– Bueno, no son más que chorradas y poesía, es el güisqui el que habla. Pero deja que te diga algo. ¿Sabes qué es lo mejor de beber?
– Disfrutar de noches como esta.
– Sí, disfrutar de noches como esta, pero no solo la bebida hace noches como estas. Las hace que uno de nosotros beba y el otro no, y además hay algo más que no soy capaz de explicar.
Se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la mesa.
– No, lo mejor de beber es un momento concreto que solo pasa de vez en cuando. Tampoco sé si le ocurre a todo el mundo. A mí me pasa algunas noches que estoy sentado con la única compañía del vaso y la botella. Tengo que estar borracho, pero no demasiado, ya sabes. Y entonces echo la vista atrás y pienso y no pienso, ¿sabes a qué me refiero?
– Sí, lo sé.
– Y entonces se produce un instante en el que todo se aclara, un momento en el que estoy a punto de entenderlo todo. Mi mente se expande y se envuelve sobre sí misma y abarca toda la creación, y estoy muy cerca de comprenderlo. Y después… -dijo chasqueando los dedos- desaparece. ¿Sabes lo que quiero decir?
– Claro que sí.
– Cuando bebías…
– Sí -afirmé-, me ocurría de vez en cuando, pero ¿sabes una cosa? También me ha pasado estando sobrio.
– ¿De verdad?
– Sí. No muy a menudo, y, desde luego, no en los dos primeros años, pero a veces estoy sentado en la habitación de mi hotel con un libro, leyendo unas cuantas páginas, y me pongo a mirar por la ventana y a pensar en lo que estoy leyendo o en alguna otra cosa, o en nada en absoluto.
– Ya.
– Y entonces me ocurre eso que acabas de describir. Es una especie de revelación, ¿verdad?
– Sí, eso es.
– Pero, una revelación, ¿de qué? No lo puedo explicar. Siempre he dado por sentado que era el alcohol lo que provocaba esas sensaciones, pero cuando me ocurrió estando sobrio me di cuenta de que no podía ser eso.
– Pues ya me has dado algo en qué pensar. Jamás se me habría ocurrido que podría pasar estando sobrio.
– Pues sí puede. Y es exactamente como lo has descrito. Pero te diré algo, Mick. Cuando te ocurre sin haber bebido, y lo ves todo sin ese trozo de cristal ahumado delante de los ojos…
– Ya.
– … y estás a punto de alcanzarlo…, ya estás a punto de lograrlo y después desaparece… -dije, mirándole a los ojos-, se te rompe el corazón.
– Siempre pasa lo mismo -convino-, estés borracho o sobrio, siempre se te rompe el corazón.
Ya era de día cuando él miró a su reloj y se puso en pie. Entró en la oficina y volvió llevando puesto su delantal de carnicero. Era de algodón blanco; estaba deshilachado aquí y allá, después de años de lavado tras lavado; y lo cubría desde el cuello hasta debajo de las rodillas. Estaba cubierto de manchas de sangre de color óxido, como si de un lienzo abstracto se tratase. Unas habían desaparecido casi por completo; otras, en cambio, parecían frescas.
– Vamos -me dijo-, ya es la hora.
No habíamos hablado de aquello ni una sola vez durante la larga noche, pero yo sabía a dónde íbamos y no puse la menor objeción. Caminamos hasta el garaje donde guardaba su automóvil, y bajamos por la Novena Avenida hasta la Catorce. Giramos a la izquierda, y a mitad del bloque dejó el enorme coche en una zona en la que el aparcamiento estaba prohibido, frente a una funeraria. El propietario, Twomey, lo conocía a él y también conocía el coche. No se lo llevaría la grúa ni le pondrían multa.
St. Bernard estaba justo al este del local de Twomey. Seguí a Mick escaleras arriba, y por el pasillo de la izquierda. Entre semana había misa a las siete de la mañana en el altar mayor, pero cuando llegamos ya había empezado. Sin embargo se celebraba otra de menor solemnidad una hora después en una pequeña capilla situada a la izquierda del altar, a la que generalmente asistía un puñado de monjas y otros cuantos feligreses que se paraban para oírla antes de ir al trabajo. El padre de Mick solía hacerlo prácticamente todos los días, y también acudían otros carniceros, aunque no sé si alguien más llamaba a aquella ceremonia la misa de los carniceros.
Mick iba de vez en cuando, de forma más o menos esporádica, aunque había temporadas en las que asistía a diario durante una o dos semanas y después dejaba de hacerlo durante un mes completo. Lo había acompañado a aquella celebración en un montón de ocasiones desde que le conocía. No sabía a ciencia cierta el motivo de su asistencia, y mucho menos el de la mía.
En esta oportunidad fue como en todas las demás. Seguí el servicio religioso en el libro y repetí las oraciones que oía al resto de los feligreses; me puse de pie cuando ellos lo hacían, me arrodillé a la vez que los demás, y repetí las respuestas adecuadas. Cuando el joven sacerdote mostró la Sagrada Forma, Mick y yo nos quedamos en nuestro sitio, pero el resto de la comunidad se acercó a recibir la Comunión.
Una vez fuera, Mick me dijo:
– Mira eso.
Estaba nevando. Unos enormes y suaves copos caían sin cesar. Debía de haber empezado después de que entrásemos en la vieja iglesia. Una fina capa de nieve cubría los peldaños y la calle.
– Vamos -me dijo-, te llevo a casa.
Me desperté hacia las dos de la tarde, después de cinco horas de un sueño inquieto y lleno de pesadillas, la mayoría de ellas solo un grado o dos por debajo del umbral de la consciencia. La gran cantidad de café que tomé durante la velada pudo tener parte de la culpa, sobre todo si tenemos en cuenta que casi todo había ido a parar a un estómago en el que no había entrado nada de comida desde el pastel de espinacas que había tomado en Tiffany's.
Bajé zumbando por las escaleras y le dije al empleado de recepción que podía volver a pasarme las llamadas. El teléfono sonó mientras me encontraba en la ducha. Llamé al vestíbulo para ver quién era, pero el recepcionista me informó de que no habían dejado mensaje.
– También tuvo otras llamadas a lo largo de la mañana -me comentó-, pero tampoco le dejaron mensajes.
Me afeité, me vestí y bajé a desayunar. Había dejado de nevar, pero la nieve aún estaba fresca y blanca en los lugares en los que ni el tráfico humano ni el rodado la habían convertido aún en una pasta oscura y desagradable. Compré el periódico y me lo llevé a la habitación. Lo leí y miré por la ventana la nieve, que había cuajado en los tejados y en los alféizares. Había casi ocho centímetros de espesor, suficiente como para silenciar parte del ruido de la ciudad. Resultaba un bonito espectáculo con el que entretenerme mientras esperaba a que sonase el teléfono.
La primera en ponerse en contacto conmigo fue Elaine, y le pregunté si me había llamado antes. Pero no había sido ella, así que quise saber cómo se encontraba.
– No demasiado bien -me comunicó-. Tengo algo de fiebre y diarrea; parece que mi cuerpo está intentando deshacerse de lo que no necesita, lo cual parece incluir todo salvo los huesos y los vasos sanguíneos.
– ¿No crees que debería verte un médico?
– ¿Para qué? Me dirá que he pillado la mierda esa que hay por ahí, y eso ya lo sé yo. «Tápate bien y bebe mucho líquido», me recomendará. Bien. La cosa es que, ya ves, me estoy leyendo un libro de Borges, ese escritor argentino que es ciego. Bueno, en realidad ya está muerto, pero, por supuesto…
– Pero, por supuesto, no lo estaba cuando lo escribió.
– Exacto. El caso es que su obra es más bien surrealista, hasta un tanto narcótica, diría yo; y la verdad es que ya no sé dónde acaba el libro y dónde empieza la fiebre, ¿me entiendes? Casi todo el tiempo me da la impresión de que este no es el mejor estado para leer este tipo de literatura, pero otras veces creo que es el único modo de hacerlo.
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