunca me imaginé que lo harías así -dijo Kenan-. Llevarlo hasta cierto punto, envolverlo y entregárselo a los policías.
Empecé a explicar de nuevo que estaba seguro de la decisión que había tomado porque me parecía que no contaba con muchas opciones. Las cosas habían llegado a tal extremo que la policía podía seguir pistas diferentes de investigación con mucha más eficiencia de lo que yo podía hacerlo, y yo podía facilitarles la mayor parte de lo que yo había destapado, sin hacer aparecer en la foto ni a mi cliente ni a su esposa muerta.
– Sí, comprendo todo eso -dijo Kenan-. Veo por qué hiciste lo que hiciste. Pero ¿por qué no obligarles a hacer algo del trabajo? Para eso están, ¿no? Lo que pasa es que no lo esperaba, eso es todo. Yo me los imaginaba pisándoles los talones y terminando con una persecución automovilística y un tiroteo o alguna otra mierda como ésa. No sé, tal vez paso demasiado tiempo frente al televisor.
Más bien parecía que pasaba demasiado tiempo en aviones, demasiado tiempo encerrado dentro de casa, demasiado tiempo tomando demasiado café en las habitaciones del fondo y en la cocina. Estaba sin afeitar y su cabello desgreñado reclamaba un corte. Había perdido peso y tono muscular desde la última vez que lo vi, y su rostro atractivo estaba contraído con círculos oscuros debajo de los ojos negros. Llevaba unos pantalones claros de hilo y una camisa de seda de color bronce y mocasines sin calcetines: el tipo de prendas que le daban su sobria elegancia habitual. Pero hoy parecía ajado y hasta casi andrajoso.
– Digamos que la policía los atrapa. ¿Y entonces qué pasa? -preguntó.
– Depende del tipo de caso que puedan establecer. Idealmente, tendrán muchas pruebas que los vinculen con uno o más asesinatos. En caso contrario, se podría ver que uno de los criminales declarase en contra de los demás, a cambio de que se le acuse de un delito menor.
– Convertirlos en delatores, en otras palabras.
– Exactamente.
– ¿Por qué permitir que uno de ellos se declare culpable? La chica es testigo, ¿no?
– Sólo del delito del que fue víctima, y ése es un cargo menor que el de asesinato. La violación y la sodomía forzada son delitos de clase B, que reclaman una sentencia indeterminada que va de los seis a los veinticinco años. Si se puede acusarlos de asesinato en segundo grado, están frente a una cadena perpetua.
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