Donna Leon - Piedras Ensangrentadas

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Una fría noche, poco antes de Navidad, un vendedor ambulante africano es asesinado mientras intenta vender imitaciones de bolsos de diseño a unos turistas. ¿Por qué querría alguien matar a un inmigrante ilegal? La respuesta más obvia es la primera aceptada: un ajuste de cuentas entre ellos. Pero cuando Brunetti y sus fieles aliados, Vianello y la signorina Elettra, investigan en los bajos fondos venecianos descubren que entre la sociedad inmigrante hay en juego asuntos de mucho mayor calado. El descubrimiento de pruebas críticas y las oportunas advertencias de su superior para abandonar el caso no hacen sino aumentar la determinación de Brunetti para esclarecer este misterioso asesinato.
Con catorce casos resueltos y un clamoroso éxito internacional, Donna Leon está considerada una de las más importantes damas de la novela negra actual.

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– ¿Por qué?

– Parece obra de profesionales. Surgen de pronto, lo ejecutan y se esfuman.

– ¿Y qué nos dice eso?

– Que conocen la ciudad.

Ella lo miró interrogativamente y él amplió:

– Lo suficiente como para saber por dónde desaparecer. Y también dónde encontrar a su hombre.

– ¿Quieres decir que son venecianos?

Brunetti movió la cabeza negativamente.

– No sé de ningún veneciano que haga de sicario.

.Paola meditó la respuesta y dijo:

– Tampoco se tarda tanto en familiarizarse con la ciudad. Muchos de esos africanos están casi siempre en Santo Stefano. Bastaría con darse unas vueltas por la ciudad durante un par de días para encontrarlos. O con preguntar. -Cerró los ojos, para representarse la topografía de la zona, y dijo-: Después la huida sería fácil. No tendrían más que retroceder hacia Rialto, subir hasta San Marco o bien cruzar por Accademia.

Cuando ella calló, Brunetti continuó:

– O, si no, entrar en San Vidal y cortar hacia San Samueie.

– ¿En cuántos sitios podrían tomar un vaporetto? -preguntó ella.

– En tres. Cuatro. Y a partir de ahí podrían ir en cualquier dirección.

– ¿Qué hubieras hecho tú?

– No sé. Pero, si quería irme de la ciudad, probablemente, subiría hasta San Marco y me metería por la Feníce para salir a Rialto.

– ¿Los ha visto alguien?

– Una turista americana. Vio a uno de ellos. Dice que era un hombre de mi edad y estatura, que llevaba abrigo, pañuelo al cuello y sombrero.

– Lo mismo que media ciudad -dijo Paola-. ¿Ha dicho algo más?

– Que había otras personas de su grupo y que quizá alguna viera algo. Mañana por la mañana hablaré con ellos.

– ¿Muy temprano?

– Tendré que salir de casa antes de las ocho.

Ella se inclinó y le sirvió otro vasito de grappa.

– Turistas americanos a las ocho de la mañana. Toma, bebe, es lo menos que te mereces.

CAPÍTULO 5

El día amaneció desapacible. El aire estaba saturado de una niebla densa que hacía presa de todo el que se aventuraba en ella. Cuando Brunetti llegó al embarcadero del Número Uno, tenía los hombros del abrigo cubiertos de una película de finas gotas y la humedad le invadía los pulmones a cada inspiración. El vaporetto se acercó silenciosamente. Brunetti apenas distinguía la silueta del hombre que esperaba para amarrarlo y abrir la barrera metálica. Al embarcar, levantó la mirada, vio girar la antena del radar y trató de imaginar cómo estaría la laguna.

Brunetti se sentó en la cabina y abrió el Gazzettino de la mañana, que le dijo bastante menos de lo que él había averiguado la noche antes. El periodista, a falta de información, cargaba la mano en e! sentimentalismo y se explayaba sobre el terrible precio que tenían que pagar los extracomunitari por una oportunidad para subsistir y poder enviar dinero a sus familias. No se daba el nombre del muerto ni se conocía su nacionalidad, aunque se suponía que era de Senegal, país del que procedían la mayoría de los ambulanti.

En Sant'Angelo embarcó un anciano, al que le dio por sentarse al lado de Brunetti, a pesar de que la cabina estaba casi vacía. Miró el periódico, leyó el titular moviendo los labios en silencio y dijo:

– A la que les dejas entrar, todo son problemas. Brunetti hizo como si no le hubiera oído. Su silencio incitó al otro a continuar: -Yo haría una buena redada y los expulsaría a todos.

Brunetti lanzó un gruñido y volvió la página, pero el viejo no captó la señal.

– Mi yerno tiene una tienda en la calle dei Fabbri. Él paga alquiler, paga a sus empleados, y paga impuestos. Él aporta algo a la ciudad, da trabajo. Mientras que esa gente -dijo el hombre haciendo ademán de dar un manotazo a la ofensiva página-, ¿qué es lo que nos da esa gente?

Con otro gruñido, Brunetti dobló el periódico, se excusó y salió a cubierta, aunque sólo estaban en Santa María del Giglio y le faltaban dos paradas para desembarcar.

El Paganelli era un hotel estrecho, intercalado, como un guión arquitectónico que separara dos letras mayúsculas, entre el Danieli y el Savoia & Jolanda. Brunetti preguntó en la recepción por los doctores Crowley y le dijeron que ya estaban en el comedor del desayuno. Siguiendo la dirección que le señalaba el empleado, avanzó por un estrecho pasillo hasta una pequeña sala en la que había seis o siete mesas. En una de ellas estaban los Crowley con otra pareja mayor y una mujer cuyo aspecto denotaba una considerable labor de rehabilitación. Al ver a Brunetti, el doctor Crowley se puso en pie y agitó una mano. Su esposa levantó la mirada saludándolo con una sonrisa. El otro hombre se levantó a su vez, para recibir al comisario. Una de las mujeres sonrió en dirección a Brunetti; la otra, no.

El matrimonio que le fue presentado con el nombre de Peterson estaba formado por dos personas menuditas, que hacían pensar en dos pájaros, y hasta vestían de tonos pardos, como los gorriones. A ella le enmarcaba la cara una prieta permanente gris acero; él era completamente calvo y tenía en la cabeza unos surcos profundos, curtidos por el sol, que discurrían de delante hacia atrás. La mujer que no había sonreído, a la que le presentaron con el nombre de Lydia Watts, tenía el pelo tan rojo y brillante como los labios. Brunetti la vio apartar un rizo rebelde con una mano a la que ningún cirujano plástico del mundo sería capaz de hacer aparentar la misma edad que la cara y el pelo.

Ocupaban la mesa las tazas, teteras y trozos de panecillo untados de mantequilla que deja tras de sí un desayuno de hotel. También había dos cestas de pan vacías y una fuente que podía haber contenido fiambre o queso.

Cuando Brunetti hubo estrechado la mano a todos, el doctor Crowley acercó una silla de la mesa de al lado y la ofreció a Brunetti. El comisario tomó asiento y, una vez el doctor se sentó a su vez, miró a los reunidos.

– Les agradezco que hayan accedido a hablar conmigo esta mañana -dijo en inglés.

La dottoressa Crowley respondió:

– Es preciso que le digamos lo que vimos, ¿no?, por si puede servir de algo. -Los otros movieron la cabeza en señal de asentimiento.

Su marido prosiguió entonces:

– Ya hemos hablado de eso esta mañana, comisario.

– Abarcando a toda la mesa con un ademán, agregó-: Quizá sea mejor que cada uno le diga lo que vio.

El doctor Peterson carraspeó varias veces y, con la meticulosa pronunciación del que teme no ser entendido por un extranjero, dijo:

– Bien, cuando entramos en ese sitio que ustedes llaman campo, nosotros nos paramos más bien hacia delante, a la izquierda de Fred y Martha. Yo miraba los bolsos que vendían esos chicos. Y un hombre… no el que vio Martha, sino un tipo poco más o menos de mi estatura, avanzó hasta quedar a mi izquierda, ligeramente detrás de mí. En realidad, yo no le presté atención, porque, como le decía, estaba mirando los bolsos. Entonces oí el ruido, una especie de chip chip, que sonó como una pistola neumática o esa herramienta que usan en el taller cuando te desmontan las ruedas. Además, a nuestra espalda había música. Y entonces, bruscamente, el individuo se fue para atrás sin mirar y desapareció. En realidad, no me fijé mucho, sólo me disgustó su manera de retroceder, echándose encima de la gente.

«Luego me volví y vi que el chico que vendía los bolsos estaba en el suelo. Y vi a Martha, que se arrodillaba a su lado, y a Fred, y ellos entonces dijeron que estaba muerto. -Miró a Brunetti y a los otros.

»Nunca en mi vida había visto algo así -prosiguió el doctor Peterson. Empezaba a hablar con un punto de indignación, como si pensara que Brunetti le debía una explicación. Y continuó-: Bien, nos quedamos un rato esperando, como una media hora, diría yo, pero no pasaba nada. No venía nadie. Hacía mucho frío y no habíamos cenado, de modo que regresamos al hotel.

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