– Reserva para las ocho y media. Y pregunta a los niños si quieren venir.
Al fin y al cabo, tenía la sensación de que aquella tarde había vuelto a nacer. ¿Por qué no celebrarlo?
Al llegar al palazzo de los Falier, Brunetti se encontró ante el dilema que siempre le aguardaba en la puerta: utilizar el enorme aldabón de hierro que haría retumbar en el patio el anuncio de su llegada o servirse del prosaico timbre. Optó por este último y, al cabo de un momento, una voz preguntó por el intercomunicador quién era. Él dio su nombre y la puerta se abrió con un espasmo. Empujó la gruesa madera, entró, cerró y cruzó el patio en dirección a la parte del palazzo que daba al Gran Canal. Desde una ventana del primer piso, una doncella uniformada atisbaba al recién llegado. Convencida, al parecer, de que Brunetti no era un facineroso, se retiró. El conde esperaba en lo alto de la escalera exterior que conducía al ala del palazzo que habitaba el matrimonio.
Brunetti sabía que el conde pronto cumpliría los setenta años; sin embargo, al verlo resultaba difícil creer que fuera el padre de Paola. Un hermano mayor, quizá, o un tío joven, pero no un hombre casi treinta años mayor que ella. Lo único que delataba su edad era el pelo, escaso, canoso y muy corto, que orlaba el óvalo reluciente de la cabeza, pero la piel tersa de la cara y el brillo de la mirada disipaban esa impresión.
– Encantado de verte, Guido. Tienes buen aspecto. Vamos al estudio, ¿quieres? -dijo el conde, dando media vuelta y llevando a Brunetti hacia la parte delantera de la casa.
Después de cruzar varias habitaciones, llegaron al estudio, una habitación dominada por una tribuna acristalada que daba al Gran Canal en el punto en que éste describe el arco hacia el puente de la Accademia.
– ¿Una copa? -preguntó el conde mientras iba hacia una consola en la que había una botella de Dom Perignon, ya abierta, en un cubo de plata lleno de hielo.
Brunetti conocía al conde lo suficiente como para saber que no había en esto ni la menor afectación. Si hubiera preferido Coca-Cola, hubiera tenido una botella de plástico de litro y medio en el mismo cubo de hielo, y la hubiera ofrecido a sus invitados con la misma pompa.
– Sí, gracias -respondió Brunetti. De este modo, marcaría el tono para la cena en Al Covo.
El conde sirvió champaña en una copa, agregó un chorro a la suya y dio la primera a Brunetti.
– ¿Nos sentamos, Guido? -solicitó, adelantándose hacia dos butacas situadas de cara al agua.
Cuando estuvieron sentados y Brunetti hubo probado el champaña, el conde preguntó:
– ¿En qué puedo serte útil?
– Me gustaría pedirle información, pero no estoy seguro de cuáles son las preguntas que he de hacer -empezó Brunetti, decidiendo decir la verdad. No podía pedir al conde que no repitiera lo que iba a revelarle: sería un insulto que el conde no perdonaría ni al padre de sus dos únicos nietos-. Me interesa un tal signor Gamberetto de Vicenza que es dueño de una agencia de transportes y, al parecer, también de una empresa constructora. No sé de él nada más que el nombre. Y que quizá esté implicado en un asunto ilegal.
El conde asintió, dando a entender que el nombre le era familiar pero que, antes de manifestarse, prefería esperar a saber qué más deseaba averiguar su yerno.
– También me interesa descubrir en qué medida los militares norteamericanos pueden estar involucrados, primero, con el signor Gamberetto y, segundo, con el vertido ilegal de sustancias tóxicas que parece tener lugar en este país. -Tomó un sorbo de champaña-. Le estaré muy agradecido por todo lo que pueda decirme.
El conde vació la copa y la puso en una mesita de marquetería que tenía a su lado. Cruzó sus largas piernas descubriendo un tobillo enfundado en seda negra y juntó las yemas de los dedos formando una pirámide debajo del mentón.
– El signor Gamberetto es un empresario tan poco recomendable como bien relacionado. Esas dos empresas que has mencionado, Guido, no son las únicas que posee. También es dueño de una gran cadena de hoteles, agencias de viajes y centros de vacaciones, muchos de los cuales no están en este país. Se dice que, últimamente, también tiene intereses en la industria del armamento y se ha asociado con uno de los fabricantes más importantes de Lombardía. Muchas de sus empresas están a nombre de su esposa. El suyo no aparece en ningún papel, ni escrituras, ni contratos. Tengo entendido que la constructora figura inscrita a nombre de un tío suyo, pero no estoy seguro.
»Al igual que la mayoría de nuestros nuevos magnates de la industria -prosiguió el conde-, Gamberetto es curiosamente invisible. No obstante, parece estar mejor relacionado que otros. Tiene amigos influyentes tanto en el partido socialista como en el cristiano-demócrata, lo cual no es una nimiedad, y hace que esté bien protegido.
El conde fue a la consola, volvió sobre sus pasos, llenó las dos copas y de nuevo dejó la botella en el cubo de hielo. Cómodamente instalado en su butaca, prosiguió:
– El signor Gamberetto es del Sur. Su padre, si mal no recuerdo, era conserje de una escuela pública. Por lo tanto, no frecuentamos los mismos círculos y no es fácil que coincidamos. No sé nada de su vida personal.
Bebió un sorbo.
– Por lo que se refiere a tu segunda pregunta, sobre los norteamericanos, me gustaría saber a qué se debe tu curiosidad. -Como Brunetti no respondiera, el conde agregó-: Circulan muchos rumores.
Brunetti no podía sino especular a qué vertiginosas alturas de las finanzas y la política captaba los rumores el conde, pero no hizo comentarios.
El conde hizo girar el pie de la copa entre sus finos dedos. Cuando se convenció de que Brunetti pensaba guardar silencio, prosiguió:
– Ya sé que se les han concedido ciertos derechos extraordinarios, derechos que no están estipulados en el tratado que firmamos con ellos al fin de la guerra. Casi todos nuestros efímeros y diversamente incompetentes gobiernos han creído oportuno ofrecerles trato especial de una u otra índole. Esto, como comprenderás, abarca no sólo cuestiones tales como permitirles salpicar nuestras montañas de silos de misiles y darles acceso a información acerca de cualquier residente de la provincia de Vicenza, sino también consentir que introduzcan en este país todo aquello que les convenga.
– ¿Incluidas las sustancias tóxicas? -preguntó Brunetti.
El conde inclinó la cabeza.
– Eso se rumorea.
– Pero, ¿por qué? Hace falta estar loco para aceptarlas.
– Guido, lo que interesa a los políticos no es obrar con cordura, sino ganar elecciones. -Desechando un tono que él mismo debió de considerar pedante, el conde adoptó un aire más directo y confidencial-. Según los rumores, antes estos cargamentos sólo pasaban por Italia en tránsito, para su trasiego de un medio de transporte a otro. Llegaban de las bases de Alemania, eran cargados en barcos italianos y éstos los llevaban a África o América del Sur, donde nadie hacía preguntas acerca de lo que se arrojaba en la selva, la floresta o el lago. Sin embargo, durante los últimos años la mayoría de esos países han cambiado sus sistemas de gobierno de forma radical, y esas salidas han quedado cortadas, porque nadie está dispuesto a aceptar desechos venenosos. O, si los aceptan, exigen un precio exorbitante. Pero los que reciben el cargamento en este país no quieren dejar de recibirlo, para no perder los beneficios que ello les reporta, simplemente porque no puedan colocarlo fuera.
Así que el cargamento sigue llegando, y se le busca sitio aquí.
– ¿Tanto sabe usted? -preguntó Brunetti, sin esforzarse por ocultar su sorpresa y su indignación.
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