Donna Leon - Muerte en un país extraño

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Muerte en un país extraño, segunda novela de Donna Leon protagonizada por el comisario Brunetti después de Muerte en La Fenice, arranca con la aparición de un cuerpo en un canal veneciano. El cadáver es el de un ciudadano americano, y Brunetti, resistiendo a presiones superiores debidas a razones políticas, llega a relacionar esta muerte con una trama controlada por el gobierno italiano, el ejército americano y la mafia. Muerte en un país extraño ha sido muy favorablemente acogida en el extranjero por el público y la crítica, dando forma a esta serie traducida a veintitrés idiomas que ha convertido a Donna Leon en una de las más interesantes «damas del crimen».
«Las novelas policíacas de Donna Leon lo tienen todo. Venecia como un hermoso telón de fondo, un estilo deslumbrante y penetrante, y el carisma del comisario Brunetti, que merece ser tan famoso como Maigret.» Bookshelf
«Donna Leon evoca Venecia de un modo tan brillante que los canales respiran en cada página, pero es el calor humano universal el que persiste al cerrar el libro.» The Express on Sunday
«Donna Leon nos pasea por Venecia como James Ellroy por Los Ángeles o Manuel Vázquez Montalbán por Barcelona: con un ojo acostumbrado a detectar lo que pasa al otro lado del espejo.» Le Figaro Magazine
«Un relato fino, matizado y espectacularmente cínico.»

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Pasó por el lado derecho de la iglesia de San Francesco della Vigna, cortó hacia la izquierda y se dirigió a la parada del vaporetto de Celestia. Vio ante sí la nítida silueta de la pasarela con su barandilla metálica y su escalera, por la que ahora subió. Una vez arriba, en el punto de arranque de la pasarela, miró hacia el puente -en forma de joroba de camello- que se alzaba en el hueco del muro del Arsenale que permitía al barco 5 atravesar la isla e ir a salir al bacino de San Marco.

El puente estaba desierto, lo veía claramente. Ni el mismo Ruffolo sería tan imprudente como para situarse en un lugar visible desde cualquier barco, sabiendo que la policía lo buscaba. Probablemente habría saltado a la pequeña playa que quedaba al otro lado del puente. Brunetti echó a andar hacia el puente, cediendo a una momentánea irritación por encontrarse aquí, deambulando con el frío de la noche, en lugar de estar en casa, en la cama, como una persona sensata. ¿Por qué se habría empeñado el chiflado de Ruffolo en hablar con una persona importante? Si quería ver a una persona importante, que fuera a la questura y hablara con Patta.

Al pasar sobre la primera de las pequeñas playas, de apenas unos metros de largo, Brunetti bajó la mirada, buscando a Ruffolo. Al pálido resplandor de la luna, la vio desierta, sembrada de cascotes cubiertos por una capa de algas cenagosas. El signorino Ruffolo estaba muy equivocado si creía que Brunetti iba a saltar a una de estas playas pringosas para charlar con él. Esta semana ya había perdido un par de zapatos, y no perdería ahora otro. Si Ruffolo quería hablar con él, que subiera a la pasarela o que gritara desde abajo para hacerse oír.

Subió la escalera de un lado del puente de cemento, se quedó un momento arriba y bajó por el otro lado. Frente a él vio la otra pequeña playa. Su parte más alejada quedaba oculta por un saliente del grueso muro de ladrillo del Arsenale que se levantaba a la derecha de Brunetti, hasta una altura de diez metros sobre su cabeza.

A pocos metros de la isla, se paró y llamó en voz baja:

– Ruffolo, soy Brunetti.

No hubo respuesta.

– Peppino, soy Brunetti.

Silencio. Era tan clara la luna que proyectaba sombras, y la parte de la pequeña isla que se encontraba debajo de la pasarela quedaba en la oscuridad. Se veía un pie, un pie calzado con un zapato marrón, y una pierna. Brunetti se asomó a la barandilla, pero seguía viendo sólo el pie y la pierna que desaparecía en la sombra de la pasarela. Escaló la barandilla y se dejó caer sobre el lecho de piedras, resbalando en las algas y amortiguando la caída con las manos. Al levantarse vio el cuerpo más claramente, pese a que la cabeza y los hombros seguían en la sombra. Pero no importaba, porque ya sabía quién era. El caído tenía un brazo extendido hacia el agua. Unas olas minúsculas le lamían delicadamente los dedos. El otro brazo estaba doblado debajo del cuerpo. Brunetti se agachó y le palpó la muñeca, pero no encontró el pulso. La piel estaba fría e impregnada de la humedad de la laguna. Se acercó un paso, situándose bajo la sombra, y puso una mano en el cuello del muchacho. No palpitaba. Cuando se enderezó y volvió a salir al claro de luna, Brunetti vio que tenía sangre en los dedos. Se agachó y agitó la mano rápidamente en el agua de la laguna, un agua sucia que habitualmente le repugnaba.

Se puso en pie y se secó la mano en el pañuelo, sacó del bolsillo una linterna lápiz y volvió a inclinarse bajo la pasarela. La sangre procedía de una gran herida que Ruffolo tenía en el lado izquierdo de la cabeza. Había una roca situada a la distancia justa para que pareciera que, al saltar de la pasarela, el muchacho había resbalado en las algas, caído de espaldas y se había abierto la cabeza. Brunetti estaba seguro de que en la roca habría sangre, sangre de Ruffolo.

Oyó una pisada ligera encima de su cabeza e, instintivamente, se escondió debajo de la pasarela. Al moverse, las piedras y cascotes rechinaron bajo sus pies de un modo que se le antojó ensordecedor. Se agachó con la espalda pegada al muro del Arsenale, cubierto de verdín. Volvió a oír pasos.

– ¿Brunetti?

La voz conocida le disipó el pánico.

– Vianello -exclamó Brunetti saliendo de debajo de la pasarela-, ¿qué diablos hace aquí?

La cabeza de Vianello apareció sobre la barandilla, mirando al lugar en el que estaba Brunetti, rodeado de escombros.

– He venido siguiéndole desde que pasó por delante de la iglesia, hará un cuarto de hora. -Brunetti no había visto ni oído nada, pese a estar convencido de que tenía los sentidos alerta.

– ¿Ha visto a alguien?

– No, señor. Me he quedado ahí abajo, en la parada del barco, leyendo el horario, para dar la impresión de que había perdido el último y no era capaz de averiguar cuándo pasaba el siguiente. Algún pretexto había de tener para estar aquí a estas horas. -Vianello enmudeció bruscamente, y Brunetti comprendió que acababa de ver la pierna que asomaba debajo de la pasarela.

– ¿Es Ruffolo? -preguntó, sorprendido. Era ya demasiado lo que esto se parecía a una película de Hollywood.

– Sí. -Brunetti se apartó del cadáver situándose debajo de Vianello.

– ¿Qué ha pasado?

– Está muerto. Da la impresión de que se ha caído. -Brunetti hizo una mueca al advertir la precisión de sus palabras. Ésta era exactamente la impresión.

El policía se arrodilló y tendió una mano a Brunetti.

– ¿Le ayudo a subir?

Brunetti levantó la cabeza y después bajó la mirada a la pierna de Ruffolo.

– No, Vianello, me quedaré aquí abajo con él. En la parada de Celestia hay teléfono. Pida que nos manden un barco.

Vianello se alejó rápidamente, y Brunetti se asombró del estrépito con que sus pasos resonaban debajo de la pasarela. Con qué sigilo habría llegado, para que Brunetti no le oyera hasta que lo tuvo mismamente encima.

Cuando se quedó solo, Brunetti volvió a sacar la linterna y se inclinó sobre el cuerpo de Ruffolo. El joven llevaba un jersey grueso, sin chaqueta, y no tenía más bolsillos que los del pantalón vaquero. En el de atrás llevaba un billetero que contenía lo habitual: documento de identidad (Ruffolo no tenía más que veintiséis años), permiso de conducir (como no era veneciano, lo había sacado), veinte mil liras y las consabidas tarjetas de plástico y trozos de papel con números de teléfono. Después los repasaría. Llevaba reloj, pero no tenía monedas sueltas en los bolsillos. Brunetti se metió de nuevo la cartera en el bolsillo y se volvió de espaldas al cuerpo. Dirigió la mirada a lo lejos sobre el agua reluciente, hacia las luces de Murano y Burano. El reflejo de la luna estaba quieto en el agua tersa de la laguna sin barcos. Era una lámina plateada que unía el continente a las islas. Recordó algo que Paola le había leído una vez, la noche en que le dijo que estaba embarazada de Raffaele, algo que hablaba de una fina hoja de oro. No; no era fina: era etérea. Así era su amor. Entonces no acabó de entenderlo, emocionado como estaba por la noticia. Pero ahora recordó la imagen, al ver el reflejo de la luna en la laguna: etérea hoja de plata. Mientras Ruffolo, el desdichado Ruffolo, estaba a sus pies, muerto.

El barco empezó a oírse desde muy lejos, pero al poco salía zumbando por Rio di Santa Giustina con la luz azul girando en la cabina de proa. Brunetti hizo señales con la linterna, para guiar al piloto hacia la pequeña playa. El piloto se acercó cuanto pudo. Dos policías se calzaron botas altas y llegaron a la orilla andando. Dieron otro par a Brunetti, que se las puso encima de los zapatos y del pantalón. Esperó a que llegaran los otros, atrapado en la pequeña playa con Ruffolo, la presencia de la muerte y el olor a algas putrefactas.

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