Donna Leon - Piedras Ensangrentadas

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Una fría noche, poco antes de Navidad, un vendedor ambulante africano es asesinado mientras intenta vender imitaciones de bolsos de diseño a unos turistas. ¿Por qué querría alguien matar a un inmigrante ilegal? La respuesta más obvia es la primera aceptada: un ajuste de cuentas entre ellos. Pero cuando Brunetti y sus fieles aliados, Vianello y la signorina Elettra, investigan en los bajos fondos venecianos descubren que entre la sociedad inmigrante hay en juego asuntos de mucho mayor calado. El descubrimiento de pruebas críticas y las oportunas advertencias de su superior para abandonar el caso no hacen sino aumentar la determinación de Brunetti para esclarecer este misterioso asesinato.
Con catorce casos resueltos y un clamoroso éxito internacional, Donna Leon está considerada una de las más importantes damas de la novela negra actual.

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Pasó un camarero y el doctor Peterson dejó de mirar a Brunetti lo justo para pedir otra jarra de coffee. El camarero asintió y, dirigiéndose a Brunetti, preguntó, para alivio de éste y sorpresa de los americanos, si quería caffé. El comisario había estado en Norteamérica y sabía la diferencia que hay entre el coffee y el caffé.

Peterson miró a su esposa y dijo, dirigiéndose a Brunetti:

– Mi mujer estaba a mi otro lado, por lo que no vio nada, ¿verdad, cielo?

Ella movió la cabeza negativamente y dijo en voz muy baja:

– No, cariño.

– ¿Absolutamente, nada, signora?. -preguntó Brunetti, desentendiéndose del marido-. Cualquier cosa, por insignificante que sea. -Como ella no contestara, insistió-: ¿Fumaba, dijo algo, llevaba alguna prenda que le llamara la atención?

Ella sonrió y miró a su marido, como preguntando si realmente ella había observado alguna de esas cosas, luego movió la cabeza negativamente y bajó la mirada. La mujer del pelo rojo dijo: -Uno de ellos tenía las manos muy peludas. Brunetti se volvió hacia ella y sonrió: -¿El que estaba junto a la doctora Crowley o el que estaba cerca del doctor Peterson?

– El primero -dijo ella-. El que estaba cerca de Martha. Al otro no lo vi o no me fijé en él. Y es que se me había desatado l a zapatilla. -AI ver el gesto de sorpresa de Brunetti, explicó-: Y alguien debía de estar pisando la cinta, porque, al oír ese ruido, me sobresalté y traté de moverme, pero tenía el pie atrapado. Perdí el equilibrio un momento y, para recuperarlo, di media vuelta. Por eso vi a un hombre que andaba hacia atrás, y me dio la impresión de que antes había estado cerca de Martha. El hombre tenía la mano delante de la cara, para subirse el pañuelo o bajarse el sombrero, y por eso me fijé en lo peluda que era, casi como la de un mono. Pero entonces oí a Martha llamar a Fred, me volví y no le presté más atención.

Por su aspecto, Brunetti esperaba que la mujer tratara de hacerse la interesante, pero no percibió en ella ni asomo de afectación. Había descrito la escena con sencillez y claridad, y él no dudó de que aquel hombre tuviera las manos tan peludas como las de un mono.

Cuando parecía que ya nadie tenía algo que añadir, Brunetti preguntó:

– ¿Alguno de ustedes recuerda algo más acerca de esos dos hombres?

Su pregunta fue recibida con silenciosas negativas.

– ¿Sería más fácil para ustedes responder si les asegurase que no los retendremos aquí para hacerles más preguntas ni serán citados en el futuro a causa de lo que declaren? -Brunetti ignoraba si los extranjeros temían tanto como los italianos verse atrapados en la maquinaria del sistema judicial, pero le pareció oportuno darles esta garantía, a pesar de no estar seguro de que fuera válida.

Nadie dijo ni palabra.

Antes de que él pudiera repetir la pregunta en otros términos, la dottoressa Crowley dijo:

– Es muy amable al proponérnoslo, comisario, pero con nosotros eso no es necesario. Si hubiéramos visto algo, se lo diríamos, aunque ello significara que teníamos que quedarnos.

El marido dijo:

– Anoche, al llegar, preguntamos a los demás, pero, al parecer, nadie se fijó en esos hombres.

– O está dispuesto a admitirlo -agregó Lydia Watts. Llegó el camarero con el coffee y el caffe. Brunetti echó el azúcar y bebió rápidamente. Se puso en pie, sacó tarjetas de la cartera y las distribuyó entre los americanos diciendo:

– Si recuerdan ustedes algo más, comuníquenmelo, se lo ruego. Por teléfono, fax o e-mail ,como lo prefieran. -Sonrió, les dio las gracias por su tiempo y su ayuda, y salió del hotel sin molestarse en pedirles las señas. De todos modos, el hotel podría dárselas si necesitaba que le confirmasen algo, aunque no imaginaba que lo que le habían dicho precisara confirmación. Un hombre corpulento, de aspecto meridional y manos peludas y otro, más bajo, al que nadie había podido describir. Y nadie había visto a uno u otro disparar un arma.

La niebla no se había disipado sino que parecía aún más densa, tanto que, mientras caminaba por la riva abajo, Brunetti procuraba no perder de vista las fachadas de los edificios que quedaban a su izquierda. Pasó por entre las filas de bacharelle sin verlas, a causa de la niebla, lo que acrecentó la inquietud que siempre le habían inspirado aquellos puestos y sus vendedores, sentimiento muy alejado de la confiada familiaridad que le acompañaba en sus paseos por el resto de la ciudad. Él no se detenía en analizar esta sensación que percibía desde una zona de su cerebro habitada por atavismos, sensible al peligro. Una vez los hubo dejado atrás, más allá de la fachada de la Pietá, desapareció aquella comezón, como desaparecía ya la niebla.

Brunetti llegó a la questura poco después de las nueve y preguntó al agente de la centralita si había llamado alguien para dar información acerca del muerto. El hombre respondió que no se había recibido ninguna llamada. En el primer piso, lo sorprendió ver que el despacho de la signorina Elettra estaba vacío. Por el contrario, no le causó extrañeza que el inmediato superior de ambos, el vicequestore Giuseppe Patta, no estuviera todavía en su puesto de trabajo. Brunetti entró en la sala de los agentes, en la que no había nadie más que Pucetti, al que pidió que subiera con él.

Una vez en su despacho, Brunetti preguntó al joven dónde estaba el ispettore Vianello, a lo que Pucetti respondió que no tenía ni idea. Vianello había llegado poco después de las ocho, había hecho varias llamadas y se había marchado diciendo que volvería antes del almuerzo.

– ¿Ni idea? -preguntó Brunetti cuando se hubieron sentado los dos. No quería violentar al joven preguntándole directamente si había escuchado las conversaciones de Vianello.

– No, señor. Yo estaba atendiendo una llamada y no he podido oír lo que decía.

Brunetti observó con agrado que Pucetti ya no se mantenía erguido en la silla con rigidez cuando hablaba con él; a veces, hasta ponía una pierna encima de la otra. El joven empezaba a llevar el uniforme con naturalidad y ya no parecía un colegial disfrazado para el carnaval.

– ¿Sabe si era algo relacionado con el muerto de anoche?

Pucetti pensó un momento y dijo:

– Yo diría que no, señor. Parecían asuntos de rutina.

Desviando la conversación, Brunetti dijo:

– Al entrar me han dicho que no ha llamado nadie, o sea que no sabemos quién era ni de dónde había venido.

– De Senegal, probablemente -sugirió Pucetti.

– Sí, es probable, pero para tratar de identificarlo hemos de estar seguros. No ¡levaba papeles y el hecho de que no haya llamado nadie para identificarlo ni para denunciar la desaparición de un vu cumprá significa que no podemos esperar ayuda alguna de esa gente. -Era consciente del matiz de desdén que tenía la expresión «esa gente» aplicada a toda una clase de personas, pero no tenia tiempo para sutilezas de lenguaje-. Así pues, hemos de averiguar quién era y, para eso, necesitamos a alguien que tenga contacto con los otros.

– ¿Alguien en quien ellos confíen? -preguntó Pucetti.

– O alguien a quien teman -dijo Brunetti, al que tampoco gustaba esa frase.

– ¿Quién?

– Probablemente, será más fácil probar con el miedo. Podríamos empezar preguntando a los que les alquilan habitaciones. Luego, a los mayoristas que les venden los bolsos. Por último, a los agentes que los hayan arrestado -dijo Brunetti levantando un dedo al nombrar a cada grupo.

– Quizá fuera preferible empezar por nosotros. Es decir, por los que los hayan arrestado -dijo Pucetti, y agregó-: Ya que los tenemos a mano.

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