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Elizabeth George: Cuerpo de Muerte

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Elizabeth George Cuerpo de Muerte

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Thomas Lynley vuelve de su permiso tras la muerte de su mujer porque su equipo no se fía de la capacidad de la nueva jefe del departamento, la inspectora Isabelle Ardery, cuyo estilo a la hora de liderarlos parece molestar a todos y cada uno de los componentes del equipo. El conflicto empieza cuando se encuentra el cadáver de una mujer apuñalada en un aislado cementerio de Londres. Mientras que Lynley empieza sus pesquisas en la ciudad de Londres, sus anteriores colegas Barbara Havers y Winston Nkata siguen la pista hacia el sur de la ciudad. Allí descubrirán que las pistas se dirigen hacia el hermoso bosque llamado New Forest. Lo que no saben es que más de un oscuro secreto acecha en el bosque y que la investigación va a llevarlos a un final que es tan sorprendente como terrible.

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– ¡Eh! ¡Cliff! -gritó Gordon Jossie.

El aprendiz y la mujer alzaron la vista.

Gordon no alcanzaba a ver su rostro con claridad a causa del sombrero que llevaba la mujer, de ala ancha, hecho de paja y que exhibía un pañuelo fucsia sujeto alrededor como si fuese una banda. El mismo color se repetía en el vestido, un vestido veraniego que dejaba al descubierto los brazos bronceados y las piernas largas igualmente bronceadas. Una pulsera de oro rodeaba su muñeca. Llevaba sandalias, sujetaba un bolso de paja debajo del brazo y la correa de cuero le colgaba del hombro.

Cliff contestó:

– Lo siento, estaba ayudando a esta señora.

– Lo siento, pero estoy completamente perdida -dijo la mujer, que se echó a reír. Luego añadió-: Lo siento mucho. -Hizo un gesto con el mapa que sostenía en la mano, como si intentara explicar lo que era obvio: se había alejado de los jardines públicos hasta llegar al edificio administrativo cuyo techo él estaba reparando-. Nunca había visto a alguien cubriendo un techo con paja -concluyó, quizás con la intención de mostrarse amable.

Gordon, sin embargo, no estaba de humor para mostrarse amable. Estaba irritado y necesitaba paz y tranquilidad. No tenía tiempo para turistas.

– Intenta llegar a Monet's Pond -gritó Cliff desde abajo.

– Y yo intento colocar un puto reborde en este techo -respondió Gordon, aunque su voz apenas era audible. Hizo un gesto hacia el noroeste-. Hay un sendero junto a la fuente. La fuente con ninfas y faunos. Al llegar allí debe girar a la izquierda. Usted cogió la derecha.

– ¿Sí? -contestó la mujer-. Bueno, eso es típico…, supongo.

Permaneció allí un momento, como si pensara que la conversación no había terminado. Llevaba gafas de sol y a Gordon se le ocurrió que el efecto general que producía la mujer era el de alguien famoso, tipo Marilyn Monroe, ya que sus curvas recordaban a esa actriz; no era como esas chicas delgadas como alfileres que uno solía ver. De hecho, al principio pensó que realmente podía tratarse de alguien famoso. Vestía como tal y se comportaba del modo apropiado: su expectativa de que cualquier hombre se mostraría más que dispuesto a dejar lo que estaba haciendo para conversar ansiosamente con ella lo demostraba.

– Ahora debería encontrar el camino sin problemas -le respondió brevemente.

– Ojalá eso fuese cierto -dijo ella. Luego añadió, en lo que a él le pareció un comentario un tanto ridículo-. No habrá ningún…, bueno, no habrá caballos allí, ¿verdad?

«¿Qué demonios…?», pensó Gordon. Entonces la mujer añadió:

– Es sólo que… les tengo bastante miedo a los caballos.

– Los ponis no le harán daño -contestó él-. Se mantendrán a distancia, a menos que intente darles algo de comer.

– Oh, yo nunca haría eso. -Aguardó un momento, como si esperase que Gordon dijese algo más, algo que él no tenía ninguna intención de hacer. Finalmente, añadió-: Gracias, de todos modos.

Y eso fue todo por su parte.

La mujer se alejó en la dirección que Gordon le había indicado y, mientras caminaba, se quitó el sombrero y lo hizo balancear sosteniéndolo con las puntas de los dedos. Tenía el pelo rubio, cortado como un gorro alrededor de la cabeza y, cuando lo agitó, volvió a acomodarse en su sitio con un tenue brillo, como si tuviera vida propia y supiese que eso era lo que debía hacer. Gordon no era inmune a las mujeres, de modo que pudo comprobar que su andar era elegante. Pero no sintió ninguna conmoción en la entrepierna y tampoco en el corazón, y eso le alegró. Imperturbable ante las mujeres, así era como le gustaba sentirse.

Cliff se reunió con él en el andamio, tras llevar en la espalda dos fardos de paja.

– A Tess le ha gustado esa mujer -dijo, como si fuese una explicación de algo o, quizás, en defensa de la desconocida-. Podría ser el momento de volver a intentarlo, tío.

Gordon observaba cómo la mujer se alejaba cada vez más.

Sin embargo, no eran la atracción o la fascinación por esa mujer el motivo de que Gordon la siguiera con la mirada. La observaba para comprobar si tomaba la dirección correcta una vez llegase a la fuente de las ninfas y los faunos. No fue así. Gordon meneó la cabeza. «Es inútil», pensó. Antes de que se diese cuenta estaría en el prado donde pastoreaban las vacas, pero quizá fuese capaz de encontrar a alguien que la ayudase al llegar allí.

Cliff quería ir a tomar unas copas cuando acabara el día. Gordon no. Él no bebía. Por otra parte, nunca le había gustado la idea de intimar con sus aprendices. Además, el hecho de que Cliff tuviese sólo dieciocho años convertía a Gordon en alguien trece años mayor y, la mayor parte del tiempo, se sentía como si fuese su padre. O se sentía como «debería» sentirse un padre, supuso, ya que no tenía hijos y tampoco el deseo ni la expectativa de tenerlos algún día.

– Voy a llevar a Tess a dar un paseo -le dijo a Cliff-. Esta noche no se quedará quieta si no descarga un poco de energía.

– ¿Estás seguro, tío? -preguntó Cliff.

– Creo que conozco bien a mi perra -dijo Gordon. Sabía que no se refería a Tess , pero le convenció la forma en que su comentario sirvió para cortar de raíz la conversación. A Cliff le gustaba demasiado hablar.

Gordon le dejó en la puerta de un pub en Minstead, una aldea escondida en un pliegue del terreno que estaba formado por una iglesia, un cementerio, una tienda, el pub y un grupo de viejas cabañas hechas de arcilla y paja situadas alrededor de un pequeño prado. Éste recibía la sombra de un viejo roble; cerca de él, pastaba un poni moteado. La cola recortada del animal había crecido desde el pasado otoño, cuando lo habían marcado. El poni no levantó la cabeza cuando la camioneta se detuvo ruidosamente no muy lejos de sus patas traseras. El animal vivía desde hacía tiempo en el New Forest, y probablemente sabía que su derecho a pastar allí donde le apeteciera era anterior al derecho de la camioneta a recorrer los caminos de Hampshire.

– Hasta mañana entonces -dijo Cliff, que se marchó para reunirse con sus colegas en el pub.

Gordon le observó cuando se alejaba y, por ninguna razón especial, esperó hasta que la puerta se cerró tras él. Luego puso nuevamente en marcha la camioneta.

Se dirigió, como siempre, a Longslade Bottom. Con el tiempo había aprendido que los hábitos fijos dotaban de seguridad. Durante el fin de semana podía escoger otro lugar para adiestrar a Tess , pero al acabar el trabajo de cada día prefería elegir uno cercano a donde vivía. También le gustaba el gran espacio abierto de Longslade Bottom. Y en los momentos en que sentía la necesidad de estar solo, le agradaba el hecho de que Hinchelsea Wood ascendiera por la ladera de la colina que se alzaba justo por encima de él.

El prado se extendía desde un aparcamiento irregular. Gordon avanzó por él entre las sacudidas de la camioneta. Tess , en la parte de atrás, ladraba con excitación al anticipar las carreras que le esperaban.

En un día agradable como aquél, el suyo no era el único vehículo asomado al borde del prado: media docena de coches se alineaban como si se tratara de gatitos amamantando, frente a la extensión de terreno abierto donde, a la distancia, podía verse pastando un rebaño de ponis, cinco potrillos entre ellos. Los ponis, acostumbrados tanto a la gente como a la presencia de otros animales, permanecían tranquilos ante los ladridos de los perros que ya correteaban por el prado. Pero en cuanto Gordon los vio a unos cien metros de distancia, supo que una carrera libre por la hierba cortada al ras no era aconsejable para su perra. Tess tenía una debilidad por los ponis salvajes del Forest. A pesar de que uno de ellos la había pateado, de que otro la había mordido, y de que Gordon la había regañado duramente una y otra vez, la perra se negaba a entender que su misión en la vida no era la de perseguir a esos pequeños caballos.

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