– Pues claro que me parece bien -dijo Robin-. ¿Por qué no me lo iba a parecer? Eres mi mamá, ¿no? ¿Qué esperabas?
Barbara tenía una idea aproximada de lo que Corrine estaba pensando, pero no dijo nada. Estaba más que contenta de entregarla a los cuidados de Robin. Le ayudó a poner en pie a su madre, y luego les ayudó a ambos a subir por la escalera. Robin entró en el dormitorio con ella y cerró la puerta. Barbara oyó sus voces, frágil la de Corrine, tranquilizadora la de Robin, como un padre que calmara a su hijo.
– Mamá, has de ir con más cuidado. ¿Cómo puedo dejarte en manos de Sam si no vas con más cuidado?
En el pasillo, Barbara se arrodilló entre el contenido desparramado del armario de la ropa blanca. Empezó a separar sábanas y toallas. Había llegado a los juegos de mesa, las velas y la inmensa miscelánea que había arrojado antes al suelo, cuando Robín salió del dormitorio de su madre. Cerró la puerta con suavidad.
– Espera, Barbara -dijo cuando vio lo que estaba haciendo-. Yo me ocuparé.
– Soy yo la que armó este follón.
– Eres la que salvó la vida de mi madre. -Se acercó a ella y extendió una mano-. Arriba. Es una orden. -Suavizó sus palabras con una sonrisa-. Si no te importa que te dé órdenes un agente detective novato.
– Muy poco novato, diría yo.
– Me alegro.
Barbara cogió su mano y permitió que la levantara. No había hecho grandes progresos con el desorden.
– Hice lo mismo en su dormitorio -dijo, señalando el suelo con la cabeza-. Supongo que ya lo habrás visto.
– Ya lo ordenaré. Haré lo mismo aquí. ¿Has cenado? -Iba a calentar algo que compré en el colmado.
– No será suficiente.
– No; me basta. De veras. Es un pastel de carne.
– Barbara…
Consiguió que su nombre sonara como un comentario preliminar: en voz baja, en la que vibraba un sentimiento que Barbara fue incapaz de definir.
– Compré el pastel de carne en Elvis Patel -se apresuró a explicar Barbara-. Con un nombre como ése tenía que pararme. A veces creo que tendría que haber nacido en los años cincuenta, porque siempre me he sentido atraída hacia los zapatos de gamuza azul.
– Barbara…
Ella siguió con más decisión.
– Iba a calentarlo en el horno de la cocina. Pero, tu mamá sufrió el ataque. Casi no pude encontrar el inhalador. Tal como he puesto la casa patas arriba, parece…
Vaciló. La expresión de Robin era más concentrada, el tipo de concentración que habría transmitido una enciclopedia de significado no verbalizado a una mujer con más experiencia, pero para Barbara no comunicaba otra cosa que la sensación cautelosa de estar vadeando aguas más profundas de lo que pensaba. Robin pronunció su nombre por tercera vez, y Barbara sintió una oleada de calor en su pecho. ¿Qué coño querían decirle sus ojos? Mejor dicho, ¿qué quería decir cuando pronunciaba su nombre con la misma ternura que ella decía «más nata montada»? Se apresuró a continuar.
– De todos modos, tu madre tuvo el ataque a los diez minutos de que yo llegara, así que no tuve oportunidad de calentar el pastel.
– Te iría bien cenar -dijo Robin-. Y a mí también. -La cogió del brazo, y la suave presión comunicó a Barbara que su intención era guiarla hacia la escalera-. Soy un buen cocinero. He traído costillas de cordero para hacer a la plancha. Tenemos bróculi y unas zanahorias de aspecto muy potable. -Hizo una pausa y la miró a los ojos. Era una especie de desafío, y Barbara no supo cómo interpretarlo-. ¿Me dejas que cocine para ti, Barbara?
Ella se preguntó si «cocinar para ti» era una expresión new age de doble sentido. En ese caso, ignoraba su significado. Se vio obligada a admitir que tenía hambre suficiente para devorar un jabalí, y decidió que no perjudicaría su relación laboral que le dejara pergeñar una cena rápida para ella.
– De acuerdo -dijo.
De todos modos, pensó que aceptaría la cena bajo falsos pretextos si no explicaba a Robin lo que había pasado entre ella y su madre. Era evidente que Robin la consideraba la salvadora de Corrine, y tal vez sentía una tierna gratitud por el papel que había jugado en el drama. Y si bien era cierto que había salvado a Corrine, no podía negar que ella había sido el agent provocateur de la crisis de asma. Robin debía saberlo, Era lo justo. Apartó su mano del brazo y dijo:
– Robin, debemos hablar sobre algo.
Robin aparentó ponerse en guardia. Barbara conocía aquella sensación. «Debemos hablar sobre algo» solía anunciar alguna advertencia, y en aquel caso sólo podía referirse a dos posibilidades: su relación profesional o su relación personal… si es que ésta existía. Quería tranquilizarle de alguna manera, pero carecía de experiencia en conversaciones hombre-mujer, y no quería quedar como una idiota. Habló atropelladamente.
– Hoy he hablado con Celia.
– ¿Con Celia? -Pareció que adoptaba todavía más cautela-. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
Brillante, pensó Barbara. Estaba erigiendo defensas, y sólo había sido un comentario inicial.
– Tuve que verla por el caso…
– ¿Qué tiene que ver Celia con el caso?
– Nada, pero yo…
– Entonces, ¿por qué hablaste con ella?
– Robin. -Barbara tocó su brazo-. Déjame decir lo que tengo que decir, ¿de acuerdo?
Robin parecía incómodo, pero asintió.
– ¿No podemos hablar abajo, mientras preparo la cena? -preguntó.
– No. He de decírtelo ahora, porque es posible que después ya no tengas ganas de cocinar para mí. Puede que sientas la necesidad de dedicar un poco de tiempo esta noche a arreglar las cosas con Celia.
Robin parecía perplejo, pero antes de que pudiera interrogarla, continuó hablando. Explicó lo que había pasado, primero en el banco con Celia y después en Lark's Ha-ven con su madre. Robin lo escuchó todo (con semblante sombrío al principio, un «maldita sea» hacia la mitad, y completo silencio al final). Como transcurrió medio minuto sin que hablara desde que finalizara sus explicaciones, Barbara insistió.
– Lo mejor será que me largue después de cenar. Si tu madre y tu novia se han hecho una idea equivocada…
– No es mi… -Se interrumpió-. Escucha, ¿no podemos hablar de esto abajo?
– No hay nada más que hablar. Arreglemos esto, y luego haré la maleta. Cenaré contigo pero luego me iré. No hay otra alternativa.
Se agachó para reanudar la tarea. Empezó a recoger un Monopoly disperso, cuyas cartas de dinero y propiedades se habían mezclado con los peones de un antiguo juego de Serpientes y Escaleras.
Robin la cogió del brazo para detenerla. Esta vez, su presa era firme.
– Barbara -dijo-. Mírame. -Su voz, al igual que su presa, se había alterado por completo, como si el hombre hubiera relevado al muchacho. Barbara sintió que su pulso se aceleraba, pero obedeció. Robin la ayudó a incorporarse-. Tú no te ves como te ven los demás. Lo observé desde el primer momento. Supongo que no te ves como una mujer, una mujer que puede resultar interesante para un hombre.
«Puta mierda», pensó Barbara.
– Creo que sé quién y qué soy -respondió.
– No lo creo. Si supieras quién y qué eres, no me habrías contado lo que mamá y Celia piensan sobre nosotros, tal como lo has hecho.
– Sólo te he proporcionado los hechos. -Su voz era firme. Quiso pensar que incluso era alegre, pero era muy consciente de su proximidad y todo cuanto aquella proximidad implicaba.
– Me has proporcionado algo más que hechos. Me has confirmado que no crees.
– ¿Qué no creo?
– Que Celia y mamá han visto la verdad. Que siento algo por ti.
– Y yo por ti. Hemos trabajado juntos. Cuando trabajas con alguien se desarrolla una camaradería…
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