Donna Leon - Muerte en un país extraño

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Muerte en un país extraño, segunda novela de Donna Leon protagonizada por el comisario Brunetti después de Muerte en La Fenice, arranca con la aparición de un cuerpo en un canal veneciano. El cadáver es el de un ciudadano americano, y Brunetti, resistiendo a presiones superiores debidas a razones políticas, llega a relacionar esta muerte con una trama controlada por el gobierno italiano, el ejército americano y la mafia. Muerte en un país extraño ha sido muy favorablemente acogida en el extranjero por el público y la crítica, dando forma a esta serie traducida a veintitrés idiomas que ha convertido a Donna Leon en una de las más interesantes «damas del crimen».
«Las novelas policíacas de Donna Leon lo tienen todo. Venecia como un hermoso telón de fondo, un estilo deslumbrante y penetrante, y el carisma del comisario Brunetti, que merece ser tan famoso como Maigret.» Bookshelf
«Donna Leon evoca Venecia de un modo tan brillante que los canales respiran en cada página, pero es el calor humano universal el que persiste al cerrar el libro.» The Express on Sunday
«Donna Leon nos pasea por Venecia como James Ellroy por Los Ángeles o Manuel Vázquez Montalbán por Barcelona: con un ojo acostumbrado a detectar lo que pasa al otro lado del espejo.» Le Figaro Magazine
«Un relato fino, matizado y espectacularmente cínico.»

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– Ahora mismo -respondió Brunetti, volviendo del otro lado la hoja que estaba leyendo, para localizar más fácilmente cuando volviera el punto en el que se había quedado. «Después del almuerzo continuaré», pensó, acercándose a la ventana para ver si todavía amenazaba lluvia. Encima de San Lorenzo, el cielo estaba gris y tétrico, y las hojas de los árboles del pequeño campo tremolaban al viento. Brunetti fue al armario a buscar un paraguas. Aquella mañana no lo había traído. Abrió la puerta y miró al revuelto interior: una bota amarilla, una bolsa de plástico llena de periódicos atrasados, dos sobres grandes con forro acolchado y un paraguas rosa. Rosa. De Chiara, que lo había olvidado hacía meses. Si mal no recordaba, tenía estampados unos elefantes gordos y alegres, pero ahora no le apetecía abrirlo para comprobarlo. Bastante malo era ya que fuera rosa. Apartó delicadamente varios objetos con la punta del pie, pero no encontró otro paraguas.

Volvió a la mesa con el paraguas en la mano. Si lo enrollaba en La Repubblica , quedaría bastante disimulado, sólo asomaría el puño y medio palmo de tela rosa. Así lo hizo y, satisfecho con el resultado, salió de su despacho y bajó al de Patta. Llamó con los nudillos, aguardó hasta estar seguro de que su superior había dicho « Avanti » y entró.

Generalmente, al entrar en el despacho, Brunetti encontraba a Patta detrás del escritorio -«entronizado» era la primera palabra que sugería su actitud-, pero hoy estaba sentado en uno de los sillones más pequeños que había delante de la mesa, y tenía a su derecha a un hombre de pelo negro que estaba cómodamente instalado en el otro, con una pierna encima de la otra y una mano colgando del brazo del sillón con un cigarrillo entre el índice y el mayor. Ninguno de los dos se molestó en levantarse cuando entró Brunetti, pero el visitante descruzó las piernas y se inclinó hacia adelante para aplastar el cigarrillo en el cenicero de malaquita.

– Ah, Brunetti -dijo Patta. ¿Esperaba a otra persona? Señaló al hombre que estaba a su lado-. El signor Viscardi. Está en Venecia en viaje relámpago y ha venido a invitarme a la cena de gala que da en el palazzo Pisani Moretta la semana próxima. Le he pedido que se quedara un momento, porque he pensado que le gustaría cambiar impresiones con usted.

Viscardi se puso en pie y se acercó a Brunetti con la mano extendida.

– Deseo darle las gracias, comisario, por su interés en el caso.

Como había observado Rossi, el hombre se comía las «erres», como solían hacer los milaneses. Era alto, con ojos de color castaño oscuro, de mirada tierna y sonrisa plácida y relajada. Debajo del ojo izquierdo tenía la piel ligeramente más clara, como retocada con maquillaje.

Brunetti le estrechó la mano y devolvió la sonrisa.

– Por desgracia, hasta el momento no hemos adelantado mucho, Augusto -prosiguió Patta-, pero confío en que pronto sabremos algo de tus cuadros. -Brunetti tomó nota del tuteo, tal como supuso que se esperaba de él. Con el debido respeto.

– Así lo espero. Mi esposa está muy encariñada con esos cuadros. Sobre todo, con el Monet. -Oyéndole, se diría que hablaba del entusiasmo que sienten los niños por sus juguetes. Volvió su atención, y su seducción, hacia Brunetti-. ¿Podría decirme si tiene alguna pista, comisario? Me gustaría poder darle la buena noticia a mi esposa.

– Lamentablemente, hay pocas novedades, signor Viscardi. He pasado a nuestros agentes las descripciones que nos dio de esos hombres y hemos enviado copias de las fotografías de los cuadros a la brigada de Falsificaciones. Pero no hay más. -Sería preferible, pensó Brunetti, que Viscardi no se enterase de los deseos de Ruffolo de hablar con la policía. El visitante sonrió al oír la respuesta.

– ¿Pero no tenían ustedes a un sospechoso? -preguntó Patta-. Recuerdo haber leído en su informe algo de Vianello, de que iba a hablar con él este fin de semana. ¿Qué pasó?

– ¿Un sospechoso? -preguntó Viscardi, con una mirada de interés.

– No era nada -corrigió Brunetti dirigiéndose a Patta-. Una pista falsa.

– Creí que era el hombre de la fotografía -insistió Patta-. Leí su nombre en el informe, pero lo he olvidado.

– ¿No será el hombre del que su sargento me enseñó una foto? -preguntó Viscardi.

– Al parecer, era una pista falsa -objetó Brunetti, mientras sonreía con aire de disculpa-. Se ha comprobado que no pudo tener nada que ver. Por lo menos nosotros estamos seguros de que no tuvo nada que ver.

– Por lo visto, tú tenías razón, Augusto -dijo Patta, llenándose la boca con el nombre de pila. Miró a Brunetti y endureció el tono-: ¿Qué hay de los otros dos hombres de los que tienen las descripciones?

– Desgraciadamente, nada todavía.

– ¿Han investigado…? -empezó Patta, y Brunetti era todo oídos, curioso por descubrir qué sugerencias concretas le haría su jefe-. ¿Han investigado en los medios habituales? -Los subordinados ya sabrían dónde.

– Sí, señor; precisamente por ahí empezamos.

Viscardi se subió un puño almidonado, miró un reluciente disco de oro y dijo a Patta:

– No quiero que por mi causa llegues tarde a tu almuerzo, Pippo.

Nada más oír el diminutivo, Brunetti empezó a repetir mentalmente, como un mantra: Pippo Patta, Pippo Patta, Pippo Patta.

– ¿Almuerzas con nosotros, Augusto? -preguntó, desentendiéndose de Brunetti.

– No, no. Me voy al aeropuerto. Mi mujer me espera para el cóctel y, como ya sabes, tenemos invitados a cenar. -Viscardi debía de haber dicho ya a Patta el nombre de los invitados, porque bastó el mero recuerdo de su mágico poder para que Patta sonriera ampliamente y juntara las manos como si pudiera disfrutar de su presencia aquí, en su despacho, por delegación.

Patta miró su propio reloj, y Brunetti creyó adivinar su pesadumbre por tener que dejar a un hombre rico y poderoso para ir a cenar con otros.

– Sí, tengo que irme ya. No puedo hacer esperar al ministro.

No se molestó en dar el nombre del ministro, y Brunetti se preguntó si lo omitía porque sabía que no le impresionaría o porque imaginaba que no lo conocería.

Patta fue al armario toscano del siglo XV que estaba al lado de la puerta y sacó su Burberry's. Se la puso y ayudó a Viscardi a ponerse su propia gabardina.

– ¿Ya se marcha? -preguntó Viscardi a Brunetti, que respondió afirmativamente-. El vicequestore almuerza en corte Sconta, pero yo subo hacia San Marco, a tomar un barco que me lleve al aeropuerto. ¿Por casualidad va usted hacia allí?

– Vaya, pues sí -mintió Brunetti.

Patta fue delante con Viscardi hasta la puerta de la questura . Allí los dos hombres se estrecharon la mano y Patta se despidió vagamente de Brunetti hasta después del almuerzo. En la calle, Patta se subió el cuello de la gabardina y se alejó rápidamente por la izquierda. Viscardi torció hacia la derecha, se paró un momento para esperar a Brunetti y se encaminó hacia Ponte dei Greci y San Marco.

– Confío en que este caso pueda resolverse rápidamente -expuso Viscardi a modo de introducción.

– Yo también -repuso Brunetti.

– Esperaba que esta ciudad fuera más segura que Milán.

– No son frecuentes los delitos de esta clase -explicó Brunetti.

Viscardi se paró un momento, miró de soslayo a Brunetti y siguió andando.

– Antes de venir a vivir aquí, yo creía que en Venecia no había delitos de ninguna clase.

– Hay menos que en otras ciudades; pero los hay -explicó Brunetti, y agregó-: Y también hay delincuentes.

– ¿Me permite que le invite a una copa, comisario? ¿Cómo dicen ustedes, los venecianos, « un' ombra »?

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