Donna Leon - Muerte en un país extraño

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Muerte en un país extraño, segunda novela de Donna Leon protagonizada por el comisario Brunetti después de Muerte en La Fenice, arranca con la aparición de un cuerpo en un canal veneciano. El cadáver es el de un ciudadano americano, y Brunetti, resistiendo a presiones superiores debidas a razones políticas, llega a relacionar esta muerte con una trama controlada por el gobierno italiano, el ejército americano y la mafia. Muerte en un país extraño ha sido muy favorablemente acogida en el extranjero por el público y la crítica, dando forma a esta serie traducida a veintitrés idiomas que ha convertido a Donna Leon en una de las más interesantes «damas del crimen».
«Las novelas policíacas de Donna Leon lo tienen todo. Venecia como un hermoso telón de fondo, un estilo deslumbrante y penetrante, y el carisma del comisario Brunetti, que merece ser tan famoso como Maigret.» Bookshelf
«Donna Leon evoca Venecia de un modo tan brillante que los canales respiran en cada página, pero es el calor humano universal el que persiste al cerrar el libro.» The Express on Sunday
«Donna Leon nos pasea por Venecia como James Ellroy por Los Ángeles o Manuel Vázquez Montalbán por Barcelona: con un ojo acostumbrado a detectar lo que pasa al otro lado del espejo.» Le Figaro Magazine
«Un relato fino, matizado y espectacularmente cínico.»

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– Hay mucha droga en ese barrio -agregó, como si por hablar de ello se pudiera hacer que la droga fuera la causa. Brunetti recordó que la mujer también era dueña de un hotel, por lo que la sola idea del terrorismo tenía que ser para ella causa de pánico y escándalo.

– Sí, Arianna, estamos investigándolo. Gracias. -Mientras hablaba, un espárrago se desprendió del bocadillo y cayó al suelo, delante del hocico de Orso . Y, cuando el primer espárrago desapareció, cayó el segundo. Ya que a Orso le costaba trabajo levantarse, ¿por qué no llevarle el almuerzo a casa?

Brunetti puso en el mostrador un billete de diez mil liras y se guardó el cambio. La mujer no se había preocupado de pulsar el importe en la caja, por lo que la suma no había quedado registrada ni sería gravada. Hacía años que el comisario había dejado de prestar atención a este fraude continuo que se cometía contra el Estado. Allá se las compusieran los de la policía encargada de los delitos tributarios. La ley ordenaba que la mujer registrara el importe de la consumición y le diera un recibo; si él salía del bar sin el recibo, los dos se hacían acreedores a una multa de cientos de miles de liras. Los de delitos tributarios solían apostarse en la puerta de bares, tiendas y restaurantes, atisbaban por el escaparate las transacciones y pedían a los clientes que salían del establecimiento que les enseñaran el recibo. Pero Venecia era una ciudad pequeña, todos los policías le conocían y ninguno le abordaría. A menos que trajeran agentes de fuera y organizaran lo que los periódicos habían dado en llamar un blitz , una operación de peinado de todo el centro comercial, en la que, en un día, se recaudaban millones de liras en multas. En tal caso, si le paraban, les enseñaría la placa y diría que había entrado para ir al aseo.

Aquellos impuestos servían para pagar su sueldo, cierto. Pero eso había dejado de inquietarle, lo mismo, sospechaba, que a la mayoría de sus conciudadanos. En un país en el que la Mafia podía asesinar a su antojo, no pedir el comprobante del pago de una taza de café no era un delito que interesara a Brunetti.

Cuando volvió a su despacho, encontró en la mesa el recado de que llamara a Rizzardi. Así lo hizo y aún pudo encontrar al forense en su despacho de la isla del cementerio.

Ciao , Ettore. Aquí Guido. ¿Qué puede decirme?

– Le eché una ojeada a la dentadura. Trabajo norteamericano. Seis empastes y un puente, a lo largo de varios años, pero no cabe duda sobre la técnica. Todo norteamericano.

Brunetti se guardó de preguntarle si estaba seguro.

– ¿Qué más?

– La hoja del arma criminal tenía dos centímetros de ancho y, por lo menos, quince de largo. La punta penetró en el corazón, tal como yo me figuraba. Pasó entre las costillas sin rozarlas siquiera, de modo que quien lo hiciera sabía que tenía que sostener la hoja perfectamente horizontal. Y el ángulo era perfecto. -El médico hizo una breve pausa y agregó-: Puesto que la herida está en el lado izquierdo, diría que el asesino es diestro o, por lo menos, utilizó la derecha.

– ¿Y de la estatura, puede decirme algo?

– Nada concreto. Pero tenía que estar cerca de la víctima, cara a cara.

– ¿Señales de lucha? ¿Tenía algo en las uñas?

– Nada. Pero tenga en cuenta que ha estado en el agua unas cinco o seis horas, de manera que lo que pudiera tener se habrá disuelto.

– ¿Cinco o seis horas?

– Sí. Yo diría que murió entre las doce y la una de la noche.

– ¿Algo más?

– Nada de particular. Estaba en buena forma física. Bien musculado.

– ¿Comida?

– Comió algo varias horas antes de morir. Probablemente, un bocadillo. Jamón y tomate. Pero no bebió nada, por lo menos nada alcohólico. No tenía alcohol en la sangre y, por el estado del hígado, yo diría que debía de beber poco o nada.

– ¿Cicatrices? ¿Operaciones?

– Tenía una pequeña cicatriz… -empezó Rizzardi, y Brunetti oyó roce de papel-…en la muñeca izquierda, en forma de media luna. Pudo producírsela cualquier cosa. No había sido operado de nada. Tenía vegetaciones y apéndice. Una salud perfecta. -Por el tono de voz de Rizzardi dedujo Brunetti que esto era todo lo que podía decirle el médico.

– Gracias, Ettore. ¿Me enviará un informe por escrito?

– ¿Quiere verlo «Su Superioridad»?

Brunetti sonrió al oír el título que Rizzardi daba a Patta.

– Me lo ha pedido, sí. Aunque no estoy seguro de que vaya a leerlo.

– Pues le pondré tanta jerga médica que, si quiere enterarse de lo que dice, va a tener que llamarme para que se lo descifre. -Tres años antes, Patta se había opuesto a la designación de Rizzardi para el puesto de forense, porque el hijo de un amigo que estaba terminando la carrera de medicina buscaba un empleo del gobierno. Pero Rizzardi, con quince años de experiencia en medicina forense, se había llevado la plaza, y desde entonces él y Patta libraban una batalla de guerrillas.

– Entonces espero leerlo -dijo Brunetti.

– No va a entender ni una palabra. Ni lo intente, Guido. Si tiene alguna duda, llámeme y con mucho gusto procuraré aclarársela.

– ¿Qué me dice de la ropa? -preguntó Brunetti, aunque sabía que ésta no era responsabilidad de Rizzardi.

– Llevaba vaqueros, Levi's. Y una zapatilla Reebok, número cuarenta y dos. -Antes de que Brunetti pudiera decir algo, Rizzardi agregó-: Ya sé, ya sé. Eso no quiere decir que fuera norteamericano. Hoy en día puedes comprar Levis y Reeboks en todas partes. Pero la ropa interior es norteamericana. Las etiquetas están en inglés y dicen: «Made in USA». -El tono de voz del médico cambió denotando una curiosidad insólita en él-: ¿Sus hombres han averiguado algo en los hoteles? ¿Alguna idea de quién era?

– No sé nada. Supongo que aún estarán haciendo llamadas.

– Espero que no tarden en descubrir quién es, para que podamos enviarlo a su casa. No es nada grato morir en un país extraño.

– Gracias por todo, Ettore. Haré todo lo que pueda por averiguar quién era. Y enviarle a su casa.

Brunetti colgó el teléfono. Norteamericano. No llevaba billetero, ni pasaporte, ni documentos de identidad, ni dinero, excepto aquellas monedas. Todo ello parecía indicar que había sido víctima de un atraco callejero, un atraco que se había torcido trágicamente y había acabado en asesinato en lugar de robo. Y el ladrón tenía un cuchillo y lo había utilizado con suerte o con habilidad.

Los delincuentes callejeros de Venecia tenían algo de suerte, pero rara vez tenían habilidad. Solían utilizar el método de robar y correr. En otra ciudad, este caso hubiera podido considerarse un atraco callejero que había acabado mal, pero aquí, en Venecia, no ocurrían estas cosas. ¿Habilidad o suerte? Si había sido habilidad, ¿quién era el habilidoso y por qué había sido necesaria tanta destreza?

Brunetti llamó a la oficina general para preguntar si los hombres habían averiguado algo en los hoteles. En los de primera y segunda categoría sólo faltaba un cliente, un hombre de más de cincuenta años que la noche anterior no había vuelto al Gabriele Sandwirth. Ya habían empezado a preguntar en los hoteles pequeños, en uno de los cuales dijeron que un cliente norteamericano se había marchado la pasada noche, pero la descripción no cuadraba.

Brunetti pensó entonces que quizá la víctima tuviera alquilado un apartamento. En tal caso, podían transcurrir varios días antes de que se denunciara su desaparición, y quizá ni llegara a echársele de menos.

El comisario llamó al laboratorio y preguntó por Enzo Bocchese, el técnico principal. Cuando éste se puso al teléfono, Brunetti preguntó:

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