Donna Leon - Muerte en un país extraño

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Muerte en un país extraño, segunda novela de Donna Leon protagonizada por el comisario Brunetti después de Muerte en La Fenice, arranca con la aparición de un cuerpo en un canal veneciano. El cadáver es el de un ciudadano americano, y Brunetti, resistiendo a presiones superiores debidas a razones políticas, llega a relacionar esta muerte con una trama controlada por el gobierno italiano, el ejército americano y la mafia. Muerte en un país extraño ha sido muy favorablemente acogida en el extranjero por el público y la crítica, dando forma a esta serie traducida a veintitrés idiomas que ha convertido a Donna Leon en una de las más interesantes «damas del crimen».
«Las novelas policíacas de Donna Leon lo tienen todo. Venecia como un hermoso telón de fondo, un estilo deslumbrante y penetrante, y el carisma del comisario Brunetti, que merece ser tan famoso como Maigret.» Bookshelf
«Donna Leon evoca Venecia de un modo tan brillante que los canales respiran en cada página, pero es el calor humano universal el que persiste al cerrar el libro.» The Express on Sunday
«Donna Leon nos pasea por Venecia como James Ellroy por Los Ángeles o Manuel Vázquez Montalbán por Barcelona: con un ojo acostumbrado a detectar lo que pasa al otro lado del espejo.» Le Figaro Magazine
«Un relato fino, matizado y espectacularmente cínico.»

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Cuando hubieron hecho las fotografías del cuerpo, levantado el cadáver y llegado a la questura para hacer el informe, ya eran las tres de la madrugada. Brunetti se disponía a irse a casa cuando entró Vianello y le puso encima de la mesa un papel pulcramente mecanografiado.

– Si me hace el favor de firmarlo -dijo-, yo me encargaré de hacerlo llegar a su destino.

Brunetti miró el papel y vio que era un informe detallado de su plan para reunirse con Ruffolo, escrito en tiempo futuro. Miró la parte superior de la hoja y vio que llevaba fecha de la víspera y estaba dirigida al vicequestore Patta.

Una de las normas que Patta había implantado en la questura cuando se hizo cargo de su jefatura hacía tres años era que, antes de las siete treinta de la tarde, los tres comisarios debían dejar encima de su mesa el informe completo del trabajo realizado durante el día y el plan del día siguiente. Puesto que a Patta nunca se le veía en la questura tan tarde ni antes de las diez de la mañana, hubiera sido fácil dejarle el papel encima de la mesa, de no ser porque sólo había dos llaves del despacho de Patta. Una la llevaba él colgada con una cadena de oro del último ojal del chaleco de su terno inglés. De la otra era depositario el teniente Scarpa, un siciliano de Palermo con cara de pocos amigos, ciegamente fiel a su superior. Scarpa estaba encargado de cerrar el despacho a las siete y media de la tarde y abrirlo a las ocho y media de la mañana. También repasaba los papeles que había en la mesa de su superior cuando abría el despacho.

– Se lo agradezco, Vianello -dijo Brunetti, cuando hubo leído los dos primeros párrafos del informe, que explicaba detalladamente los motivos de su entrevista con Ruffolo y por qué consideraba conveniente que Patta estuviera al corriente. Sonrió con cansancio y tendió la hoja a Vianello, sin molestarse en acabar de leer-. Pero me parece que no hay manera de impedir que descubra que hice esto por mi cuenta y riesgo y que no tenía intención de informarle.

Vianello no se movió.

– Usted firme, comisario, que yo me encargaré del resto.

– Vianello, ¿qué piensa hacer con este papel?

En lugar de responder, Vianello dijo:

– Él me tuvo dos años en robos de pisos, ¿no es cierto? A pesar de que me cansé de pedir el traslado. -Golpeó el papel con el índice-. Si usted lo firma, comisario, esto estará en su mesa mañana por la mañana.

Brunetti firmó el papel y lo dio a Vianello.

– Gracias, sargento. Diré a mi mujer que le llame si un día se olvida las llaves.

– A sus órdenes, comisario. Buenas noches.

CAPÍTULO XXV

Aunque no se había acostado hasta más de las cuatro, Brunetti ya estaba en la questura a las diez de la mañana. Encontró en su mesa notas que le informaban de que la autopsia de Ruffolo se haría aquella tarde, que se había comunicado a la signora Concetta la muerte de su hijo y que el vicequestor Patta deseaba ver en su despacho a Brunetti en cuanto llegara.

Patta, ¿en su despacho antes de las diez? Un prodigio digno de ser pregonado por los coros angélicos.

Cuando Brunetti entró en el despacho, Patta levantó la mirada y al comisario le pareció que le sonreía, una ilusión óptica causada sin duda por su falta de descanso.

– Buenos días, Brunetti. Siéntese, por favor. No debía llegar tan temprano, después de sus hazañas de anoche.

¿Hazañas?

– Muchas gracias. Es un placer verle por aquí tan temprano.

Patta hizo como si no le hubiera oído y siguió sonriendo.

– Ha llevado usted muy bien este asunto de Ruffolo. Me alegro de que finalmente lo viera del mismo modo que yo.

Brunetti no podía adivinar de qué le hablaba, y eligió la vía de menor riesgo.

– Muchas gracias.

– Eso lo aclara todo, ¿no? Es verdad que no tenemos una confesión, pero me parece que el procuratore convendrá con nosotros en que Ruffolo quería hacer un trato. Era tan tonto como para llevar encima la prueba, pero estoy seguro de que creía que ayer no harían más que hablar.

En la pequeña playa no había ningún cuadro, de esto Brunetti estaba seguro. Pero podía llevar, bien disimulada, alguna de las joyas de la signora Viscardi. Brunetti únicamente le había registrado los bolsillos, por lo que no podía descartar esta posibilidad.

– ¿Dónde la llevaba? -preguntó.

– En la cartera, Brunetti. No me diga que no la vio. Estaba en la lista de los objetos que llevaba encima cuando encontramos el cuerpo. ¿No se quedó usted a hacer la lista?

– El sargento Vianello se encargó de eso.

– Comprendo. -A la primera señal de lo que parecía un descuido de Brunetti, la actitud de Patta se hizo más afable todavía-. Entonces, ¿no lo vio?

– No, señor; lo lamento, debió de escapárseme. Allí había muy poca luz. -Empezaba a no entender nada. No había joyas en la cartera de Ruffolo, a no ser que hubiera vendido alguna de las piezas por veinte mil liras.

– Los norteamericanos nos enviarán a alguien a examinarlo, pero no creo que quepa la menor duda. Está el nombre de Foster, y dice Rossi que la foto parece suya.

– ¿Del pasaporte?

La sonrisa de Patta era condescendiente.

– El documento militar de identidad.

Claro. Las tarjetas de plástico que estaban en la cartera y que él había vuelto a guardar sin leer.

– Es la prueba concluyente de que lo mató Ruffolo -prosiguió Patta-. El norteamericano haría algún amago. Una estupidez, delante de un cuchillo. Y a Ruffolo, recién salido de la cárcel, debió de entrarle pánico. -Patta sacudió la cabeza, atónito por la temeridad de los criminales.

– Se da la coincidencia de que ayer por la tarde me llamó el signor Viscardi para decirme que era posible que el joven de la foto estuviera en su casa aquella noche. En aquellos momentos, la sorpresa le impidió pensar con claridad. -Patta frunció los labios con gesto de reprobación al agregar-: Y el trato que recibió de sus agentes, comisario, no le ayudó a recordar. -Mudó de expresión, y volvió a florecer la sonrisa-: Pero todo eso es agua pasada, y no parece guardarles rencor. Así pues, tenían razón esos turistas belgas y Ruffolo estaba entre los ladrones. Supongo que no debió de conseguir mucho dinero del norteamericano y pensó en montar una operación más provechosa.

Patta estaba muy comunicativo.

– Ya he hablado con la prensa. Les he dicho que desde el principio no tuvimos ni la menor duda. El asesinato del norteamericano fue fortuito. Ahora, a Dios gracias, así se ha demostrado. -Mientras oía a Patta atribuir tan lisa y llanamente el asesinato de Foster a Ruffolo, Brunetti comprendió que la muerte de la doctora Peters nunca se consideraría más que suicidio.

No tenía más remedio que desafiar al monstruo de la certidumbre de Patta.

– Pero, ¿por qué iba a correr el riesgo de llevar la tarjeta del norteamericano? No lo comprendo.

Patta lo arrolló.

– Él corría más que usted, comisario, de modo que no había peligro de que se la encontraran. O quizá olvidó que la llevaba.

– La gente no suele olvidarse de pruebas que los relacionan con un asesinato.

Patta hizo como si no le oyera.

– He dicho a la prensa que teníamos razones para sospechar de Ruffolo desde el principio, y que por eso quería usted hablar con él. Que probablemente él temía que sospecháramos y pensó que podía hacer un trato con nosotros acerca de un delito menor. O quizá iba a acusar a alguien más de la muerte del norteamericano. Que tuviera en su poder la tarjeta de identidad indica claramente que lo mató él. -Al fin y al cabo, que Brunetti hubiera estado seguro de ello disiparía cualquier duda al respecto-. Porque usted fue a verle por eso, ¿no? Para hablar del norteamericano. -Como Brunetti no respondiera, Patta repitió la pregunta-: ¿No era por eso, comisario?

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