Lawrence Block - Un baile en el matadero

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Un baile en el matadero: краткое содержание, описание и аннотация

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Matt Scudder ha pasado muchos de sus días sumergido en el alcohol, dejándose el alma en cada rincón de la Gran Manzana. Hace tiempo perteneció al Departamento de Policía de Nueva York, pero todo aquello ya quedó atrás. Ahora es un detective sin licencia, perseverante y de mente afilada, y no deja que sus obsesiones enturbien la investigación.
Lo acaban de contratar para que demuestre una sospecha: que Richard Thurman, personaje influyente de la vida pública, planeó el brutal asesinato de su esposa, estando ella embarazada. En medio de la investigación aparecerán pistas desconcertantes, aparentemente desligadas del caso, pero todos los misterios acabarán confluyendo para enseñar al detective que una vida joven e inocente puede ser comprada, corrompida y aniquilada.
`Un baile en el matadero` recibió el premio Edgar 1992.

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A partir de aquel momento, vivió dos vidas. Aparentemente no era más que un joven ejecutivo con un prometedor futuro por delante. Tenía un gran apartamento, una mujer rica y un porvenir color de rosa. Pero al mismo tiempo llevaba una vida secreta con Bergen y Olga Stettner.

– Aprendí a entrar y salir de aquel mundo -me dijo-. Igual que se deja el trabajo de la oficina, yo dejaba toda una faceta de mí mismo para cuando estaba con ellos. Los veía una o dos veces por semana. No siempre hacíamos cosas. A veces simplemente nos sentábamos y hablábamos. Pero siempre existía esa energía, esa especie de corriente que fluía entre nosotros. Y después, cerraba el grifo, me marchaba a casa y me comportaba como un marido normal.

Transcurridos unos meses desde que se conocieran, Stettner le dijo que necesitaba su ayuda.

– Lo estaban chantajeando. Habían hecho una cinta. No sé lo que había en ella, pero tenía que ser algo malo ya que el cámara se había guardado una copia y quería cincuenta mil dólares por ella.

– Arnold Leveque -le dije.

Sus ojos se abrieron de par en par.

– ¿Cómo sabes eso? ¿Cuánto sabes?

– Sé lo que le ocurrió a Leveque. ¿Ayudaste tú a matarlo?

Esta vez sí se llevó el vaso a los labios. Se los secó con el dorso de la mano y respondió:

– Juro que no sabía lo que iba a pasar. Me dijo que le daría los cincuenta mil pero que no podía llevárselos él personalmente, que al hombre le daba miedo. Es fácil imaginarse por qué. Aseguró que lo haría en una sola entrega y así se acabaría la cuestión, porque aquel tipo no sería tan tonto como para intentar la misma proeza dos veces.

»Hay un restaurante tailandés en la esquina de la Décima Avenida con la calle Cuarenta y Nueve. Me reuní con Leveque allí. Era uno de esos tipos gordos que caminan como patos y que parecen tentetiesos. No hacía más que decirme que sentía lo que estaba haciendo, pero que de verdad necesitaba el dinero. Cuanto más lo decía, más despreciable me parecía.

»Le di el maletín y dejé que lo abriese. Parecía más asustado aún cuando lo vio lleno de billetes. Se suponía que yo era abogado, eso fue lo que le dijimos, y llevaría un traje de raya diplomática de la marca Brooks. Traté de meter términos legales en la conversación, como si hiciese falta.

»Hicimos el intercambio; yo le dije que podía quedarse con el maletín, pero que no podía dejarle marchar antes de asegurarme de que el casete era el que mi cliente quería. "Mi coche está aparcado cerca", le dije, "y estamos solo a unos minutos de mi oficina; en cuanto haya visto cinco minutos de la cinta podrás marcharte con el dinero".

»Negó con la cabeza. Podría haberse puesto de pie en ese mismo momento y haberse marchado, me dijo, ¿y yo qué habría podido hacer yo? Pero creo que confiaba en mí. Caminamos juntos hasta la mitad de la Undécima Avenida y Bergen nos estaba esperando. Iba a pegarle a Leveque en la cabeza y nos íbamos a marchar de allí con el dinero y la cinta.

– Pero no fue eso lo que ocurrió.

– No -me dijo-. Antes de que Leveque pudiese reaccionar, Bergen ya le estaba pegando. Al menos, eso es lo que parecía. Pero entonces vi que tenía una navaja en la mano. Lo apuñaló allí mismo, en mitad de la calle; después lo agarró, lo metió en el callejón y me dijo que cogiese el maletín. Yo lo cogí y entré en la calle mientras él sujetaba a Leveque contra el muro de ladrillos y lo remataba. Leveque se quedó allí mirando. A lo mejor ya estaba muerto, no lo sé. No llegó a hacer el menor ruido.

Después cogieron las llaves de Leveque y registraron su apartamento. Se llevaron dos bolsas llenas de cintas domésticas. Stettner creía que aquel tipo se habría guardado una copia de seguridad del casete que estaba utilizando para sobornarlo, pero resultó que no.

– La mayor parte eran películas grabadas de la tele -dijo Thurman-, sobre todo viejos clásicos en blanco y negro. Había algo de porno, y también algunos programas antiguos de televisión.

Stettner los vio todos personalmente y acabó tirando casi todo a la basura. Thurman no llegó a ver la película que había ayudado a recuperar, la que le había costado la vida a Arnold Leveque.

– Yo sí la vi -le dije-. Salen los dos cometiendo un asesinato, matando a un chaval.

– Me imaginé que tenía que tratarse de algo así. Si no, ¿por qué iban a pagar tal cantidad de dinero por ella? Pero, ¿cómo es posible que tú la hayas visto?

– Leveque tenía una copia que se os pasó por alto. Estaba grabada encima de una película comercial.

– Pues tenía montones de ellas -recordó-. Ni siquiera nos preocupamos de mirarlas, las dejamos allí. Fue muy listo.

Cogió el vaso y volvió a dejarlo sin tocarlo.

– Aunque no le sirvió de mucho.

Los críos eran una parte de la vida de Stettner en la que Thurman nunca estuvo interesado.

– No me gustan los homosexuales -confesó abiertamente-. No forman parte de mi mundo ni nunca lo han hecho. El hermano de Amanda es gay. Nunca le caí bien, ni él a mí. Fue así desde el primer momento. Stettner decía que a él le ocurría lo mismo, que pensaba que los maricas no eran más que pobres pusilánimes, y que el sida era el modo que tenía el planeta de acabar con ellos. «Pero usar a estos chavales no es ningún acto homosexual», solía decir. «Los tomas igual que lo harías con una mujer, eso es todo. Y son tan fáciles de conseguir… Están por todas partes pidiéndote que te los lleves. Y a nadie le importa. Puedes hacer con ellos lo que te dé la gana y nadie te va a pedir cuentas».

– ¿De dónde los sacaba?

– No lo sé. Ya te lo dije. Esa era una parcela de su vida en la que yo tenía mucho cuidado de no participar. A veces lo veía con uno de esos chicos; en ocasiones se lo llevaba por ahí, igual que cuando lo viste en el boxeo la semana pasada. Lo trata como a un hijo, y de pronto un día, dejas de verle. Ni se me hubiera ocurrido preguntarle qué le había pasado.

– Pero lo sabías.

– Ni siquiera pensaba en ello. No era asunto mío, así que ¿por qué iba a planteármelo?

– Pero tenías que saberlo, Richard.

Nunca antes lo había llamado por su nombre de pila. Tal vez aquello contribuyese a que mis palabras atravesasen su armadura. No sé si fue eso, pero desde luego algo funcionó, porque hizo un gesto de dolor con la cara, como si le hubieran pegado un derechazo directo al corazón.

– Supongo que los mataba -confesó.

Yo no dije nada.

– Supongo que ha matado a un montón de gente.

– ¿Y tú?

– Yo nunca he matado a nadie -contestó rápidamente.

– Fuiste cómplice en el asesinato de Leveque. Según la ley, eres tan culpable como si hubieses empuñado tú mismo la navaja.

– ¡Pero si ni siquiera sabía que iba a matarlo!

Lo sabía, igual que sabía lo que había ocurrido con los chicos, pero no quise insistir.

– Sabías que iba a cometer un asalto y un robo -repuse yo-. Eso te hace cómplice, lo cual ya es suficiente para declararte culpable si el delito acaba en muerte. Serías culpable de asesinato aunque Leveque hubiera muerto de un ataque al corazón. A los ojos de la ley, lo eres.

Respiró profundamente un par de veces, y luego me dijo con tono de desánimo:

– Muy bien, ya lo sé. Y podría decirse lo mismo de la chica del sótano, si es que llegó a asesinarla. Supongo que también soy culpable de violación. Ella no se resistió, pero tampoco podríamos decir que me dio su consentimiento.

Se me quedó mirando.

– No puedo defender lo que hice. No puedo justificarlo. No voy a intentar decir que me tenía hipnotizado, aunque fuera verdad, puedes creerme; su modo de engañarme y…, y conseguir que hiciera lo que ellos querían…

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