Donna Leon - Piedras Ensangrentadas

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Una fría noche, poco antes de Navidad, un vendedor ambulante africano es asesinado mientras intenta vender imitaciones de bolsos de diseño a unos turistas. ¿Por qué querría alguien matar a un inmigrante ilegal? La respuesta más obvia es la primera aceptada: un ajuste de cuentas entre ellos. Pero cuando Brunetti y sus fieles aliados, Vianello y la signorina Elettra, investigan en los bajos fondos venecianos descubren que entre la sociedad inmigrante hay en juego asuntos de mucho mayor calado. El descubrimiento de pruebas críticas y las oportunas advertencias de su superior para abandonar el caso no hacen sino aumentar la determinación de Brunetti para esclarecer este misterioso asesinato.
Con catorce casos resueltos y un clamoroso éxito internacional, Donna Leon está considerada una de las más importantes damas de la novela negra actual.

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– Son bonitos los pájaros -dijo Brunetti al entrar.

Ella levantó la mirada, sonrió y le dio las gracias.

– Quizá la semana próxima sugiera al vicequestore que cambie de estilo.

– ¿Y que venga al despacho con zapatos amarillos o con turbante? -preguntó Brunetti, para demostrar que se había fijado.

– No; yo me refería a las corbatas. Son muy serias.

– Las corbatas quizá, pero no los alfileres. Los tiene con piedras preciosas de todos los colores.

– Sí, pero tan pequeñas que casi no se ven. Quizá debería regalarle alguna.

Brunetti no sabía si ella se refería a las corbatas o a las piedras para los alfileres, pero no importaba.

– ¿Y cargarlas a gastos de oficina?

– Desde luego. Quizá en el apartado de Mantenimiento. -Y entonces, pasando al terreno laboral, preguntó-: ¿En qué puedo ayudarle, comisario?

En aquel momento, a Brunetti le hubiera gustado saber cuándo había sido la última vez que ella había preguntado a alguien en qué podía ayudarle y si la pregunta estaba dirigida a él mismo o al vicequestore.

– Me interesa todo lo que pueda averiguar acerca de los vu cumprá.

– Todo está aquí -dijo ella, señalando al ordenador-. O en los archivos de la Interpol.

– No; no me refiero a esa clase de información sino a lo que la gente sabe, sabe realmente, acerca de ellos: dónde viven, cómo viven, qué clase de gente son.

– La mayoría de ellos vienen de Senegal, según creo -dijo ella.

– Sí, eso ya lo sé. Pero me gustaría averiguar si son del mismo sitio, si se conocen, si están emparentados entre sí.

– Y es de suponer que también querrá saber quién era el hombre asesinado -concluyó ella.

– Por supuesto. Pero no creo que vaya a ser fácil descubrir eso. Nadie ha llamado para dar información. Las únicas personas que nos han dicho algo son unos turistas americanos que estaban allí en aquel momento, pero no vieron más que a un hombre muy alto, con aspecto «mediterráneo», según ellos, con lo que quieren decir que era moreno. Había otro hombre, pero de él sólo han podido decir que era más bajo que su compañero. Aparte de esto, por lo que sabemos, el crimen también hubiera podido ocurrir en otra ciudad. O en otro planeta.

Ella estuvo pensativa un momento y dijo:

– Prácticamente, ahí es donde ellos viven, ¿no cree?

– ¿Cómo? -preguntó él, confuso.

– No tienen contacto con nosotros, me refiero a contacto real. Aparecen como las setas, extienden las sábanas, hacen su negocio y desaparecen. Es como si salieran de cápsulas espaciales y luego se desvanecieran.

– Pero eso no es otro planeta -dijo él.

– Sí lo es, comisario. No les hablamos, ni los vemos realmente. -Al observar la expresión de escepticismo de Brunetti, insistió-: No es que critique nuestra manera de tratarlos ni que pretenda defenderlos como hacen mis amigos, que dicen que todos son víctimas de esto o de lo otro. Sencillamente, pienso que es extraño que vivan entre nosotros y, no obstante, cuando no están en la calle, vendiendo cosas, permanezcan invisibles. -Lo miró para comprobar si él se. daba cuenta de lo muy en serio que hablaba y agregó-: Por eso digo que viven en otro planeta. Porque parece que, en éste, si les prestamos atención es sólo para arrestarlos.

Él lo pensó y reconoció que ella tenía razón. Recordó una noche del año anterior en la que él y Paola habían salido a cenar y estalló una tormenta. En un momento, las calles se llenaron de tamiles con haces de paraguas plegables que ofrecían a cinco euros. Paola los había comparado -a los tamiles- a esos alimentos deshidratados a los que no tienes más que poner en remojo para que adquieran su volumen normal. Algo parecido podía decirse de los vu cumprá: tenían la misma facultad para materializarse, como salidos de la nada, y luego desaparecer.

Brunetti decidió aceptar su punto de vista y dijo: -Pues por ahí podemos empezar: trate de averiguar adonde van cuando desaparecen.

– ¿Quiere decir quién les alquila habitaciones y dónde?

– Sí. Dice Gravini que algunos viven en Castello, cerca de la casa de su madre. Pídale la dirección de la madre o eche un vistazo a la guía telefónica: no es un apellido muy corriente. -Recordó la alusión de Gravini a la levedad de su relación con Muhammad, a la que no se podía llamar amistad, ya que tenía su origen en el arresto del uno por el otro-. Sólo quiero la dirección. No voy a hacer nada hasta que Gravini haya podido hablar con su conocido. A ver si encuentra usted algo acerca de otros apartamentos que tengan arrendados. -¿Cree que existirá contrato? -preguntó ella-. Debería haber copias en el ayuntamiento.

Brunetti dudaba de que los propietarios estuvieran dispuestos a brindar la protección de un contrato formal a unos africanos, si ya eran reacios a concederla a los venecianos. Una vez el inquilino tenia un contrato, la ley hacía difícil, si no prácticamente imposible, el desahucio. Además, en el contrato debía figurar el alquiler, con lo que la renta se hacía visible, y tributable: todo propietario que estuviera en su sano juicio desearía evitar tal cosa. Así pues, probablemente, los africanos estaban pagando el alquiler -Brunetti no pudo evitar el obligado juego de palabras- en negro.

– Es preferible preguntar por ahí -respondió el comisario-. Pruebe en el Gazzettíno y La Nuova. Quizá sepan alguna cosa. Cada vez que hacemos una redada y arrestamos a algunos, escriben una historia. Tienen que saber algo.

Él se distrajo pensando cómo podía soportar Elettra aquel turbante. El despacho estaba bien caldeado, ya que se encontraba en el lado del edificio en el que los radiadores funcionaban. Debía de ser muy molesto tener todo el día la cabeza apretada por un pañuelo. Pero no dijo nada, pensando que quizá Paola podría explicárselo.

– Veré lo que se puede hacer -dijo ella-. ¿Hay huellas que mandar a Lyon?

– Todavía no me ha llegado el informe de la autopsia. Le enviaré las fotos en cuanto las tenga.

– Gracias, comisario. A ver lo que encuentro.

Camino de su despacho, Brunetti ya iba repasando la lista de los amigos que podían ayudarle en sus pesquisas. Cuando llegó a su mesa, había tenido que aceptar el hecho de que no conocía a nadie que pudiera suministrarle información válida sobre los ambulanti, lo que le hizo pensar que quizá tuviera razón la signorincí Elettra y que, efectivamente, unos y otros vivieran en planetas distintos.

Llamó al despacho de Rubini, el inspector que tenía a su cargo la tarea de nunca acabar del arresto de los ambulantí y le pidió que subiera un momento.

– ¿Es sobre lo de anoche? -preguntó Rubini por teléfono.

– Sí. ¿Sabes algo nuevo?

– No -respondió Rubini-. Ni lo esperaba. -Hizo una pausa y preguntó-: ¿Subo las carpetas?

– Sí, por favor.

– Espero que dispongas de mucho tiempo, Guido.

– ¿Por qué?

– Porque forman un montón de dos metros.

– ¿Entonces bajo yo?

– No; sólo te llevaré el resumen de los informes que he presentado pero, aun así, leerlo te ¡levará el resto de la mañana. -A Brunetti le pareció que Rubiní se reía por lo bajo, pero no estaba seguro. Colgó el teléfono.

Rubini llegó al cabo de más de diez minutos, con un montón de carpetas, y explicó que su retraso se debía a que había estado buscando la carpeta con las fotos de todos los africanos arrestados durante el último año.

– Teóricamente, tenemos que fotografiarlos cada vez que los arrestamos -dijo.

– ¿Teóricamente? -preguntó Brunetti.

Rubini puso el montón de papeles encima de la mesa y se sentó. El inspector era de Murano, llevaba en el cuerpo más de dos décadas y, al igual que Vianello, había ascendido muy despacio, quizá por una resistencia a buscar el favor de los de arriba análoga a la de este último. Rubini, un tipo alto y muy delgado, casi escuálido, era un apasionado del remo y todos los años estaba entre los diez primeros en cruzar la línea de llegada de la Vogalonga.

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