Donna Leon - Muerte en un país extraño

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Muerte en un país extraño, segunda novela de Donna Leon protagonizada por el comisario Brunetti después de Muerte en La Fenice, arranca con la aparición de un cuerpo en un canal veneciano. El cadáver es el de un ciudadano americano, y Brunetti, resistiendo a presiones superiores debidas a razones políticas, llega a relacionar esta muerte con una trama controlada por el gobierno italiano, el ejército americano y la mafia. Muerte en un país extraño ha sido muy favorablemente acogida en el extranjero por el público y la crítica, dando forma a esta serie traducida a veintitrés idiomas que ha convertido a Donna Leon en una de las más interesantes «damas del crimen».
«Las novelas policíacas de Donna Leon lo tienen todo. Venecia como un hermoso telón de fondo, un estilo deslumbrante y penetrante, y el carisma del comisario Brunetti, que merece ser tan famoso como Maigret.» Bookshelf
«Donna Leon evoca Venecia de un modo tan brillante que los canales respiran en cada página, pero es el calor humano universal el que persiste al cerrar el libro.» The Express on Sunday
«Donna Leon nos pasea por Venecia como James Ellroy por Los Ángeles o Manuel Vázquez Montalbán por Barcelona: con un ojo acostumbrado a detectar lo que pasa al otro lado del espejo.» Le Figaro Magazine
«Un relato fino, matizado y espectacularmente cínico.»

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– Guido, todo lo que yo sé, sea mucho o poco, es de dominio público, por lo menos en calidad de rumor. Podrías averiguarlo fácilmente pasándote un par de horas al teléfono. Pero nadie sabe nada, salvo las personas directamente implicadas, que no son la clase de personas que suelen hablar de estas cosas. Ni son tampoco la clase de personas con las que uno suele hablar.

– Hacerles el vacío en las fiestas no bastará para conseguir que enmienden su conducta -proclamó Brunetti con sequedad-. Ni que desaparezcan las porquerías que ya han desparramado.

– Comprendo tu sarcasmo, Guido, pero mucho me temo que en esta situación está uno impotente.

– ¿Quién es «uno»? -preguntó Brunetti.

– Los que están enterados de lo que hace el Gobierno sin intervenir activamente en ello. Y hay que tomar en consideración la circunstancia de que la responsabilidad no es sólo de nuestro propio Gobierno, sino también del de Estados Unidos.

– Y no digamos de los señores del Sur.

– Ah, sí, la Mafia -asintió el conde, con un suspiro de cansancio-. Se diría que es una trama tejida por los tres, y por ello, tres veces fuerte y, si me permites la advertencia, tres veces peligrosa. -Miró a Brunetti y preguntó-: ¿Hasta dónde estás metido en esto, Guido? -Era evidente su preocupación.

– ¿Se acuerda del norteamericano que fue asesinado hace una semana?

– Ah, sí, el del atraco. Una pena. -Entonces, cansado de su propia pose, el conde apuntó sobriamente-: O mucho me equivoco o has descubierto una relación entre él y el tal signor Gamberetto.

– Sí.

– Tengo entendido que ha habido otra muerte en extrañas circunstancias entre los norteamericanos, una doctora del hospital de Vicenza, ¿no es así?

– Sí. Ella y la primera víctima eran amantes.

– Sobredosis, si mal no recuerdo.

– Asesinato -rectificó Brunetti, sin más explicaciones.

El conde no se las pidió, sino que se quedó en silencio, mirando las embarcaciones que navegaban canal arriba y canal abajo. Al fin preguntó:

– ¿Qué vas a hacer?

– No lo sé -respondió Brunetti, y preguntó a su vez, aproximándose al motivo de su visita-: ¿Usted podría ejercer alguna influencia en este asunto?

El conde meditó largamente la pregunta.

– No estoy seguro de haber comprendido lo que quieres decir con eso, Guido -respondió al fin.

Brunetti, que consideraba que la pregunta estaba ya lo bastante clara, hizo caso omiso de la observación del conde y pasó a relatar los hechos.

– Arriba, en las montañas, cerca del lago Barcis, hay un vertedero clandestino. Los bidones y latas que he visto allí proceden de la base norteamericana de Ramstein, en Alemania, y quizá de otras. Las etiquetas están en inglés y alemán.

– ¿Encontraron el sitio los dos norteamericanos?

– Yo diría que sí.

– ¿Y después murieron?

– Sí.

– ¿Lo sabe alguien más?

– Un oficial de carabinieri que trabaja en la base norteamericana. -No era necesario dar el nombre de Ambrogiani, y Brunetti tampoco consideró pertinente decir al conde que la única persona que sabía algo del asunto, además de ellos, era su única hija.

– ¿Confías en ese hombre?

– ¿Para qué?

– No te hagas el inocente, Guido -exclamó el conde-. Yo trato de ayudarte. -No sin esfuerzo, el conde dominó la impaciencia e insistió-: ¿Confías en que tendrá la boca cerrada?

– ¿Hasta cuándo?

– Hasta que se haga algo al respecto.

– ¿Qué significa eso?

– Significa que esta noche llamaré a ciertas personas para ver qué puede hacerse.

– ¿Para qué?

– Para limpiar ese vertedero y hacer que se lleven esos residuos.

– ¿Que se los lleven adonde? -preguntó Brunetti con voz áspera.

– A otro sitio, Guido.

– ¿A otro sitio de Italia?

Brunetti observó cómo el conde dudaba entre mentirle o no. Finalmente, optando por el no, Brunetti nunca comprendería por qué, dijo:

– Quizá. Pero es más probable que se lo lleven fuera del país. -Antes de que Brunetti pudiera hacer más preguntas, el conde levantó una mano para frenarle-. Guido, compréndelo, no puedo prometer más. Creo que ese vertedero puede limpiarse, pero temo que de ahí no puedo pasar.

– ¿Teme, literalmente?

– Literalmente.

– ¿Por qué?

– Prefiero no decírtelo, Guido.

Brunetti decidió hacer otro intento.

– La causa por la que descubrieron el vertedero fue que un niño se cayó allí y se quemó el brazo con las sustancias que se filtran de esos bidones. Hubiera podido ser cualquier niño. Hubiera podido ser Chiara.

– Guido, por favor, ahora tratas de pulsar la fibra sensible.

Era verdad.

– ¿Es que a usted no le afectan estas cosas? -preguntó, sin poder impedir que la pasión vibrara en su voz.

El conde humedeció la yema del dedo en las gotas de champaña que quedaban en su copa y la pasó por el borde. A medida que aceleraba el movimiento, un sonido agudo y plañidero brotaba del cristal hasta llenar la habitación. Cuando levantó el dedo, el sonido persistió en el aire, lo mismo que el eco de su conversación. El conde miró de la copa a Brunetti.

– Sí que me afecta, Guido, pero no del mismo modo que a ti. Tú has conseguido conservar vestigios de optimismo, incluso a pesar de tu trabajo. Yo, no. Ni respecto a mí y mi futuro, ni a este país y su futuro.

Volvió a mirar el fondo de su copa.

– Me afecta que pasen estas cosas, que nos envenenemos a nosotros mismos y a nuestros descendientes, que deliberadamente destruyamos nuestro futuro, pero no creo, repito, no creo que pueda hacerse algo para remediarlo. Somos una nación de egoístas. Ello fue nuestra gloria y será nuestra perdición, porque no es posible conseguir que nos preocupemos por algo tan abstracto como «el bien común». Los mejores de nosotros podemos sentir ansiedad por nuestras familias, pero como nación somos incapaces de más.

– Me resisto a creerlo -insistió Brunetti.

– Que no lo creas no impide que sea verdad, Guido.

– Su hija tampoco lo cree -insistió Brunetti.

– Es una bendición por la que todos los días doy gracias -murmuró el conde con voz suave-. Quizá eso sea lo mejor que he conseguido en mi vida, que mi hija no comparta mis convicciones.

Brunetti buscaba ironía o sarcasmo en el tono del conde, pero encontró sólo una dolorida sinceridad.

– Dice usted que podría encargarse de que el vertedero quedara limpio, de que se llevasen los residuos. ¿Por qué no puede hacer más?

El conde volvió a dedicar a su yerno aquella sonrisa triste.

– Me parece que ésta es la primera vez en todos estos años que tú y yo hemos hablado, Guido. -Y, cambiando de tono-: Porque hay demasiados vertederos y demasiados Gamberettos.

– ¿Podrá hacer algo respecto a él?

– Ah, ahí no puedo hacer nada.

– ¿No puede o no quiere?

– En ciertas situaciones, Guido, poder y querer vienen a ser lo mismo.

– Sofismas -espetó Brunetti.

El conde rió.

– Tienes razón. Bien, te lo diré de otra manera: prefiero no hacer nada más que lo que te he dicho que haría.

– ¿Y eso por qué?

– Porque no soy capaz de preocuparme por algo que no sea mi familia. -Su tono era terminante; Brunetti no conseguiría más explicaciones.

– ¿Me permite una última pregunta?

– Sí.

– Cuando le llamé para preguntar si podíamos hablar, me dijo si quería hablar de Viscardi. ¿Por qué?

El conde lo miró con involuntaria sorpresa y luego se volvió hacia las embarcaciones del canal. Después de seguir con la mirada a varias de ellas, respondió:

– El signor Viscardi y yo tenemos intereses comunes.

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