Empecé a guardarme otra vez el billete, pero su mano fue más rápida y me lo arrancó de entre los dedos.
– No hagas eso, tío, yo no he dicho que no, ¿verdad? Solo quería ajustar un poco las cosas.
Miró a su alrededor por toda la habitación.
– Pero supongo que no eres un tipo rico, ¿no es cierto?
No tuve más remedio que echarme a reír.
– No, no lo soy -le respondí.
También me llamó Chance. Le había preguntado a unas cuantas personas relacionadas con el mundillo del boxeo, y algunos parecían recordar a un padre con su hijo sentados junto al ring el jueves pasado. Nadie se acordaba de haberlos visto antes, ni en Maspeth ni en ningún otro sitio. Yo comenté que el hombre no tenía necesariamente que haber ido con el chico en otras ocasiones, y él me dijo que lo que la gente recordaba era haberles visto a los dos juntos.
– Así que por separado probablemente no los reconocieran -me dijo-. ¿Vas a volver al boxeo mañana por la noche?
– No lo sé.
– También podrías verlo por la tele. Es posible que lo localices si es que vuelve a estar en primera fila.
No hablamos mucho tiempo porque yo quería dejar la línea libre cuanto antes. Colgué y esperé, y Danny Boy Bell fue quien hizo la siguiente llamada.
– Voy a cenar en Poogan's -me dijo-. ¿Por qué no vienes conmigo? Ya sabes lo poco que me gusta comer solo.
– ¿Has conseguido algo?
– Nada importante -aseguró-, pero tendrás que cenar, ¿no? Quedamos a las ocho y media, ¿vale?
Colgué y miré la hora. Eran las cinco. Encendí la tele, vi la cabecera del informativo pero volví a apagarla al darme cuenta de que no le estaba prestando atención. Cogí el teléfono y marqué el número de Thurman. Cuando me respondió el contestador, no dije nada, pero tampoco colgué. Me quedé allí, esperando, con la línea abierta durante unos treinta segundos antes de cortar definitivamente la comunicación.
Cogí el The Newgate Calendar y sonó el teléfono casi de inmediato. Contesté, y enseguida me di cuenta de que era Jim Faber.
– Ah, hola -lo saludé.
– Pareces decepcionado.
– Llevo toda la tarde esperando una llamada -le confesé.
– Descuida, no te entretendré -me dijo-, no tengo nada importante que decirte. ¿Vas a ir a San Pablo esta noche?
– No, no creo, voy a reunirme con alguien a las ocho en la calle Setenta y Dos y no sé cuánto tiempo vamos a estar juntos. De todos modos, fui anoche.
– ¡Qué raro! Estuve buscándote y no te vi.
– Bueno, lo que pasa es que fui al centro, a la calle Perry.
– ¿Ah, sí? Ahí terminé yo el domingo por la noche. Es perfecto, puedes decir lo que quieras y a nadie le importa un bledo. Dije cosas terribles sobre Bev, y luego me sentí muchísimo mejor. ¿Estaba Helen anoche? ¿Te contó lo del atraco?
– ¿Qué atraco?
– El de la calle Perry. Mira, estás esperando una llamada y no quiero entretenerte.
– No, no te preocupes -le dije-. ¿Alguien entró en la calle Perry? ¿Y qué se han llevado? Si ya no tienen ni café.
– Bueno, me temo que no fue un delito especialmente bien planeado. Era su reunión de los viernes por la noche sobre los doce pasos. Estaba hablando un tipo llamado Bruce, no sé si le conoces, y en cualquier caso eso no es lo importante. Estuvo hablando unos veinte minutos, y después un colgado se puso en pie y anunció que había ido a esa reunión un año antes, que había puesto cuarenta dólares en el cesto por error, que tenía una pistola en el bolsillo y que si no recuperaba su dinero iba a empezar a liquidar gente.
– ¡Dios mío!
– Espera, que aún falta lo mejor. Va Bruce y le dice: «Lo siento, no es tu turno, no podemos interrumpir la reunión por esa tontería. Tendrás que esperar al descanso de las nueve menos cuarto». El tipo empezó a decir algo, y Bruce va y coge el martillo que tienen en esa especie de podio, le dice que se siente, llama a otra persona y la reunión continúa.
– ¿Y ese chalado se quedó allí sentado?
– Me imagino que pensó que no le quedaba más remedio. Las reglas son las reglas, ¿no? Después, otro tipo, un tío llamado Harry, se le acercó y le preguntó si quería café o un cigarro, y el colgado va y le dice que sí, que un café le vendría muy bien. «Voy ahora mismo y te traigo uno», le susurró Harry, y lo que hizo fue escaparse y acercarse a la comisaría, creo que hay una bastante cerca.
– Sí, la del Distrito 6, en la Diez Oeste.
– Sí, pues fue a esa, y volvió con un par de agentes que inmovilizaron al loco y se lo llevaron. «Espera un momento», dijo. «¿Dónde están mis cuarenta dólares? ¿Y dónde está mi café?» Estas cosas solo pasan en la calle Perry.
– Qué va, esas cosas pasan en todas partes.
– Pues no estoy yo tan seguro. No me imagino una reunión del Upper East Side en la que se pusieran a distraer al hijo de puta y después intentasen encontrarle un apartamento. Bueno, no te entretengo más; sé que estás esperando una llamada, pero tenía que contártelo.
– Y te lo agradezco -le dije.
Quedarse sentado esperando puede volver loco a cualquiera, pero la verdad es que no quería ir a ninguna parte. Sabía que me iba a llamar y no quería perder la llamada.
El teléfono sonó a las seis y media. Lo cogí y saludé, pero no hubo respuesta. Insistí y esperé. Sabía que la comunicación no se había cortado, así que dije hola por tercera vez y entonces sí me colgaron.
Cogí el libro y volví a dejarlo; luego consulté mi cuaderno y marqué el número de Lyman Warriner en Cambridge.
– Sé que le comenté que no iba a pasarle informes sobre mi trabajo -le dije-, pero quería que supiera que hemos hecho algunos progresos. Tengo una idea bastante clara de lo que ocurrió.
– Es culpable, ¿verdad?
– Me temo que no hay lugar a dudas -le confirmé-. Yo no las tengo y él tampoco.
– ¿Cómo que él tampoco?
– Lleva algo dentro, no sé si es culpa, miedo o las dos cosas. Me acaba de llamar hace un minuto, pero ni siquiera abrió la boca. Tiene miedo de hablar, pero tampoco quiere callárselo, por eso me ha llamado. Estoy convencido de que volverá a hacerlo.
– Parece que espera que se confiese con usted.
– Creo que quiere hacerlo. Y al mismo tiempo estoy seguro de que le da miedo. La verdad es que no sé por qué le he llamado, Lyman. Debería haber esperado hasta que todo esté resuelto.
– No, me alegro de que se haya puesto en contacto conmigo.
– Tengo la impresión de que una vez que las cosas echen a rodar van a ir con bastante rapidez -dije, tras un segundo de duda-. El asesinato de su hermana solo es una pieza del rompecabezas.
– ¿De verdad?
– Eso es lo que parece ahora mismo. Volveré a hablar con usted cuando tenga algo más concreto. Pero, mientras tanto, quería ponerle al día de la marcha de las investigaciones.
Tuve otra llamada a las siete. La cogí, saludé e inmediatamente se oyó un clic que indicaba que habían colgado. Marqué el número del apartamento de Thurman y le devolví la llamada de inmediato. Sonó cuatro veces, y saltó el contestador. Colgué.
A las siete y media volvió a llamarme. Saludé, y al ver que no había respuesta dije:
– Sé quién eres. Puedes hablar con toda confianza.
La única respuesta fue el silencio.
– Ahora tengo que salir -añadí-. Volveré a las diez en punto. Llámame a esa hora.
Podía oír su respiración.
– A las diez en punto -repetí.
Y luego corté la comunicación. Esperé diez minutos por si volvía a llamar con la intención de confesármelo todo, pero no fue así; por el momento, aquel era el final. Cogí mi abrigo y me fui a cenar con Danny Boy.
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