El primer ministro había aceptado su dimisión poco después del mediodía, con aspecto solemne y tras expresar los sentimientos apropiados en un hombre obligado a bailar de puntillas entre el oprobio esperado de alguien que se había comprometido con el regreso a los valores británicos básicos, y el reconocimiento de un compañero tory a una estimada subsecretaria que le había servido sin tregua y con distinción. El PM consiguió expresar la nota exacta de pesar, al tiempo que se distanciaba de ella. Al fin y al cabo, tenía buenos escritores de discursos. Cuatro horas después, el coronel Woodward había hablado desde la puerta principal de la oficina de la Asociación de Electores. Sus palabras habían sido graves, pero perfectas para los telediarios nocturnos.
– Nosotros la elegimos y la mantendremos en su puesto. De momento.
Desde que aquellos dos oráculos habían decretado su suerte, los reporteros se habían mostrado ávidos de registrar sus reacciones, en palabras o en fotos. Cualquier modalidad serviría.
Eve no preguntó al agente que conducía el Golf si los reporteros sabían que Dennis Luxford se había encontrado con ella en Scotland Yard. En aquel momento, ya daba igual. Su relación con Luxford se había convertido en noticia pasada en cuanto el periódico de Luxford salió a la calle para consumo público. Lo único que importaba ahora a los periodistas era descubrir un ángulo nuevo en la historia. Luxford se había adelantado a todos los periódicos de Londres, y no había director, desde Kensington hasta la isla de los Perros, que no estuviera recordando sin cesar el hecho a su personal. Desde aquel momento hasta que otra noticia sensacional monopolizara la atención del público, los periodistas la acosarían en su afán de descubrir un nuevo giro de los acontecimientos que les permitiera vender más periódicos. Eve podía tratar de burlarles, pero no podía esperar la menor piedad por su parte. Tenían cantidad de material para el día siguiente, cortesía del primer ministro y del presidente de su Asociación de Electores. Tenían suficiente para que perseguirla fuera superfluo, pero siempre cabía la posibilidad de topar con algo sabroso. No iban a desperdiciar la oportunidad de arrojar otra palada de tierra sobre su tumba.
El agente perseveró en sus intentos de eludir la persecución. Su conocimiento de las calles de Westminster era tan perfecto que Eve se preguntó si antes que policía había sido taxista. En cualquier caso, no estaba a la altura del cuarto poder. En cuanto se hizo evidente que, pese a las vueltas y revueltas, se dirigía hacia Marylebone, los periodistas telefonearon a sus colegas que acechaban en los alrededores de Devonshire Place Mews. Cuando Eve y el Golf entraron por fin en Marylebone High Street, una falange de individuos armados con cámaras y blocs les aguardaban.
Eve siempre había alabado en público a la familia real, como cabía esperar de una tory. Sin embargo, pese a su convicción jamás expresada en público de que no eran otra cosa que una sangría absurda en la economía, se descubrió deseando con todas sus fuerzas que alguno de ellos, cualquiera, hubiera hecho algo aquel día merecedor de la atención de la prensa. Cualquier cosa con tal de sacárselos de encima.
Las callejuelas seguían bloqueadas, vigiladas por un agente que mantenía cerrado el acceso a su casa. Pese a su dimisión, y las consecuencias de ésta durante los días siguientes, las callejuelas estarían bloqueadas hasta que el furor se aplacara. Sir Richard Hepton se lo había prometido.
– No arrojo a los míos a los lobos -había dicho.
No. Sólo los arrojaba a las inmediaciones de los lobos, concluyó Eve. Así era la política.
El chófer le preguntó si quería que entrara en la casa con ella. «Como medida de seguridad», dijo. Ella contestó que no era necesario. Su marido la estaba esperando. Ya se habría enterado de lo peor, sin duda. Sólo deseaba intimidad.
Las cámaras la asaetearon cuando bajó del coche. Los periodistas gritaban desde detrás de la valla, pero el tráfico de la calle mayor y el ruido de los parroquianos que aullaban en el Devonshire Amas apagaron sus palabras. Eve no les hizo caso. En cuanto cerró la puerta a su espalda, ya no oyó nada.
Pasó los cerrojos. Llamó «¿Alex?» y fue a la cocina. Su reloj marcaba las 17.28, después del té y antes de la cena. Sin embargo, no vio señales de comida consumida o preparada. Tampoco era que le importara mucho. No tenía hambre.
Subió al primer piso. Según sus cálculos, hacía dieciocho horas que llevaba la misma ropa, desde que había salido de madrugada para intentar detener el desastre. Notó el tacto pegajoso de su vestido en las axilas, y sus bragas se aferraban con un toque húmedo a su entrepierna, como la palma de un borracho. Deseaba un baño, un baño largo caliente con aceite perfumado y una capa de maquillaje que eliminara la suciedad de su piel. Después tomaría un vaso de vino, blanco frío, con un gustillo almizclado que le recordara picnics en Francia con pan y queso.
Tal vez deberían ir a Francia, hasta que las cosas se calmaran y ya no fuera la presa favorita de los buitres de Fleet Street. Volarían a París y alquilarían un coche. Se reclinaría en el asiento, cerraría los ojos dejaría que Alex la llevara donde quisiera. Sería estupendo largarse.
Se quitó los zapatos en el dormitorio. Volvió a llamar a Alex, pero sólo el silencio respondió. Mientras se desabotonaba el vestido, salió al pasillo le llamó otra vez. Entonces reparó en la hora y comprendió que estaría en alguno de sus restaurantes, donde solía encontrarse por las tardes. Ella nunca estaba en casa a aquella hora. No cabía duda de que todo estaba en orden, pese al extraño silencio que reinaba en la casa. Aun así, tenía la sensación de que la atmósfera estaba poblada de susurros, de que las habitaciones esperaban con el aliento contenido a que descubriera… ¿qué? ¿Por qué tenía aquella certeza de que algo iba mal?
Eran los nervios, pensó. Había pasado un infierno. Necesitaba el baño y la bebida.
Se sacó el vestido, lo arrojó al suelo y fue a buscar la bata en el armario. Abrió las puertas. Y allí estaba lo que el silencio había intentado decirle.
Las ropas de Alex habían desaparecido: todas las camisas, todos los trajes, todos los pantalones y zapatos. Habían desaparecido y no quedaba ni una hebra de lana capaz de testimoniar que alguien había utilizado aquel perchero, aquellos estantes, aquel armario.
Descubrió lo mismo en la cómoda. Y en la mesita de noche, el cuarto de baño, el tocador y el botiquín. No pudo imaginar cuánto tiempo había tardado en borrar todos los vestigios de su paso por la casa, pero su marido lo había conseguido.
Se aseguró examinando el estudio, la sala de estar y la cocina. Todo lo que había dejado huella de su presencia en la casa, y también en su vida, había desaparecido.
«Bastardo -pensó-. Bastardo, bastardo.» Había elegido el momento a la perfección. Qué mejor forma de apuñalarla por la espalda que hacerlo completando su humillación pública. No cabía duda de que los buitres apostados en Marylebone High Street le habían visto marchar y llenar el Volvo. Ahora esperaban captar su reacción ante el momento final de la destrucción de su vida.
«Bastardo -pensó de nuevo-. Asqueroso bastardo.» Había elegido la vía más fácil, huir como un adolescente plañidero cuando ella no estaba presente para hacer preguntas o exigir respuestas. Le había resultado muy sencillo: hacer las maletas, marcharse y dejar que se enfrentara sola al coro de preguntas. Ya las oía: ¿Se trata de una separación oficial? ¿El abandono de su marido está relacionado con lo que Dennis Luxford ha revelado esta mañana? ¿Conocía su relación con el señor Luxford antes de que el Source publicara el artículo? ¿Se ha visto alterada su postura sobre la inviolabilidad del matrimonio durante las últimas doce horas? ¿El divorcio es inminente? ¿Quiere hacer alguna declaración en relación con…?
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