Donna Leon - Muerte en un país extraño

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Muerte en un país extraño, segunda novela de Donna Leon protagonizada por el comisario Brunetti después de Muerte en La Fenice, arranca con la aparición de un cuerpo en un canal veneciano. El cadáver es el de un ciudadano americano, y Brunetti, resistiendo a presiones superiores debidas a razones políticas, llega a relacionar esta muerte con una trama controlada por el gobierno italiano, el ejército americano y la mafia. Muerte en un país extraño ha sido muy favorablemente acogida en el extranjero por el público y la crítica, dando forma a esta serie traducida a veintitrés idiomas que ha convertido a Donna Leon en una de las más interesantes «damas del crimen».
«Las novelas policíacas de Donna Leon lo tienen todo. Venecia como un hermoso telón de fondo, un estilo deslumbrante y penetrante, y el carisma del comisario Brunetti, que merece ser tan famoso como Maigret.» Bookshelf
«Donna Leon evoca Venecia de un modo tan brillante que los canales respiran en cada página, pero es el calor humano universal el que persiste al cerrar el libro.» The Express on Sunday
«Donna Leon nos pasea por Venecia como James Ellroy por Los Ángeles o Manuel Vázquez Montalbán por Barcelona: con un ojo acostumbrado a detectar lo que pasa al otro lado del espejo.» Le Figaro Magazine
«Un relato fino, matizado y espectacularmente cínico.»

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Cuando llegó a Campo Santi Giovanni e Paolo, fue hacia la parte posterior del hospital, sin reparar en nadie. Una vez hubo dejado atrás el departamento de Radiología y enfilado el estrecho corredor que conducía al depósito, ya no pudo seguir abstrayéndose del entorno: en el pasillo había mucha gente, y no circulaba, sino que se agolpaba en grupitos que charlaban animadamente. Había pacientes en pijama y bata, visitantes en ropa de calle y enfermeros y enfermeras con bata blanca. En la puerta del departamento de Patología, Brunetti distinguió un uniforme que le era familiar: allí estaba Rossi, con una mano levantada para contener a la multitud.

– ¿Qué ocurre, Rossi? -preguntó Brunetti, abriéndose paso entre la primera fila de curiosos.

– No lo sé con seguridad, señor. Nos han llamado hará una media hora. Han dicho que una anciana de la residencia de al lado se había vuelto loca y había empezado a romper cosas. Hemos venido Vianello, Miotti y yo. Ellos han entrado y yo me he quedado en la puerta, para impedir que entre la gente.

Brunetti empujó la puerta que guardaba Rossi. Al otro lado, la escena era muy similar a la del pasillo: grupos que charlaban y comentaban. Pero aquí todos llevaban la bata blanca del personal del hospital. Hasta él llegaban palabras y frases sueltas: « impazzita », « terribile », « che paura », « vecchiaccia ». Ello confirmaba lo que había dicho Rossi, pero no daba a Brunetti una idea de lo sucedido.

Fue hacia la puerta de las salas de reconocimiento. Al verle, un enfermero se separó del grupo en el que estaba hablando y le cerró el paso.

– No puede entrar ahí. Está la policía.

– Yo soy de la policía -informó Brunetti, disponiéndose a pasar por su lado.

– No puedo dejarle entrar si no se identifica -insistió el hombre poniendo la mano en el pecho de Brunetti.

La oposición del enfermero volvió a desatar en Brunetti toda la cólera que había sentido ante Viscardi; echó el brazo hacia atrás, cerrando la mano involuntariamente en un puño. El hombre retrocedió, y este movimiento bastó para hacer reaccionar a Brunetti. Abrió la mano, sacó la cartera del bolsillo y mostró su credencial al enfermero. Aquel hombre estaba haciendo su trabajo.

– Sólo trato de cumplir con mi obligación, señor -se disculpó abriendo la puerta a Brunetti.

– Gracias -aceptó el comisario mientras pasaba por delante de él sin mirarle a los ojos.

Dentro vio a Vianello y a Miotti al otro extremo de la habitación. Se inclinaban sobre un hombre que estaba sentado en una silla apretándose la cabeza con una toalla. Vianello tenía la libreta en la mano y parecía estar interrogándole. Cuando se acercó Brunetti, los tres le miraron. Entonces Brunetti reconoció al que estaba sentado: era el doctor Ottavio Bonaventura, el ayudante de Rizzardi. El joven médico le saludó con un movimiento de cabeza, dobló el cuello hacia atrás y cerró los ojos sin apartar la toalla de la frente.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Brunetti.

– Es lo que tratamos de averiguar, comisario -respondió Vianello señalando a Bonaventura con un movimiento de cabeza-. Hace media hora, nos ha llamado una enfermera de ahí fuera -señaló, refiriéndose a la recepción-. Ha dicho que una loca había atacado a un médico y hemos venido inmediatamente. Al parecer, los enfermeros no podían sujetarla, a pesar de ser dos.

– Tres -concretó Bonaventura sin abrir los ojos.

– ¿Qué ha pasado?

– Aún no lo sabemos, comisario. Estamos tratando de averiguarlo. Cuando hemos llegado, ella ya no estaba, pero ignoramos si se la han llevado los enfermeros. Aún no sabemos nada -terminó, sin hacer nada por disimular la irritación. ¿Tres hombres no habían podido con una anciana?

– Dottor Bonaventura -preguntó Brunetti-, ¿puede usted explicarnos lo ocurrido? ¿Se encuentra bien?

Bonaventura asintió ligeramente. Retiró la toalla de la cabeza, y Brunetti vio que tenía un corte profundo que partía del pómulo y desaparecía entre el pelo encima de la oreja. El médico dobló la toalla de manera que quedara a la vista una parte limpia y se la aplicó a la herida.

– Yo estaba sentado a esa mesa -empezó, sin molestarse en señalar la única mesa de la habitación-, despachando papeles, cuando de repente, no sé de dónde, ha aparecido esa mujer, gritando como una loca. Se me ha echado encima agitando algo que traía en la mano, no sé qué, quizá sólo el bolso. Gritaba, pero yo no entendía lo que decía. Quizá de la sorpresa. O del susto. -Volvió a dar la vuelta a la toalla; la herida no dejaba de sangrar.

– Se ha acercado a la mesa, me ha golpeado y se ha puesto a romper papeles. Entonces han entrado los enfermeros, pero estaba frenética, histérica. Ha tirado al suelo a uno y el otro ha tropezado con él. No sé qué ha pasado entonces porque me ha entrado sangre en el ojo. Cuando he vuelto a mirar, ella ya no estaba. Había dos enfermeros en el suelo, y ella se había ido.

Brunetti miró a Vianello, que respondió.

– No, señor. No está ahí fuera. Ha desaparecido. He hablado con dos de los enfermeros, pero no saben nada de ella. Hemos llamado a la casa di riposo , pero no falta ningún residente. Como era la hora del almuerzo han podido contarlos fácilmente.

Brunetti miró otra vez a Bonaventura.

– ¿No tiene idea de quién pudiera ser, dottore ?

– No la había visto nunca. Ni me explico cómo ha podido entrar.

– ¿Estaba usted con algún paciente?

– No; como le he dicho, estaba escribiendo.

Con aquel revuelo y el confuso relato de Bonaventura, Brunetti había olvidado su furor. Ahora, bruscamente, quedó paralizado, helado hasta los huesos, pero no por un sentimiento de cólera.

– ¿Cómo era esa mujer, dottore ?

– Era, sencillamente, una mujer vieja y gruesa, vestida de negro.

– ¿Qué era lo que usted escribía, doctor?

– Ya se lo he dicho, un informe. De la autopsia.

– ¿Qué autopsia? -preguntó Brunetti, aunque no tenía necesidad de preguntar.

– La de ese chico que trajeron anoche. ¿Cómo se llamaba… Rigetti, Ribelli?

– No, dottore ; Ruffolo.

– Eso es. Acababa de terminar. Ya está cosido. La familia tenía que venir a recogerlo a las dos, pero terminé temprano y trataba de hacer el informe antes de empezar con el siguiente.

– ¿Recuerda algo que ella dijera, dottore ?

– Ya le he dicho que no se la entendía.

– Se lo ruego, trate de recordar -solicitó Brunetti esforzándose por mantener la voz serena-. Podría ser importante. Una palabra. Una frase. -Bonaventura no contestaba, y Brunetti apuntó-: ¿Hablaba italiano, doctor?

– Algo parecido. Algunas palabras eran italianas, pero el resto era dialecto, el más cerrado que he oído en mi vida. -Ya no había zonas limpias en la toalla de Bonaventura-. Me parece que vale más que vaya a que me curen esto -añadió.

– Sólo un momento, dottore . ¿Entendió usted alguna palabra?

– Alguna sí, claro. Gritaba: « Bambino, bambino », pero no creo que ese chico fuera su bambino . Esa mujer debía de tener más de sesenta años. -No los tenía, pero Brunetti no creyó necesario sacarlo de su error.

– ¿Entendió algo más, dottore ? -insistió.

Bonaventura cerró los ojos bajo el peso combinado del dolor y el esfuerzo por recordar.

– Decía « Assassino », pero supongo que me lo decía a mí. Me amenazaba con matarme, pero sólo me ha golpeado. Es inconcebible. De su boca no salían palabras, sólo ruido, como de un animal. Me parece que entonces llegaron los enfermeros.

Brunetti se volvió y señaló con un movimiento de cabeza la puerta del depósito.

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