El rey Ricardo lo interceptó bajando al galope por Ambion Hill con sus caballeros y el ejército. Los dos pequeños destacamentos se enzarzaron a escasamente un kilómetro de donde se hallaban los hombres de Stanley. Los caballeros de Tudor fueron cayendo rápidamente bajo el ataque del rey. William Brandon y el estandarte de Cadwallader se desplomaron en el suelo; el enorme sir John Cheyney cayó bajo el hacha del propio rey. Sólo era cuestión de instantes que el rey consiguiese abrirse paso peleando hasta el mismísimo Enrique Tudor, y de eso ya se habían percatado los Stanley cuando tomaron la decisión de atacar la pequeña fuerza militar del rey.
En la batalla que se libró a continuación al rey Ricardo lo tiraron del caballo, aunque a pesar de todo habría podido huir del campo de batalla. Pero, asegurando que «moriría siendo rey de Inglaterra», continuó luchando a pesar de estar gravemente herido. Hicieron falta varios hombres para abatirlo. Y murió como el príncipe regio que era.
El ejército del rey huyó perseguido encarnizadamente por el conde de Oxford, cuya intención era matar a tantos cuantos le fuera posible. Los soldados supervivientes salieron disparados hacia la aldea de Stoke Golding, que se hallaba en dirección opuesta a Sutton Cheney.
Este hecho fue decisivo para los acontecimientos que ocurrieron a continuación. Cuando la vida de alguien se halla en el filo de la navaja, cuando se es pariente cercano del derrotado rey de Inglaterra, se piensa inexorablemente en conservar la vida. John de la Pole, conde de Lincoln y sobrino del rey Ricardo, se encontraba entre aquellos hombres que huían. De haber cabalgado hacia Sutton Cheney habría caído directamente en manos del conde de Northumberland, quien se había negado a acudir en ayuda del rey y que con mucho gusto, y con tal de asegurar su posición ante Enrique Tudor, le habría entregado a éste al sobrino del rey muerto. De modo que cabalgó hacia el sur en vez de marchar hacia el norte. Y al hacerlo condenó a su tío a quinientos años de propaganda Tudor.
Porque la historia la escriben siempre los vencedores, pensó Malcolm.
Sólo que a veces se reescribe.
Y mientras él, Malcolm, la reescribía, en el fondo de la mente tenía la imagen de Betsy y la creciente desesperación de ésta. Dos semanas después de la muerte de Bernie la mujer no había regresado aún al trabajo. El director del instituto Gloucester Grammar (Samuel el llorica, como a Malcolm le gustaba llamarle) les informó de que Betsy estaba postrada, destrozada debido a la súbita muerte de su marido. Necesitaba un poco de tiempo para encajar el hecho y superar la pena, le explicó con tristeza al resto del personal de la escuela.
Malcolm sabía que para lo que Betsy necesitaba tiempo era para buscar algo que pudiese ser el Legado a fin de poder así sujetarlo a él, Malcolm, a pesar de que las expectativas de la herencia se habían quedado en nada. La mujer estaría como loca poniendo patas arriba la vieja casa de la granja, repasaría el guardarropa de Bernie de hilo en hilo a ver si descubría algo de valor. Y sacudiría los libros buscando en ellos cualquier cosa, desde mapas de un tesoro hasta escrituras. Sacaría y revolvería el contenido de la media docena de baúles que había en el desván. Pondría boca abajo los edificios adyacentes a la granja mientras los labios se le quedaban azules por el frío. Y si era constante, encontraría la llave.
Y la llave la llevaría a la caja de caudales del mismo banco con el que los Perryman habían hecho sus transacciones durante doscientos años. La viuda de Bernie Perryman, con el testamento en una mano y el certificado de defunción en la otra, conseguiría que le permitieran acceder a la caja. Y allí se terminarían todas sus esperanzas.
Malcolm se preguntó qué pensaría Betsy cuando viera aquel pedazo de papel mugriento que constituía el tan cacareado Legado de los Perryman. Escrito con una caligrafía tan apretada que resultaba prácticamente ilegible, no parecía ser gran cosa para ojos inexpertos. Y eso es lo que Betsy pensaría que tenía en sus manos, nada, cuando por fin se rindiese y se pusiese a merced de Malcolm.
Pero Bernie Perryman sabía muy bien que en realidad no era así cuando, aquella noche hacía ya tanto tiempo, le había enseñado la carta a Malcolm.
– Échale un vistazo a esto, Malkie -le había pedido entonces Bernie-. Cuéntale a Bern qué te parece.
Había bebido, como de costumbre, pero todavía no estaba borracho del todo. Y Malcolm, que acababa de darle una paliza en la partida de ajedrez, se sentía expansivo, amigable, dispuesto a aguantar las divagaciones de aquel amigo de la infancia tan borracho.
Al principio creyó que Bernie sacaba la página de una Biblia grande, pero enseguida vio que lo que había tomado por una Biblia era en realidad una especie de álbum antiguo encuadernado en piel, y que la página era un documento, una carta concretamente. Aunque no tenía encabezamiento, estaba firmada en la parte inferior, y junto a la firma se veían los restos del sello estampado en el lacre con un anillo.
Bernie lo miraba de ese modo taimado en que miran los borrachos tratando de medir las reacciones de los demás. Y de ese modo Malcolm se había dado cuenta de que Bernie ya sabía perfectamente qué era lo que tenía en su poder. Y eso le había producido cierta curiosidad, pero también le había hecho mostrarse cauto.
La parte cauta le echó una ojeada rápida al documento y luego dijo:
– No sé, Bernie, no lo entiendo bien. -Pero la parte curiosa añadió-: ¿De dónde lo has sacado?
Bernie salió con una evasiva.
– Verás… aquel suelo tan antiguo siempre les causaba problemas, ¿te acuerdas, Malkie? Estaba demasiado estropeado, las losas eran demasiado toscas, no era un trabajo de construcción decente. Pero ¿qué puede esperarse de una estructura con varios siglos de antigüedad?
Malcolm trató de encontrarle sentido a aquella incongruencia. Los edificios antiguos de la zona eran la escuela Gloucester Grammar, el pub Plantagenet, el ayuntamiento de Market Bosworth, las casitas de madera de Rectory Lañe, la iglesia de St. James de…
La vista se le agudizó, y miró primero a Bernie y luego el documento. La iglesia de St. James, en Sutton Cheney, pensó. Y examinó el documento con más atención.
Y entonces fue cuando descifró la primera línea: «Yo, Ricardo, rey de Inglaterra y Francia y Señor de Irlanda por la gracia de Dios…». Y entonces bajó la mirada hasta el garabato apresurado que era la firma, que también descifró enseguida. «Ricardo R.».
Dios mío, pensó. ¿Qué sería aquello que Bernie había conseguido?
Sabía que era muy importante conservar la calma en aquellos momentos. La más ligera muestra de interés, y Bernie lo tendría en sus manos. Así que dijo:
– Con esta luz no puedo leerlo bien, Bernie. ¿Te importa que me lo lleve a casa para mirarlo mejor?
Pero Bernie no estaba dispuesto a tragar con aquella proposición.
– Es que prefiero no perderlo de vista, Malkie -le dijo-. Es un legado de la familia. Ha permanecido en nuestras manos desde épocas muy remotas, y todos nosotros hemos jurado conservarlo a salvo.
– ¿Cómo fue que…? -Pero Malcom se dio cuenta de que no le convenía preguntarle a Bernie cómo había llegado a manos de la familia una carta escrita por Ricardo III. Bernie sólo le contaría lo que considerase oportuno que Malcolm supiese. Así que le propuso-: Pues entonces vamos a verlo a la luz de la cocina. ¿Te parece bien eso?
A Bernie Perryman esta idea le pareció de perlas. Al fin y al cabo, lo que quería era que su amigo examinase el documento para ver qué era. Así que entraron en la cocina y se sentaron a la mesa. Después Malcolm se puso a examinar minuciosamente aquel grueso papel.
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