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Donna Leon: Muerte en un país extraño

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Muerte en un país extraño, segunda novela de Donna Leon protagonizada por el comisario Brunetti después de Muerte en La Fenice, arranca con la aparición de un cuerpo en un canal veneciano. El cadáver es el de un ciudadano americano, y Brunetti, resistiendo a presiones superiores debidas a razones políticas, llega a relacionar esta muerte con una trama controlada por el gobierno italiano, el ejército americano y la mafia. Muerte en un país extraño ha sido muy favorablemente acogida en el extranjero por el público y la crítica, dando forma a esta serie traducida a veintitrés idiomas que ha convertido a Donna Leon en una de las más interesantes «damas del crimen». «Las novelas policíacas de Donna Leon lo tienen todo. Venecia como un hermoso telón de fondo, un estilo deslumbrante y penetrante, y el carisma del comisario Brunetti, que merece ser tan famoso como Maigret.» Bookshelf «Donna Leon evoca Venecia de un modo tan brillante que los canales respiran en cada página, pero es el calor humano universal el que persiste al cerrar el libro.» The Express on Sunday «Donna Leon nos pasea por Venecia como James Ellroy por Los Ángeles o Manuel Vázquez Montalbán por Barcelona: con un ojo acostumbrado a detectar lo que pasa al otro lado del espejo.» Le Figaro Magazine «Un relato fino, matizado y espectacularmente cínico.»

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Donna Leon Muerte en un país extraño Comisario Guido Brunetti 02 Título - фото 1

Donna Leon

Muerte en un país extraño

Comisario Guido Brunetti 02

Título original: Death in a Strange Country

Traducción del inglés: Ana Maria de la Fuente

APeggy Flynn

Volgi intorno lo sguardo, o sire, e

vedi qual strage orrenda nel tuo

nobil regno, ja il crudo mostro. Ah

mira allagate di sangue quelle

pubbliche vie. Ad ogni passo vedrai

chi geme, e Valma gonfia d'atro

velen dal corpo esala.

Vuelve en torno la mirada, señor, y

contempla el estrago horrendo que en tu

noble reino causa el monstruo cruel. Ah,

mira las calles regadas de sangre.

A cada paso verás a alguien que gime

y el alma impregnada

de atroz veneno del cuerpo exhala.

Mozart, Idomeneo

CAPÍTULO I

El cuerpo flotaba boca abajo en la sucia agua del canal. Bajaba la marea, arrastrándolo lentamente hacia la laguna que se abría al extremo. La cabeza golpeó varias veces la escalera cubierta de verdín del embarcadero, frente a la basílica de Santi Giovanni e Paolo, se encalló un momento, los pies describieron un arco, con la delicadeza de un paso de ballet, y el cuerpo siguió su deriva hacia las aguas libres.

El reloj de la iglesia dio las cuatro de la mañana, y la corriente aminoró su ímpetu, como si las campanadas así se lo ordenaran.

Poco a poco, el flujo fue bajando hasta llegar a ese momento de absoluta quietud en el que el agua espera que la marea siguiente empiece su turno. Atrapado en la calma, el objeto inanimado se mecía en la superficie, oscuro, invisible. Transcurrió el tiempo en silencio hasta que pasaron dos hombres que hablaban en voz baja y rápida el sibilante dialecto veneciano. Uno empujaba una carretilla cargada de periódicos que llevaba a su quiosco; el otro iba a empezar su jornada de trabajo en el hospital que ocupaba todo un lado del extenso campo.

Fuera, en la laguna, pasó un bote petardeando y levantando en el canal una ondulación que volvió a empujar el cadáver hacia la pared del embarcadero.

Cuando el reloj dio las cinco, en una de las casas que bordeaban el canal frente al campo una mujer abrió los postigos verde oscuro de su cocina y se volvió a bajar la llama del gas de la cafetera. Medio dormida todavía, puso azúcar en una taza, apagó el gas con un diestro movimiento de la muñeca y echó un grueso chorro de café en la taza. Con ella entre las manos, volvió a la ventana abierta y, como había venido haciendo durante décadas, miró la gigantesca estatua ecuestre de Colleoni, antaño el más temible de los generales venecianos y ahora un vecino más. Éste era para Bianca Pianaro el momento más tranquilo del día, y Colleoni, fundido en un eterno silencio de bronce desde hacía siglos, era la compañía ideal para este precioso cuarto de hora de secreta quietud.

La mujer saboreaba a pequeños sorbos el café, cargado y caliente, observando las palomas que ya habían empezado a picotear alrededor de la estatua. Se asomó a mirar el pequeño bote de su marido que oscilaba en el agua verde oscuro al pie de la ventana. Había llovido por la noche y quería comprobar si la cubierta de lona estaba bien puesta. Si el viento la había soltado, Nino tendría que bajar a achicar el agua antes de ir a trabajar. Estiró el cuello para ver bien la proa.

Al principio pensó que era una bolsa de basura que la marea nocturna se habría llevado del muelle. Pero era muy simétrica, rectangular, con un asa a cada lado de un tronco central, como si fuera…

– Oh, Dio -jadeó la mujer, dejando caer la taza al agua cerca del extraño bulto que flotaba en el canal, boca abajo-. Nino, Nino -gritó mientras iba hacia el dormitorio-, en el canal hay un cadáver.

Las mismas palabras, «En el canal hay un cadáver», despertaron a Guido Brunetti veinte minutos después. Se volvió del lado izquierdo, metiendo el teléfono en la cama.

– ¿Dónde?

– En Santi Giovanni e Paolo. Delante del hospital, comisario -respondió el policía, que le había llamado nada más recibirse el aviso en la questura .

– ¿Qué ha ocurrido? ¿Quién lo ha encontrado? -preguntó Brunetti, ya sentado en la cama y con los pies en el suelo.

– No lo sé, señor. Nos ha llamado un tal Pianaro.

– ¿Y se puede saber por qué me llama a mí? -preguntó Brunetti sin disimular la irritación, provocada por los números luminosos que acababa de ver en el despertador: 5:31-. ¿Qué les ha pasado a los del turno de noche? ¿No hay nadie de servicio?

– Todos se han ido a casa. He llamado a Bozzetti, pero su esposa me ha dicho que aún no ha llegado. -La voz del joven policía se hacía más insegura por momentos-. Le llamo a usted, señor, porque como tiene el turno de día… -En efecto, y no entraba de servicio hasta dentro de dos horas y media, recordó Brunetti. Pero no dijo nada.

– Comisario, ¿me oye, señor?

– Le oigo, sí. Es que son las cinco y media.

– Sí, señor; ya lo sé -asintió el joven con un hilo de voz-. Pero no he podido hablar con nadie más.

– Está bien, está bien, ya voy. Envíeme una lancha. Ahora mismo. -Entonces, recordando la hora y la circunstancia de que los del turno de noche ya se habían ido a casa, preguntó-: ¿Hay alguien que pueda pilotarla?

– Sí, señor. Bonsuan acaba de llegar. ¿Le envío a él?

– Sí, ahora mismo. Y llame a todos los del turno de día. Que se reúnan conmigo allí.

– Sí, señor -respondió el joven, con audible alivio por haber encontrado a alguien que asumiera la responsabilidad.

– Llame también al doctor Rizzardi. Dígale que vaya lo antes posible.

– Sí, señor. ¿Algo más?

– Nada más. Pero envíeme la lancha ahora mismo. Y diga a los demás que, si llegan antes que yo, acordonen la zona. Que nadie se acerque al cadáver. -En ese preciso instante, mientras ellos hablaban, ¿cuántos indicios no estarían siendo destruidos, colillas arrojadas al suelo, zapatos que pisoteaban la acera? Sin añadir palabra, Brunetti colgó el teléfono.

En la cama, a su lado, Paola se movió y le miró con un ojo, cubriéndose el otro con un brazo desnudo para protegerlo de la invasión de la luz. Hizo un ruido que tras una larga experiencia el comisario había aprendido a interpretar como una pregunta.

– Un cadáver. En un canal. Ahora vienen a recogerme. Ya te llamaré. -El nuevo ruido con que ella recibió la información era afirmativo. Se puso boca abajo y se quedó dormida inmediatamente; sin duda, era la única persona de toda la ciudad a la que dejaba indiferente que un cadáver apareciera flotando en un canal.

Brunetti se vistió rápidamente, decidió no perder tiempo en afeitarse y fue a la cocina, a ver si había tiempo para un café. Levantó la tapa de la Moka Express y vio que quedaban dos dedos de café de la noche anterior. Aunque detestaba el café recalentado, lo echó en un perol, lo puso sobre la llama alta y esperó a que hirviera. Luego, sirvió el casi viscoso brebaje en una taza, puso tres terrones de azúcar y se lo bebió de un trago.

Sonó el timbre que anunciaba la llegada de la lancha de la policía. Brunetti miró su reloj: las seis menos ocho. Debía de ser Bonsuan; nadie más era capaz de traer la lancha con tanta rapidez. Sacó una chaqueta de lana del armario del recibidor. La mañana de septiembre podía ser fresca, y siempre cabía esperar que hiciera viento en Santi Giovani e Paolo, que quedaba muy cerca de las aguas abiertas de la laguna.

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