– No significó nada para mí. No signicaste nada para mi. No significas nada para mí.
– Por supuesto. Lo sé. Por supuesto.
– ¿Algo más? -preguntó Lynley.
Eve devolvió las gafas a su nariz.
– Lo que comí, lo que él comió. Cuántas posturas sexuales probamos. ¿Qué más da? -Arrojó el periódico hacia Lynley-. No hay nada más de aquella semana en Blackpool que pueda interesar a nadie, inspector. Lo más interesante ya ha sido impreso: durante casi una semana, Eve Bowen se folló al director izquierdista de un periodicucho, y pasó los once años siguientes ocultándolo.
Lynley dirigió su atención a Luxford. Pensó en las palabras que había oído en la conversación grabada. No parecía necesario imprimir nada más para arruinar a la diputada. Sólo quedaba una posibilidad, por improbable que se le antojara: la diputada nunca había sido el objetivo del secuestrador.
Empezó a rebuscar entre los expedientes e informes diseminados sobre su mesa. Hacia el fondo de la masa de material, encontró las fotocopias de las dos notas de secuestro iniciales. Los originales todavía obraban en poder de SOL, donde el laboratorio estaba procediendo ala ardua tarea de localizar huellas dactilares en el papel.
Leyó la nota que habían enviado a Luxford, primero para sí y luego en voz alta.
– «Reconoce a tu primogénito en primera plana, Lottie quedará en libertad.»
– La reconocí -dijo Luxford-. Lo confesé. Lo admití qué más puedo hacer?
– Si hizo todo eso y se equivocó, sólo hay una explicación razonable -dijo Lynley-. Charlotte Bowen no era su primogénita.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Luxford.
– Creo que es bastante evidente. Tiene otro hijo, señor Luxford. Y alguien sabe quién es ese niño.
Barbara Havers regresó a Wootton Cross a la hora del té con la fotografía de Dennis Luxford, que Nkata había enviado por fax al DIC de Amesford. Era granulosa (y las fotocopias no mejoraban el granulado), pero tendría que servir.
En Amesford, había hecho lo posible por evitar otro encontronazo con el sargento Reg Stanley. Este se había atrincherado en la sala de incidencias, tras un parapeto de listines telefónicos. Como tenía un auricular apretado contra la oreja y ladraba en él mientras encendía un cigarrillo con el culo de la chica, Barbara había podido dedicarle un saludo con la cabeza, cortés pero carente de sentido, tras lo cual fue en busca del fax de Londres. En cuanto lo encontró y fotocopió, buscó a Robin, que había terminado su circuito de puntos de alquiler de barcas, y parecía decidido a comentar el tema con ella.
– Brillante -le interrumpió-. Buen trabajo, Robin. Ahora, vuelve a ver a los posibles testigos y prueba con esto. Le dio la foto de Dennis Luxford.
Robin la miró.
– ¿Luxford? -preguntó.
– Luxford -contestó Barbara-. Nuestro más firme candidato para enemigo público número uno. Robin estudió la foto un momento.
– De acuerdo -dijo-. Veré si alguien le reconoce en los amarraderos. ¿Qué harás tú?
Le dijo que aún seguía la pista del uniforme escolar de Charlotte Bowen.
– Si Dennis Luxford deslizó ese uniforme en el puesto de Stanton St. Bernard, alguien tuvo que verle. Me encargaré de investigarlo.
Dejó a Robin fortaleciéndose con una taza de té. Subió al Mini y se dirigió al norte. Rodeó la estatua del rey Alfredo que se erguía en el cruce de carreteras de Wooton Cross, y pasó ante la diminuta comisaría donde había conocido a Robin. «¿Fue sólo hace dos noches?», pensó mientras conducía. Encontró el Barclay's Bank en la calle mayor, entre una cacharrería y una pastelería.
En Barclay's tenían una tarde tranquila. No se oía el menor ruido y parecía más una iglesia que un banco. Al fondo, una barandilla señalaba la zona reservada a operaciones importantes. En esa sección había cubículos erigidos ante una hilera de despachos. Cuando Barbara preguntó por la «señorita Matheson, Cuentas Nuevas», una pelirroja de dientes estropeados la dirigió hacia el cubículo más próximo al despacho con el letrero «Director». Tal vez se debía a aquella cercanía a la grandeza, pensó Barbara, que los padres de la «joven señorita Matheson» se sintieran tan orgullosos del empleo de su hija.
La señorita Matheson estaba sentada ante su mesa, con la espalda vuelta hacia Barbara y de cara a un ordenador. Estaba introduciendo datos con gran celeridad. Utilizaba una mano para pasar las páginas de donde copiaba los datos y la otra para teclear. Barbara observó que tenía una silla apropiadamente ergodinámica, y su postura era un reconocimiento a los méritos de su profesor de mecanografía. No era una mujer que fuera a padecer de túnel carpiano, tortícolis o curvatura de columna. Al mirarla, Barbara se puso tiesa como un palo, y confió en poder mantener aquella postura durante al menos medio minuto.
– ¿Señorita Matheson? -dijo-. DIC de Scotland Yard. ¿Podemos hablar un momento?
La mujer se giró en su silla y Barbara se quedó sin palabras y su admirable postura se derrumbó como un castillo de naipes. Ella y la «joven señorita Matheson» se miraron. La última dijo «Barbara» mientras ésta decía «Celia», y se preguntó el significado de que siguiendo la pista del uniforme de Charlotte Bowen hubiera llegado hasta la presunta novia de Robin Payne.
Una vez se recobraron de la confusión de encontrarse en aquel lugar, Celia guió a Barbara hasta el comedor de los empleados.
– De todas formas, iba a tomarme un descanso -explicó-. Supongo que no habrá venido para abrir una cuenta, ¿verdad?
El comedor estaba al final de un tramo de escaleras alfombradas en marrón oscuro. Compartía el espacio con una sala de almacenamiento y un lavabo. Contenía dos mesas y el tipo de sillas de plástico nada ergodinámicas que, en un cuarto de hora de descanso, darían al traste con los buenos resultados obtenidos al sentarse en sus antípodas durante el resto del día. Una tetera eléctrica descansaba sobre una encimera naranja de formica, rodeada de tazas y cajas de té. Celia enchufó la tetera.
– ¿Typhoo? -preguntó sin volverse.
Barbara vio la caja de té antes de ponerse en ridículo y contestar «Salud».
– Estupendo -dijo.
Cuando el té estuvo preparado, Celia llevó dos tazas y un sobre de edulcorante artificial a la mesa. Barbara se sirvió el veneno auténtico. Estaban revolviendo y bebiendo como dos púgiles cautelosos, cuando Barbara anunció el motivo de su visita.
Habló a Celia del hallazgo del uniforme escolar de Charlotte Bowen (dónde lo habían encontrado, quién y entre qué), y observó que la expresión de la joven pasaba de cautelosa a sorprendida. Sacó del bolso la foto de Dennis Luxford.
– Nos preguntamos si este tipo le resultaría familiar. ¿Le reconoce de haberle visto en la feria, o cerca de la iglesia antes de la feria?
Le tendió la foto. Celia dejó la taza sobre la mesa y alisó la foto, sujetándola por los bordes. La miró con atención y negó con la cabeza.
– ¿Eso es una cicatriz en la barbilla?
Barbara no se había fijado, pero volvió a mirarla. Celia tenía razón.
– Yo diría que sí.
– Me habría acordado de la cicatriz -dijo Celia-. Nunca olvidó una cara. Siempre gusta a los clientes que te acuerdes de sus nombres. Por lo general utilizo algún truco memorístico para ayudarme. Esa cicatriz lo habría sido.
Barbara no quiso saber lo que Celia había utilizado en su caso, pero decidió someterla a una prueba de memoria. Sacó una foto de Howard Short que había cogido en la oficina del DIC y preguntó si le reconocía.
Esta vez, la respuesta fue positiva e inmediata.
– Vino al puesto de objetos donados -dijo-, pero de todos modos le habría reconocido -añadió, en una exhibición de sinceridad que habría enorgullecido a sus padres-. Es Howard Short. Su abuela asiste a nuestra iglesia.
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