La conversación con él había constituido una tortura. Barbara era muy consciente del peligro de hacer preguntas erróneas (con la excusa de intimar más) que la traicionaran. Para evitarlo, había hablado. Había pocos temas de conversación y aún menos ganas de hablar con él, pero si tenía que convencer a Robin de que abrigaba el sueño de verle tras su regreso a Londres, sabía que debía inyectar un brillo de ilusión en sus ojos y una impaciencia dichosa en su voz. Tenía que mirarle sin pestañear, convencerle de que le quería. Tenía que hacerle hablar, y cuando lo consiguiera, tenía que beber sus palabras, como si fueran el maná que anhelaba.
No era un acto que tuviera perfeccionado. Al final de la cena estaba exhausta. Cuando él recogió la mesa, tenía los nervios a flor de piel.
Dijo que estaba exhausta, que el día había sido muy largo, que necesitaba levantarse temprano por la mañana, que debía estar en el Yard a las ocho y media, y con el tráfico que había… Si no le importaba, se iría a la cama.
A Robin no le importó.
– Has tenido un día agotador, Barbara -dijo-. Te mereces un buen descanso.
La acompañó hasta el pie de la escalera y acarició su nuca a modo de buenas noches.
En cuanto le perdió de vista, Barbara esperó a oír los movimientos reveladores de que había vuelto al comedor o a la cocina. Cuando lo oyó lavar los platos, se deslizó en el cuarto de baño, donde antes había buscado el inhalador de Corrine.
Contuvo el aliento y se movió con el mayor sigilo posible. Rebuscó entre los frascos diseminados en el lavabo y leyó las etiquetas con avidez. Encontró medicamentos para las náuseas, las infecciones, molestias intestinales, diarrea, espasmos musculares e indigestiones, todos ellos prescritos para el mismo paciente: Corrine Payne. El frasco que buscaba no estaba allí. Pero tenía que estar… si Robin era lo que Lynley pensaba.
Entonces, recordó. Robin había dado píldoras a Corrine. Si estaban antes con los demás medicamentos, habría buscado en el lavabo, como ella, hasta encontrarlas. Después de encontrarlas, habría cogido el frasco, sacado dos píldoras y… ¿Qué había he-cho con el jodido frasco? No lo había devuelto al botiquín. No estaba en el lavabo, ni en el canasto. ¿Dónde…? Lo vio sobre la cisterna. Lanzó un grito de triunfo y lo cogió. «Valium», rezaba la etiqueta. Y los consejos al paciente: «Tome una tableta al menor síntoma de tensión.» Y las advertencias habituales: «Puede provocar sueño. No mezclar con alcohol. Atenerse siempre a las instrucciones.»
Devolvió el frasco a donde lo había encontrado. «Ya te tengo», pensó. Regresó a su habitación.
Durante un cuarto de hora hizo los ruidos propios de alguien que se dispone a acostarse. Se tendió sobre la cama y apagó la luz. Esperó cinco minutos, y después caminó hacia la ventana, donde estaba ahora, a la espera de una señal.
Si descubría que estaban allí (y Lynley se lo había asegurado), vería alguna señal, ¿no? Una furgoneta camuflada. Una tenue luz detrás de una cortina, en la casa de enfrente. Un movimiento cerca de los árboles que bordeaban el sendero. Pero no vio nada en absoluto.
¿Cuánto tiempo había pasado desde la llamada de Lynley?, se preguntó. ¿Dos horas? ¿Más? Había telefoneado desde el Yard, pero salían al instante, había dicho. Irían deprisa por la autovía si no encontraban un accidente. Las carreteras rurales que conducían a Amesford eran un poco problemáticas, pero ya tendrían que haber llegado. A menos que Hillier les hubiera interceptado. A menos que Hillier hubiera exigido una completa explicación. A menos que el hijoputa de Hillier les hubiera entorpecido, como de costumbre…
Oyó los pasos de Robin en el pasillo. Corrió a la cama y se arrebujó bajo las mantas. Se obligó a contener el aliento, y se esforzó por oír girar el pomo de la puerta, al abrirse, y sus pasos decididos que cruzaban la habitación.
En cambio, oyó ruidos en el cuarto de baño. Estaba meando como una manguera. Una meada eterna. Después tiró de la cadena, y cuando el sonido se apagó oyó un tintineo reconocible. Píldoras que se agitaban dentro de un frasco.
Oyó la explicación del patólogo con absoluta claridad, como si estuviera con ella en la habitación. «La drogaron antes de ahogarla, lo cual explica por qué no hay marcas significativas en el cuerpo. No pudo oponer resistencia. Estaba inconsciente cuando la sumergieron bajo el agua.»
Barbara se incorporó de un brinco. El niño, pensó. Robin no iba a esperar al periódico de mañana. Iría por el niño esa noche y utilizaría el valium. Apartó las mantas y se precipitó hacia la puerta. La abrió apenas unos centímetros.
Robin salió del cuarto de baño. Fue a la habitación de su madre y abrió la puerta. Miró un momento, en apariencia satisfecho, y se volvió en dirección a Barbara. Esta cerró su puerta. No había pestillo. Tampoco había tiempo de correr a la cama antes de que él llegara. Se quedó inmóvil, con la cabeza apoyada contra la hoja. Rezó. «Pasa de largo, pasa de largo, pasa de largo.» Le oyó respirar al otro lado de la puerta. Llamó con suavidad. Barbara no hizo nada.
– ¿Barbara? -susurró Robin-. ¿Estás dormida? ¿Puedo entrar? Volvió a llamar. Barbara apretó los labios y contuvo el aliento. Un momento después oyó que bajaba por la escalera.
Robin vivía en la casa. Sabía que su puerta carecía de pestillo. Por lo tanto, no había querido entrar, porque de haberlo querido lo habría hecho. Sólo quería asegurarse de que estaba dormida.
Abrió la puerta. Le oyó abajo, en la cocina. Descendió por la escalera con sigilo.
Robin había cerrado la puerta de la cocina, pero no por completo. Barbara la abrió unos centímetros. Oyó, más que vio, abrirse una alacena, el zumbido de un abrelatas eléctrico y el tintineo de metal sobre losa.
Robin pasó ante sus ojos, con un termo rojo en la mano. Rebuscó en una alacena y sacó una pequeña tabla de cortar, sobre la que depositó cuatro tabletas azules. Las convirtió en polvillo con el extremo posterior de una cuchara de madera. Introdujo el polvillo en el termo.
Se acercó a los fogones, donde algo se estaba calentando. Lo removió un momento. Barbara lo oyó silbar por lo bajo. Después vertió el contenido de una olla en el termo, un líquido humeante, sopa de tomate, a juzgar por el olor. Luego tapó el termo y limpió minuciosamente toda huella de su obra. Paseó la mirada por la cocina, palmeó sus bolsillos y sacó las llaves del coche. Salió a la noche, no sin antes apagar las luces de la cocina.
Barbara corrió hacia la escalera y se precipitó hacia su ventana. El Escort de Robin avanzaba en silencio, con las luces apagadas, hacia la carretera. Le verían en cuanto llegara a la calle. Le seguirían.
Miró a derecha e izquierda. Esperó. Vigiló. El coche de Robin se puso en marcha en cuanto tocó la carretera. Encendió los faros y se dirigió hacia el oeste, hacia el pueblo. Pero nadie le siguió. Pasaron cinco segundos. Diez. Quince. Nadie.
– ¡Mierda! -susurró Barbara-. ¡Maldita sea!
Cogió las llaves y bajó por la escalera como una exhalación. Cruzó la cocina y salió a la noche. Subió al Mini y lo encendió con un rugido, dio marcha atrás, bajó por el camino particular y se internó en Burbage Road. Conducía con los faros apagados, en dirección al pueblo. Rezó. Fue alternando las oraciones con las blasfemias.
Ya en el centro del pueblo, frenó donde la carretera se bifurcaba a cada lado de la estatua del rey Alfredo. Si tomaba el ramal de la izquierda, iría al sur, hacia Amesford. El ramal de la derecha conducía al norte, hacia Marlborough y el sendero vecinal que atravesaba el valle de Wootton, Stanton St. Bernard, Allington, y pasaba ante el caballo de yeso espectral que llevaba mil años galopando por las llanuras. Eligió el ramal derecho. Pisó el acelerador. Dejó atrás la comisaría, envuelta en la penumbra, el colmado de Elvis Patel, la oficina de correos. El Mini cruzó como una exhalación el puente que se arqueaba sobre el canal de KennetyAvon.
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