Donna Leon - Muerte en un país extraño

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Muerte en un país extraño, segunda novela de Donna Leon protagonizada por el comisario Brunetti después de Muerte en La Fenice, arranca con la aparición de un cuerpo en un canal veneciano. El cadáver es el de un ciudadano americano, y Brunetti, resistiendo a presiones superiores debidas a razones políticas, llega a relacionar esta muerte con una trama controlada por el gobierno italiano, el ejército americano y la mafia. Muerte en un país extraño ha sido muy favorablemente acogida en el extranjero por el público y la crítica, dando forma a esta serie traducida a veintitrés idiomas que ha convertido a Donna Leon en una de las más interesantes «damas del crimen».
«Las novelas policíacas de Donna Leon lo tienen todo. Venecia como un hermoso telón de fondo, un estilo deslumbrante y penetrante, y el carisma del comisario Brunetti, que merece ser tan famoso como Maigret.» Bookshelf
«Donna Leon evoca Venecia de un modo tan brillante que los canales respiran en cada página, pero es el calor humano universal el que persiste al cerrar el libro.» The Express on Sunday
«Donna Leon nos pasea por Venecia como James Ellroy por Los Ángeles o Manuel Vázquez Montalbán por Barcelona: con un ojo acostumbrado a detectar lo que pasa al otro lado del espejo.» Le Figaro Magazine
«Un relato fino, matizado y espectacularmente cínico.»

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Cerró los ojos y se arrellanó en el banco, saboreando el sol. Cuando los abrió, vio a las dos hermanas Mariani cruzar el campo, con su pelo hasta los hombros, sus tacones altos y sus bocas pintadas. Debían de tener más de setenta años. Ya nadie se acordaba de los detalles, pero todo el mundo conocía la historia. Las hermanas Mariani eran judías. Durante la guerra, el marido de una de ellas las denunció a la policía y fueron deportadas a un campo de concentración. Nadie recordaba ya a cuál: Auschwitz, Bergen-Belsen, Dachau, el nombre era lo de menos. Al terminar la guerra, después de nadie sabía cuántos sufrimientos, las hermanas Mariani regresaron a la ciudad. Y, al cabo de cincuenta años, aquí estaban, atravesando el Campo del Ghetto cogidas del brazo, con sus cintas amarillas en el pelo. Las hermanas Mariani fueron víctimas de una conspiración y experimentaron la maldad humana. No obstante, ahora paseaban con sus vestidos estampados al sol cálido de una apacible tarde veneciana.

Brunetti se daba cuenta de que se había puesto sentimental, y tampoco había necesidad. Estuvo tentado de irse a casa directamente, pero enderezó sus pasos hacia la questura , despacio, sin prisa por llegar.

Encima de la mesa de su despacho encontró una nota: «Tenemos que hablar de Ruffolo, V.». Inmediatamente, bajó a ver a Vianello.

El agente estaba en su sitio, hablando con un muchacho que estaba sentado delante de su mesa.

– Es el comisario Brunetti; él podrá contestar tus preguntas mejor que yo.

El chico se levantó pero no tendió la mano.

– Buenas tardes, dottore . He venido porque él me ha llamado -dijo, dejando que Brunetti adivinara quién era «él».

Era bajo y fornido, con unas manos demasiado grandes para su cuerpo, ya rojas e hinchadas, a pesar de que no tendría más de diecisiete años. Por si no bastaban las manos para delatar su oficio de pescador, el tosco y ondulante acento de Burano lo confirmaba. En Burano, o pescas o haces encajes, y las manos del muchacho excluían la segunda posibilidad.

– Siéntate, siéntate -indicó Brunetti acercando otra silla para sí. Era evidente que la madre del muchacho lo había educado bien, porque no tomó asiento hasta que los dos hombres se hubieron sentado, y entonces se quedó muy erguido en la silla, con las manos en los costados del asiento.

Empezó a hablar en el áspero dialecto de las islas exteriores, que ningún italiano no nacido en Venecia entendería. Brunetti se preguntaba si sabría siquiera el italiano. Pero pronto olvidó su curiosidad lingüística, porque el muchacho decía:

– Ruffolo ha vuelto a llamar a mi amigo, y mi amigo me ha llamado a mí, y como yo había dicho aquí al sargento que si volvía a saber de mi amigo se lo diría, he venido a decírselo.

– ¿Qué dice tu amigo?

– Ruffolo quiere hablar. Está asustado. -Se interrumpió y miró a los dos hombres entornando los ojos, para ver si se habían dado cuenta del desliz, pero como ellos no parecían haberlo advertido, prosiguió-. Quiero decir que mi amigo dice que Ruffolo parecía asustado, pero lo único que este amigo mío me ha dicho es que Peppino quiere hablar con alguien, pero que un sargento no le parece bastante. Quiere hablar con alguien de más arriba.

– ¿Te ha dicho tu amigo por qué quiere hablar Ruffolo?

– No, señor. Pero me parece que es porque su madre se lo ha pedido.

– ¿Tú conoces a Ruffolo?

El chico se encogió de hombros.

– ¿Qué puede haberle asustado?

Esta vez el gesto de los hombros probablemente quería decir que el chico no lo sabía.

– Ruffolo se cree muy listo. Siempre está pavoneándose de la gente que conoció cuando estaba a la sombra y de lo importantes que son sus amigos. Cuando me llamó -prosiguió el chico, olvidándose ya del amigo imaginario- me dijo que quería entregarse, pero que tenía cosas que ofrecer que les interesarían. Que podrían hacer un buen trato.

– ¿No sabes qué cosas son? -preguntó Brunetti.

– No; pero dice que son tres, y que usted ya lo entenderá.

Brunetti lo entendió. Guardi, Monet y Gauguin.

– ¿Y dónde quiere encontrarse con esa persona?

Como si se diera cuenta de pronto de que el amigo imaginario ya no estaba allí para servir de amortiguador entre él y la autoridad, el muchacho miró en derredor; pero el amigo había desaparecido sin dejar rastro.

– ¿Saben la pasarela que hay delante del Arsenale? -preguntó.

Brunetti y Vianello asintieron. Se refería a una franja de cemento, de medio kilómetro, que iba desde los astilleros, situados dentro del Arsenale, hasta la parada del vaporetto de Celestia, a unos dos metros por encima de las aguas de la laguna.

– Ha dicho que estaría allí, en la playa que hay junto al puente, en el lado del Arsenale. Mañana, a medianoche. -Brunetti y Vianello intercambiaron una mirada por encima del cabizbajo muchacho, y Vianello silabeó silenciosamente: «Hollywood.»

– ¿Y con quién quiere hablar allí?

– Con alguien importante. Dice que por eso el sábado no se presentó. No quiere hablar con un simple sargento. -Vianello no pareció molestarse por la alusión.

Brunetti se permitió fantasear un momento, e imaginó a Patta, con su boquilla de ónice, su bastón de paseo y, para defenderse de la niebla nocturna, su gabardina Burberry's con el cuello subido, esperando en la pasarela del Arsenale, mientras las campanas de San Marco daban las doce con su voz profunda. Y, puesto a fantasear, Brunetti imaginó que el que acudía a la cita no era Ruffolo, que hablaba italiano, sino este mocetón de Burano. La imagen se borró mientras los vientos de la laguna se llevaban una cacofonía confusa, en la que se mezclaban el cerrado dialecto del muchacho y el acento siciliano de Patta que le hacía comerse la mitad de las palabras.

– ¿Será bastante importante un comisario? -preguntó Brunetti.

El muchacho levantó la cabeza, sin saber cómo interpretar estas palabras.

– Sí, señor -dijo, decidiendo tomar en serio la propuesta.

– ¿Mañana a medianoche?

– Sí, señor.

– ¿Ha dicho Ruffolo…, ha dicho Ruffolo a tu amigo si llevaría consigo esas cosas?

– No, señor; no ha dicho nada de eso. Sólo que estaría a medianoche en la pasarela, cerca del puente. Al lado de la playa pequeña. -En realidad, según recordaba Brunetti, no era una playa, sino un lugar en el que las mareas habían acumulado junto a uno de los muros del Arsenale arena y grava en cantidad suficiente como para que las botellas de plástico y los zapatos viejos pudieran varar y quedar cubiertos por algas viscosas.

– Si tu amigo vuelve a hablar con Ruffolo, que le diga que allí estaré.

El muchacho, satisfecho de haber cumplido la misión que traía, se levantó, saludó a los dos hombres con envarados movimientos de cabeza y se fue.

– Probablemente va en busca de un teléfono para decir a Ruffolo que hay trato -se burló Vianello.

– Ojalá. No me apetece pasarme una hora en el puente para que luego no se presente.

– ¿Quiere que vaya con usted, comisario? -propuso Vianello.

– Ya me gustaría -dijo Brunetti, consciente de que no tenía fibra de héroe, pero agregó, con sentido práctico-: Aunque me parece que no es buena idea. Tendrá amigos apostados a cada extremo de la pasarela, y no hay un sitio en el que usted pudiera pasar inadvertido. Además, Ruffolo no es un traidor y nunca ha sido violento.

– Podría preguntar por allí si me permiten estar en alguna casa.

– No me parece conveniente. Lo más probable es que él también haya pensado en eso, y tendrá amigos merodeando, ojo avizor. -Brunetti trató de representarse mentalmente los alrededores de la parada de Celestia, pero lo único que recordaba eran bloques de viviendas subvencionadas, una barriada casi sin tiendas ni bares. De no ser por la laguna, nada hubiera indicado que se encontraba en Venecia: todos los apartamentos eran nuevos y adocenados. Lo mismo hubiera podido estar en Mestre o Marghera.

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