Donna Leon - Piedras Ensangrentadas

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Una fría noche, poco antes de Navidad, un vendedor ambulante africano es asesinado mientras intenta vender imitaciones de bolsos de diseño a unos turistas. ¿Por qué querría alguien matar a un inmigrante ilegal? La respuesta más obvia es la primera aceptada: un ajuste de cuentas entre ellos. Pero cuando Brunetti y sus fieles aliados, Vianello y la signorina Elettra, investigan en los bajos fondos venecianos descubren que entre la sociedad inmigrante hay en juego asuntos de mucho mayor calado. El descubrimiento de pruebas críticas y las oportunas advertencias de su superior para abandonar el caso no hacen sino aumentar la determinación de Brunetti para esclarecer este misterioso asesinato.
Con catorce casos resueltos y un clamoroso éxito internacional, Donna Leon está considerada una de las más importantes damas de la novela negra actual.

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– De acuerdo -dijo Brunetti-. ¿El técnico ya ha revelado las fotos?

– Que yo sepa, no, señor -dijo Pucetti disponiéndose a levantarse-, pero puedo bajar al laboratorio a ver si ya están listas.

– Sí, haga el favor -dijo Brunetti-. Y de paso mire si ya ha llegado la signorina Elettra.

Pucetti saludó y se fue. Brunetti sacó el diario de la cartera y acabó de leer la primera sección, buscando en vano un comentario editorial sobre la muerte. Ya saldría, estaba seguro.

Cuando Brunetti empezaba a leer la segunda sección, cuya primera página incluía un reportaje más extenso, aunque no más informativo, del asesinato, volvió Pucetti con un fajo de fotografías.

Brunetti las miró rápidamente, desechando!as de todo el cuerpo y apartando las tomadas desde los lados y de frente. El hombre tenía los ojos cerrados, y era tal la solemnidad de su cara que nadie que viera aquellas fotos pensaría que pudiera volver a abrirlos.

– Era guapo -dijo Pucetti mirando las fotos-. ¿Cuántos años cree que tendría?

– No más de treinta -respondió Brunetti. Pucetti asintió.

– ¿Quién puede haber querido hacer eso a uno de esos chicos? No cSusan problemas. -¿Ha arrestado a alguno?

– A un par. Pero eso no significa que no sean buena gente.

– ¿Eso dice también Savarini? -preguntó Brunetti. Pucetti tardó un momento en contestar:

– Es diferente -dijo al fin.

– ¿Y Novello?

– ¿Por qué no?

– Porque la última vez que lo enviaron a arrestarlos le rompieron un dedo.

– Aquello fue un accidente, señor -protestó Pucetti-. Él había agarrado la bolsa de deporte que contenía toda la mercancía y el hombre hizo lo que cualquier otro hubiera hecho en su lugar: tratar de arrancarsela de la mano. A Noveilo se le enganchó el dedo en el asa y, cuando el vu comprá dio el tirón, le rompió el dedo. Pero no lo hizo a propósito.

– ¿Entonces el dedo no está roto? -preguntó Brunetti, curioso por oír la respuesta de Pucetti.

– No; claro que está roto. Pero fue sin querer, y Novello no le guarda rencor. Lo sé porque me lo dijo. Además -agregó un Pucetti cada vez más vehemente-, él fue uno de los que se tiraron al canal para salvar al que se había caído.

– Al resistirse al arresto, si mal no recuerdo -observó Brunetti.

Pucetti abrió la boca para contestar, pero desistió, miró largamente a Brunetti y preguntó:

– ¿Quiere tirarme de la lengua, señor?

Brunetti se echó a reír.

CAPÍTULO 6

Una hora después, Pucetti y Brunetti habían enseñado las fotos a la mayoría de los agentes de la questura. A mitad del proceso, Brunetti empezó a notar una preocupante correlación entre la filiación política y la reacción de cada cual. La mayoría de los que simpatizaban con el Gobierno actual, mostraban poca conmiseración o, siquiera, interés por el muerto. Cuanto más a la izquierda del espectro político se ubicaban, más se compadecían del hombre de la foto. Sólo dos agentes, dos mujeres, mostraron sincero pesar por la muerte de un hombre tan joven.

Gravini, que iba con la patrulla que había hecho la última redada de ambulanti, creyó reconocer al hombre de la foto, pero dijo también que estaba seguro de no haberlo visto nunca entre los vu cumpra arrestados por él.

Brunetti miró a los reunidos en la sala de agentes.

– ¿Tenemos fotografías de los arrestados? -preguntó.

– Rubini tiene todos los papeles en su despacho, señor -dijo el sargento-. Informes del arresto, copias de los pasaportes, permessi di soggiorno, por lo menos, de los que disponen de él, y copias de las cartas que les enviamos.

– ¿Cartas? -preguntó Pucetti-. ¿Por qué nos tomamos la molestia de enviarles cartas?

– En realidad, no las enviamos -respondió Gravini-. Se las entregamos en propia mano y les decimos que tienen cuarenta y ocho horas para abandonar el país. -Resopló ante semejante absurdo y agregó-: Una semana después los arrestamos y les entregamos una copia de la misma carta.

Brunetti se quedó esperando el comentario del sargento, que presumía sería del mismo tenor que lo oído aquella mañana de boca del anciano en el vaporetto. Gravini se encogió de hombros y dijo:

– No sé por qué nos tomamos tantas molestias. Ellos no hacen daño a nadie, sólo tratan de ganarse la vida. Y nadie obliga a la gente a comprarles bolsos.

– Gravini -interrumpió Pucetti-, ¿no fuiste tú uno de ios que saltaron al canal?

Gravini inclinó la cabeza, como cohibido por haber sido pillado en falta.

– ¿Y qué iba a hacer? El que se cayó era nuevo. Probablemente, era su primera redada. Le entró pánico y echó a correr: un crío. ¿Qué podía hacer, rodeado de policías que lo perseguían? Fue cerca de la Misericordia y, al cruzar el puente, perdió pie y cayó al canal. Ese puente no tiene parapeto. Se le oía gritar desde la iglesia. Cuando llegamos, braceaba como un loco, y yo hice lo primero que se me ocurrió, echarme al agua. Hasta que estuve dentro no me di cuenta de que el canal no era muy hondo; por lo menos, en los lados. No sé por qué armaba tanto alboroto. -Gravini trataba de aparentar enojo, pero sin convicción-. La chaqueta, echada a perder, y Bocchese pasó todo un día limpiando el barro de la pistola.

Brunetti optó por no hacer comentarios.

– ¿Tiene idea de dónde puede haber visto a este hombre? -preguntó golpeando con el índice la foto de la cara tomada de frente.

– No, señor. No lo recuerdo, pero sé que lo he visto antes. -Tomó las fotos y fue mirando serie tras serie. Al fin dijo-: ¿Puedo llevármelas, comisario? ¿Para enseñarlas a algunos de los hombres a los que he arrestado?

Brunetti no sabía cómo referirse a los otros vu cumprá. «Colegas» del muerto sonaba de un modo extraño, ya que sugería un mundo laboral convencional. Al fin se decidió:

– ¿A sus amigos? -preguntó.

– Sí, señor. A uno lo he arrestado cinco veces por lo menos. Podría preguntarle.

¿Y si sale corriendo al verle acercarse? -dijo Pucetti.

– No, no; la cosa no va así -respondió Gravini-. Unos cuantos viven en un apartamento próximo a Via Garibaldi, cerca de donde reside mi madre. Los veo cuando voy a visitarla y… -se interrumpió, buscando la forma de continuar-… y cuando ellos y yo tenemos el día libre. Muhammad me contó que en su pueblo era maestro. Puedo preguntarle.

– ¿Cree que confiará en usted? -preguntó Brunetti.

Gravini se encogió de hombros.

– Eso no lo sabré hasta que hable con él.

Brunetti dijo a Gravini que se llevara las fotos y las enseñara a unos y otros, y eventualmente pidiera a Muhammad que hiciera otro tanto entre los hombres con los que trabajaba.

– Gravini -añadió-, dígales que lo único que pedimos es un nombre y una dirección. Que no habrá más preguntas, nada de problemas, nada más. -Se preguntaba si los africanos se fiarían de la palabra de la policía y suponía que no tenían razones para ello. Aunque había hombres como Gravini, que estaban dispuestos a saltar a un canal para salvarlos, Brunetti temía que la actitud habitual de la policía fuera más parecida a la del anciano del vaporetto, y no invitaba a la colaboración.

Brunetti dio las gracias a los agentes y se dirigió al despacho de la signorina Elettra. Ella ya estaba sentada ante su mesa. Desde hacía varios días, la signorina Elettra ahuyentaba las sombras del invierno con un derroche de colorido: había empezado el miércoles, con unos zapatos amarillos, a los que el jueves había seguido un pantalón verde esmeralda y, el viernes, una chaqueta color naranja. Hoy, para empezar la semana, lucía un pañuelo de seda que parecía estar cubierto de papagayos, pero no lo llevaba anudado al cuello -eso hubiera sido muy vulgar- sino en la cabeza, a modo de turbante.

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