Donna Leon - Piedras Ensangrentadas

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Una fría noche, poco antes de Navidad, un vendedor ambulante africano es asesinado mientras intenta vender imitaciones de bolsos de diseño a unos turistas. ¿Por qué querría alguien matar a un inmigrante ilegal? La respuesta más obvia es la primera aceptada: un ajuste de cuentas entre ellos. Pero cuando Brunetti y sus fieles aliados, Vianello y la signorina Elettra, investigan en los bajos fondos venecianos descubren que entre la sociedad inmigrante hay en juego asuntos de mucho mayor calado. El descubrimiento de pruebas críticas y las oportunas advertencias de su superior para abandonar el caso no hacen sino aumentar la determinación de Brunetti para esclarecer este misterioso asesinato.
Con catorce casos resueltos y un clamoroso éxito internacional, Donna Leon está considerada una de las más importantes damas de la novela negra actual.

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– Así lo hacíamos al principio, pero luego nos pareció que era una pérdida de tiempo hacer la foto de un hombre al que habíamos arrestado seis o siete veces y al que saludamos cuando nos lo encontramos por la calle. -Empujó los papeles hacia Brunetti y agregó-: Ahora ya los tuteamos a todos y ellos nos llaman por el nombre.

Brunetti se acercó los papeles. -¿Por qué os molestáis todavía? -¿Quieres decir en arrestarlos? Brunetti asintió.

– El dottor Patta quiere que haya arrestos, y nosotros salimos y los arrestamos. Da buen aspecto a las estadísticas.

Brunetti, que esperaba esta respuesta, preguntó sin embargo:

– ¿Crees que sirve de algo?

– Sabe Dios -dijo Rubini moviendo la cabeza con resignación-. Hace que el vicequestore nos deje tranquilos durante una semana o dos, e imagino que si nos lo tomáramos en serio, si los arrestáramos a todos y les confiscáramos todos los bolsos, ellos, simplemente, se irían a otro sitio.

– ¿Pero…? -preguntó Brunetti.

Rubini puso una pierna encima de la otra, sacó un cigarrillo y lo encendió sin molestarse en pedir permiso.

– Pero mis hombres siempre les dejan algunos bolsos, aunque deberían confiscárselos todos. Al fin y al cabo, esa gente tiene que comer, ya sean africanos o italianos. Si les quitáramos todos los bolsos, no tendrían nada que vender.

Brunetti acercó al inspector la tapa de un frasco de Nutella.

– ¿Y los bolsos? -preguntó.

Rubini dio una larga calada y expulsó el humo por la nariz, poco a poco.

– ¿Te refieres a los que les dejamos o a los que nos llevamos?

– Está ese almacén de Mestre, ¿no?

– Ahora ya son dos. -Rubini se inclinó hacia adelante y sacudió la ceniza en el improvisado cenicero-. Todo está ahí-prosiguió, señalando las carpetas con la mano que sostenía el cigarrillo-. Este año llevamos confiscados unos diez mil bolsos. Por muchos que destruyamos, siempre hay más bolsos que confiscar. Pronto nos faltará sitio para almacenarlos.

– ¿Qué vais a hacer?

Rubini aplastó el cigarrillo y, sin disimular la exasperación, dijo:

– Si de mí dependiera, los devolvería a los vu cumprá, para que no tuvieran que comprar otros. Pero entonces, ¿qué sería de la gente que trabaja en las fábricas de Puglia, donde los confeccionan? -Se levantó bruscamente y, señalando las carpetas, dijo-: Si deseas algo más, ¡lámame. -En la puerta, se paró, volvió la cabeza hacia Brunetti y levantó una mano en ademán de impotencia-. Todo este asunto es alucinante -dijo, y se fue.

CAPÍTULO 7

Brunetti no había leído la Ilíada hasta que ya estaba en tercero de carrera -las laboriosas traducciones hechas en secundaria no podían considerarse una lectura propiamente dicha-, y la experiencia fue muy curiosa. Antes de leer el texto, ya sabía lo que cada uno de sus libros le depararía: hasta tal punto aquella historia era parte intrínseca de su mundo y su cultura. No le causó sorpresa la perfidia de Paris ni la aquiescencia de Helena, sabía que el audaz Príamo estaba condenado y que ni todo el valor del noble Héctor podría salvar a Troya de la destrucción.

Una sensación similar de déjá vu literario le producían ahora las carpetas de Rubini. Mientras leía el resumen de la reacción de la policía a la llegada a Italia de los vu cumprá, se sentía familiarizado con muchos elementos de la historia. Sabía que los primeros vendedores callejeros eran marroquíes y argelinos que vendían ilegalmente los productos de artesanía que habían traído consigo a Italia. Recordaba haber visto años atrás sus mercancías: animalitos tallados en madera, collares de abalorios, navajas de adorno y relucientes cimitarras falsas. Aunque el informe no lo decía, Brunetti suponía que a esta primera oleada de vendedores callejeros procedentes de las antiguas colonias francesas se los denominó con el barbarismo bilingüe con el que ellos trataban de atraer la atención de su nueva clientela.

Cuando los árabes cedieron paso a los africanos, la delincuencia bajó. Aunque la violación de las leyes de inmigración y la venta sin licencia persistían, en las fichas policiales de los hombres que habían heredado el nombre de vu cumprá prácticamente no aparecían robos ni actos de violencia.

Los árabes -asi le constaba al comisario- encontraron actividades más lucrativas; muchos emigraron a países del Norte que no tuvieron más remedio que aceptar los permisos de residencia que con tanta liberalidad les había concedido la acomodaticia burocracia italiana. En un principio, los senegaleses, que no solían practicar la delincuencia, eran vistos con buenos ojos por muchos residentes de la ciudad y, como se desprendía del relato de Gravan, se habían granjeado la benevolencia de por lo menos algunos de los policías de la calle, que así lo reconocían, aunque no sin cierta rudeza. Durante los últimos años, no obstante, la creciente insistencia con que los ambulanti trataban de atraer la atención de los transeúntes y su proliferación, que parecía imparable, empezaban a poner a prueba la buena voluntad de los venecianos.

En los informes de los arrestos realizados durante los últimos años, Brunetti no encontraba más delitos que los de infracción de las disposiciones relativas al visado y venta sin licencia. Había una violación, perpetrada seis años atrás, pero el violador era marroquí, no senegalés. En el único arresto en el que se consignaba violencia, un senegalés perseguía a un carterista albanés por Lista di Spagna, lo derribaba con un placaje y se quedaba sentado sobre su espalda hasta que llegaba la policía, a la que otro senegalés había llamado con su telefonino. Una nota manuscrita en el margen explicaba que el albanés tenía dieciséis años y, aunque había sido arrestado varias veces por robo callejero, fue puesto en libertad el mismo día, después de hacerle entrega de la consabida carta por la que se le ordenaba abandonar el país antes de cuarenta y ocho horas.

La última carpeta contenía un informe que daba cifras: se calculaba que durante algunos días del verano anterior había entre trescientos y quinientos ambulanti en las calles; las reiteradas redadas de la policía habían provocado una disminución temporal, pero en la actualidad se estimaba que su número se acercaba otra vez a los doscientos.

Al terminar la lectura del informe, Brunetti miró el reloj y alargó la mano hacia el teléfono. Marcó de memoria el número de Marco Erizzo, que contestó a la segunda señal.

– ¿Qué hay de nuevo, Guido? -preguntó riendo.

– Odio esos teléfonos -dijo Brunetti-. Ya no se puede pillar desprevenida a la gente.

– Sí, tienes razón, es muy James Bond -admitió Erizzo-, pero me permite filtrar las llamadas.

– Pues la mía no la has filtrado, a pesar de que ya te habrás figurado que te llamo para pedirte un favor -dijo Brunetti, saltándose las preguntas de cortesía acerca de la familia de Marco y sin esperar a que Marco se interesara por la suya. Como se conocían bien, Marco ya habría notado que el tono de voz de Brunetti no era el que éste emplearía para hacer una llamada puramente social.

– Siempre me interesa saber lo que se traen entre manos las fuerzas del orden -dijo Erizzo con fingida seriedad-. Por si puedo serles de utilidad, por supuesto.:

– No soy la Finanza, Marco -dijo Brunetti.

– Nada de bromas con eso, Guido, por favor -dijo Erizzo en tono apredablemente más frío-. Procura no mencionarlos cuando hables conmigo, y menos aún si me llamas al móvil.

Brunetti optó por no hacer comentario alguno acerca de la firme convicción de Marco de que todas 3as llamadas telefónicas, e-mails y faxes eran registrados por la Policía de Finanzas y dijo:

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