Elizabeth George - Recuerda que siempre te querré

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Recuerda que siempre te querré: краткое содержание, описание и аннотация

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Durante una visita a Abinger Mannor, un estudiante que asiste a un curso universitario sobre arquitectura muere en sospechosas circunstancias. Una joven viuda descubre con horror la vida secreta de su difunto marido. Un historiador sin dinero vive obsesionado por la figura de Ricardo III. A través de argumentos tan dispares, los cinco relatos que componen este volumen exploran las complejidades de la naturaleza humana y desvelan las oscuras maquinaciones de individuos de apariencia corriente que aspiran a alcanzar sus objetivos a cualquier precio.
En Recuerda que siempre te querré, Elizabeth George, autora de la popular serie de novelas protagonizadas por el detective Thomas Lynley y su fiel ayudante la sargento Barbara Havers, demuestra su talento para el relato breve con cinco historias de misterio que combinan la intriga, la sátira y el horror con sabia maestría. Cada uno de los relatos cuenta con una sugerente introducción donde la autora evoca el proceso de creación de los mismos.

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Bernie debió de notarle algo a Malcolm en la cara, porque tras pedir el tercer whisky, le dijo:

– No, no, no me hagas caso, sólo bromeaba. Pero bueno, cuéntame, ¿qué haces aquí hoy? ¿Eras tú el que estaba en el campo de batalla cuando he pasado en el coche?

Malcolm se dio cuenta de que Bernie ya sabía que era él. Pero hablar de ello servía para recordarles a ambos la pasión de Malcolm y el dominio que Bernie ejercía sobre la misma. Le entraron ganas de subirse a la mesa y gritar: «Me tiro a la mujer de este imbécil dos días a la semana, tres o cuatro veces si soy capaz. Llevaban dos meses casados cuando me la cepillé por primera vez, seis días después de que nos presentaran».

Pero que perdiese el control de aquella manera era precisamente lo que Bernie Perryman pretendía de su viejo amigo Malcolm Cousins. Quería hacerle pagar por no ayudarlo en los exámenes de acceso a la universidad, por no dejarle copiar. Aquel hombre tenía memoria de elefante y un espíritu muy rencoroso. Pero Malcolm también.

– No sé, Malkie -dijo Bernie moviendo a ambos lados la cabeza mientras le servían el tercer whisky. Lo cogió con mano poco firme y se humedeció los labios con la lengua inerte-. No parece muy natural que Lizzie entregase a esos niños para que los decapitasen. Al fin y al cabo, eran sus propios hermanos. Aunque fuese para convertirse en reina de Inglaterra. Además los muchachos ni siquiera se encontraban cerca de ella, ¿no? Todo eso no son más que especulaciones, si quieres saber mi opinión. Especulaciones, pero ninguna prueba.

«Nunca, nunca le cuentes a un borracho tus secretos ni tus sueños», pensó Malcolm.

– Fue Isabel de York -repitió-. Ella fue la responsable en última instancia.

Sheriff Hutton no se encontraba a excesiva distancia de las abadías de Rievaulx, Jervaulx y Fountains. Y esconder a la gente en abadías, conventos, monasterios y prioratos era una gran tradición en aquella época. Las mujeres solían ser las que más frecuentemente recibían un billete de ida hacia la vida ascética. Pero dos niños disfrazados de novicios habrían quedado fuera del alcance de Enrique Tudor si éste accedía al trono de Inglaterra mediante la conquista.

– Habría llegado a oídos de Tudor que los niños se encontraban vivos -le explicó Malcolm-. De manera que cuando se prometió en matrimonio con Isabel ya sabría que los niños estaban todavía con vida.

Bernie asintió.

– Pobres pilluelos -dijo fingiendo lástima-. Y le echaron la culpa de ello al pobre y viejo Ricardo. ¿Cómo se las arreglaría ella para echarles el guante, Malkie? ¿Crees que haría un trato con Tudor?

– Isabel quería convertirse en reina, no ser sólo la hermana del rey. Y no había más que una manera de conseguirlo. Y hay que tener en cuenta que Enrique había buscado esposa en otra parte al mismo tiempo que estaba en tratos con Isabel Woodville. La chica debió de enterarse de ello. Y sabía lo que significaba.

Bernie asintió solemnemente, como si le importase algo lo que había podido ocurrir, hacía más de quinientos años, una noche de agosto a escasamente doscientos metros del pub en el que se encontraban. Se metió entre pecho y espalda el tercer whisky doble y se dio una palmada en el estómago como quien acaba de hartarse de comer.

– He dejado la iglesia bien bonita para mañana -le informó a Malcolm-. Fíjate, es asombroso, si uno lo piensa bien. Los Perryman llevamos arreglando la iglesia de St. James doscientos años. Es como el pedigrí de la familia, ¿no te parece? Extraordinario, diría yo.

Malcolm lo miró sin inmutarse.

– Sí, completamente extraordinario, Bernie -comentó.

– ¿Has pensado alguna vez lo diferente que habría sido tu vida si tu padre, tu abuelo y tu bisabuelo se hubiesen encargado de cuidar la iglesia de St. James? Quizás yo sería tú y tú serías yo. ¿Qué te parece eso?

Lo que Malcolm pensaba no podía decírselo al hombre que tenía sentado delante de él. Muérete, pensó. Muérete antes de que te mate yo.

– ¿Quieres que estemos juntos, cariño?

La mujer le hizo la pregunta a Malcolm respirándole en la oreja.

Otro sábado. Otras tres horas tirándose a Betsy. Malcolm se preguntó cuánto tiempo más se vería obligado a continuar con aquella charada.

Tenía ganas de decirle que se apartase, pues aquella mujer era capaz de provocar claustrofobia con más eficacia que una bolsa de plástico. Pero a aquellas alturas de su relación él ya sabía que una demostración de intimidad post coito era tan importante para lograr el objetivo que perseguía como una actuación de primera categoría entre las sábanas. Y ya que su edad, sus inclinaciones y su energía se combinaban para hacer que su rendimiento bajase un grado cada vez que se hundía entre los bien rellenos muslos de Betsy, Malcolm comprendía que lo prudente era permitirle que se pegase a él, que lo abrazase y le hiciese arrumacos todo el tiempo que él aguantara sin ponerse a chillar una vez consumado entre ellos el acto primordial.

– Ya estamos juntos -le respondió acariciándole el pelo. Lo tenía duro al tacto, como alambre, de tanto decolorárselo y ponerse laca-. A no ser que te refieras a que quieres repetir. Y en ese caso necesito un poco de tiempo para recuperarme. -Volvió la cabeza y le dio un beso en la frente-. Es que me dejas agotado, ésa es la verdad, querida Bets. Eres suficiente mujer para satisfacer a una docena de hombres.

Ella emitió una risita.

– A ti te encanta hacerlo.

– No, eso no. Eres tú. Me encantas tú, te deseo y no puedo vivir sin ti.

A veces pensaba cómo era posible que se le ocurriesen todas las tonterías que le decía a su amante. Era como si una parte primitiva de su cerebro, la reservada para seducir mujeres, entrara a funcionar de modo automático en cuanto Betsy se metía en su cama.

La mujer le pasó los dedos por el vello del pecho. Malcolm se preguntó, y no por primera vez, por qué sería que cuando un hombre se quedaba calvo el vello empezaba a brotarle en el resto del cuerpo hasta cuadriplicarse.

– Me refiero a estar juntos de verdad, cariño. ¿Lo deseas? ¿Nosotros dos juntos? ¿Para siempre? ¿Lo deseas más que nada en el mundo?

La sola mención de esa idea hacía que Malcolm se sintiera como aprisionado en, hormigón.

– Querida Bets -comenzó; y al decirlo se las arregló para que la voz le temblase convenientemente-. No. Por favor. No empecemos otra vez.

Y la atrajo bruscamente hacia sí porque sabía que eso era lo que ella deseaba. Enterró la cara en la curva que formaban el hombro y el cuello de la mujer. Respiró por la boca para evitar inhalar el litro de Shalimar que se había echado Betsy. Hizo los gimoteos propios de un hombre desesperado. Dios, qué no haría él por el rey Ricardo.

– He estado navegando en Internet -le comunicó ella en voz baja mientras le acariciaba la nuca-. En la biblioteca del instituto. Lo hice el jueves y el viernes durante toda la hora de comer, cariño.

Malcolm dejó de gimotear e intentó tamizar aquella declaración en busca de un significado más profundo.

– ¿Ah, sí?

Trató de ganar tiempo mordisqueándole el lóbulo de la oreja a ella mientras esperaba más información. Y ésta llegó de modo indirecto.

– Tú me quieres, ¿verdad, Malcolm, cariño mío?

– ¿Tú qué crees?

– Y me deseas, ¿verdad?

– Eso es obvio, ¿no?

– ¿Para toda la vida?

Lo que haga falta, pensó él. Y se esforzó por demostrárselo, aunque el cuerpo no le respondió debidamente.

Después, mientras se vestía, Betsy le dijo:

– Me quedé muy sorprendida al ver que había tantos temas. Puedes mirar cualquier cosa en Internet. Figúrate, Malcom. Todo, absolutamente todo. Esta noche Bernie juega al ajedrez en el Plantagenet, cariño. Esta noche precisamente. -Malcolm arrugó la frente buscando de manera automática la relación que pudiera existir entre aquellos temas que en apariencia no tenían nada que ver entre sí. Betsy continuó hablando-. Bernie echa mucho de menos aquellas partidas que jugaba contigo. Siempre está esperando que vayas al pub las noches en que se juega al ajedrez para echar otra partida con él, cariño. -Se acercó descalza a la cómoda para retocarse el maquillaje-. Desde luego, ya sé que mi marido no juega demasiado bien. Pero utiliza el ajedrez como una excusa más para ir al pub.

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