– Lo dejé a la entrada, al principio del camino -le indicó Malcolm, que también fingió preocupación y se mostró muy servicial en todo momento-. Se dirigía hacia la casa cuando lo vi por última vez, Bets.
De modo que ella salió y encontró a Bernie exactamente en el lugar donde había caído la noche anterior. Y el descubrimiento del cadáver puso en marcha los consiguientes y necesarios acontecimientos.
Hubo una investigación, desde luego. Pero fue puro trámite. El historial de Bernie con los problemas de corazón y su «dificultad con la bebida», como lo expresaron las autoridades, se aliaron con las inclemencias del tiempo de los últimos días para hacer llegar al forense a una conclusión de lo más razonable. Se dictaminó que Bernie Perryman había muerto de frío tras pasar a la intemperie la noche más fría del año; se había caído mientras subía con paso vacilante por el largo camino que llevaba a la granja después de pasar la noche en el pub Plantagenet bebiendo en abundancia; dieciséis testigos declararon que lo habían visto beberse por lo menos once whiskys dobles en poco más de dos horas.
No había motivo para hacerle análisis de sangre a fin de buscar sustancias tóxicas. Sobre todo después de que su médico afirmase que era un milagro que aquel hombre hubiera llegado a los cuarenta y nueve años, teniendo en cuenta la historia médica de su familia, llena de problemas cardíacos. Por no hablar de su «problema con la bebida».
De manera que enterraron a Bernie junto a sus antepasados en el cementerio de la iglesia de St. James, donde su padre y los demás varones de la familia anteriores a él se habían ocupado de que el templo fuera una pulcra y limpia casa de culto durante los últimos doscientos años.
Malcolm acalló cualquier pinchazo de culpa que pudiera sentir por el fallecimiento de Bernie. Este tenía un historial médico de enfermo cardíaco. Y que Bernie había sido un borracho era de todos sabido. Y si Bernie, una noche en que había bebido mucho y se encontraba como una cuba, se había desmayado en el camino a sólo cincuenta metros de su casa y, como consecuencia de ello, había muerto expuesto a la intemperie… bueno, ¿quién podía responsabilizarlo a él?
Y aunque era triste que Bernie Perryman hubiese tenido que dar la vida para servir a la causa de Malcolm, que era la persecución de la verdad, también era cierto que se había buscado su propia muerte.
Después del funeral Malcolm era consciente de que lo único que había que hacer era tener paciencia. No se había pasado los dos últimos años arando y sembrando el campo de Betsy con gran laboriosidad sólo para echar a perder todo ese esfuerzo por una indecorosa demostración de prisa en el momento de recoger la cosecha. Además Betsy ya hacía lo suficiente por su parte, de modo que él sabía que sólo era cuestión de días, o tal vez de horas, que la mujer acudiera al que era el abogado de los Perryman desde hacía mucho tiempo para que le explicase los términos de la herencia que iba a recibir.
Malcolm se había imaginado aquel momento en muchas ocasiones durante el tiempo que había durado su relación con Betsy. Y algunas veces imaginarse el momento en que ésta se enteraría de la verdad había sido la única fantasía que le había proporcionado las fuerzas necesarias para aguantar las interminables sesiones amorosas con aquella mujer.
Howard Smythe-Thomas le abriría su despacho de Nuneaton y le daría la noticia de un modo convenientemente fúnebre, sin duda alguna. Y quizás al principio Betsy pensaría que aquel porte sombrío del abogado era algo que éste adoptaba siempre para aquellas ocasiones. Comenzaría llamándola «Mi querida señora Perryman», lo que le daría a ella una idea de las malas noticias que se avecinaban, pero no tendría ni idea de hasta qué punto iban a ser malas en tanto el abogado no le expusiera la cruda realidad.
Bernie no dejaba dinero. La granja tenía tres hipotecas; no había ahorros que merecieran la pena mencionarse, y tampoco inversiones. El contenido de la casa y los edificios exteriores eran ahora de ella, por supuesto, pero sólo vendiendo hasta la última de aquellas posesiones y la propia granja podría Betsy evitar la bancarrota. Y aun así, sería lo comido por lo servido. El único motivo por el que el banco no se había decidido a ejecutar la hipoteca hasta entonces era que los Perryman habían estado haciendo negocios con la misma institución financiera durante más de doscientos años.
– Por lealtad -sin duda le diría con afectación el señor Smythe-Thomas-. Puede que Bernard haya tenido dificultades económicas, señora Perryman, pero el banco sentía respeto por su linaje. Cuando el padre de alguien, el abuelo y el bisabuelo han hecho negocios con un establecimiento bancario, se concede cierto margen que tal vez no se les conceda a otras personas menos conocidas.
Lo cual era un eufemismo para decir que, como ya no quedaban más Perryman en Windsong Farm (y el señor Smythe-Thomas le explicaría amablemente que una mujer que llevaba poco tiempo casada con un Perryman alcohólico no era realmente una Perryman aunque llevase ese apellido), sin duda el banco reclamaría las deudas de Bernie. Así que lo más prudente que podía hacer era prepararse para esa eventualidad.
Pero… ¿y el Legado?, querría saber Betsy.
– Verá, Bernie siempre andaba cotorreando acerca de una herencia.
Y se quedaría de piedra al darse cuenta de lo bien que la había engañado su marido.
El señor Smythe-Thomas, naturalmente, no sabría nada de herencia alguna. Y teniendo en cuenta el historial de los Perryman, que nunca habían hecho otra cosa para ganarse la vida que trabajar en la iglesia de Sutton Cheney… el abogado amablemente le haría ver que no era probable que alguien amasara una fortuna haciendo aquel trabajo, ¿no?
Harían falta horas, quizás incluso días, para que Betsy asimilara aquella noticia. Al principio pensaría que se había producido algún error. Seguro que habría joyas escondidas en alguna parte, dinero en efectivo oculto en algún sitio, plata, oro o escrituras de propiedad hasta el momento desconocidas, todo ello puesto a buen recaudo en el desván. Y cuando se le ocurriera empezaría a registrarlo todo. Y eso era exactamente lo que Malcolm quería que hiciera: primero buscar por todas partes y luego acudir a él bañada en llanto. Y a partir de ahí el propio Malcolm empezaría a beneficiarse de la situación.
Y mientras tanto trabajaba tan contento en lo que iba a ser su obra magna. Las páginas que tenía a la izquierda de la máquina de escribir se iban amontonando de forma realmente satisfactoria a medida que redimía la reputación del rey de Inglaterra más calumniado hasta entonces.
Muchos hombres honrados cayeron muertos aquella mañana del 22 de agosto de 1485, y entre ellos se hallaba el duque de Norfolk, que mandaba la vanguardia al frente del ejército de Ricardo. Y cuando el conde de Northumberland se negó a enviar sus fuerzas militares en ayuda de los hombres de Norfolk, que se habían quedado sin líder que los condujese, la marea psicológica de la batalla cambió de dirección.
Aquéllos eran tiempos de deserciones en masa, de cambio de fidelidades, de traiciones en el mismísimo campo de batalla. Y tanto el rey como su enemigo Tudor lo sabían. Eso explica por qué ambos hombres necesitaban y dudaban a la vez de los Stanley. Y también explica por qué, en medio de la batalla, Enrique Tudor se dirigió a los Stanley, que hasta aquel momento habían rehusado entrar en combate. En inferioridad numérica como se encontraba, la causa de Enrique Tudor estaría perdida sin la intervención de los Stanley. Y no le importaba suplicarles, por eso galopó por la llanura a la desesperada hacia el lugar donde se encontraban las fuerzas de los Stanley.
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