Donna Leon - Piedras Ensangrentadas

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Una fría noche, poco antes de Navidad, un vendedor ambulante africano es asesinado mientras intenta vender imitaciones de bolsos de diseño a unos turistas. ¿Por qué querría alguien matar a un inmigrante ilegal? La respuesta más obvia es la primera aceptada: un ajuste de cuentas entre ellos. Pero cuando Brunetti y sus fieles aliados, Vianello y la signorina Elettra, investigan en los bajos fondos venecianos descubren que entre la sociedad inmigrante hay en juego asuntos de mucho mayor calado. El descubrimiento de pruebas críticas y las oportunas advertencias de su superior para abandonar el caso no hacen sino aumentar la determinación de Brunetti para esclarecer este misterioso asesinato.
Con catorce casos resueltos y un clamoroso éxito internacional, Donna Leon está considerada una de las más importantes damas de la novela negra actual.

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Brunetti miró al marido, que prosiguió el relato:

– Martha tiene razón. Lo supe incluso antes de tocarlo. Aún estaba caliente, pobre muchacho, pero sin vida. No tendría más de treinta años. -Meneó la cabeza-. Por muchas veces que lo veas, siempre te parece nuevo. Y terrible. -Volvió a mover la cabeza y, como para dar énfasis a sus palabras, empujó el platillo y la taza unos centímetros hacia el centro de la mesa.

Su mujer le asió la mano y dijo, como si Brunetti no estuviera:

– No había nada que hacer, Fred. Aquellos dos hombres sabían lo que se hacían.

No hubiera podido decirlo con más naturalidad: «aquellos dos hombres».

– ¿Qué dos hombres? -preguntó Brunetti, procurando mantener la voz lo más serena posible-. ¿Podría decirme algo más sobre ellos?

– Estaba el del abrigo -dijo ella-. Lo tenía a mi derecha, un poco hacia atrás. Al otro no lo he visto, pero como el ruido venía de la izquierda tenía que estar al otro lado. NÍ siquiera estoy segura de que fuera un hombre. Lo supongo, porque el otro lo era.

Brunetti miró al marido.

– ¿Los vio usted, doctor?

Él movió la cabeza negativamente.

– No. Yo miraba lo que había en la sábana. Ni siquiera oí el ruido. -Y, a modo de demostración, volvió la cabeza para mostrar a Brunetti el caracol beige del audífono que llevaba en el oído izquierdo-. Cuando he oído que Martha me llamaba, no tenía ni idea de lo que ocurría. En realidad, he creído que le pasaba algo a ella, y me he puesto a empujar a unos y otros, y cuando la he visto en el suelo, aunque estaba de rodillas, en fin, no le diré lo que he sentido, sólo que no ha sido agradable. -Calló, afectado por el recuerdo, y esbozó una sonrisa nerviosa.

Brunetti comprendió que no sería oportuno insistir y, al cabo de unos momentos, el hombre prosiguió: -Como ya le he dicho, nada más tocarlo he sabido que estaba muerto.

Brunetti se volvió hacia la mujer. -¿Podría describirme a aquel hombre, doctora? En aquel momento, la camarera se acercó a preguntar si deseaban algo más. Brunetti miró a los dos americanos, que movieron la cabeza negativamente. Aunque no le apetecía, él pidió un café.

Transcurrió todo un minuto en silencio. La mujer contemplaba su taza, la apartó, imitando el movimiento de su marido, miró a Brunetti y dijo:

– No es fácil hacer una descripción. Llevaba sombrero, uno de esos sombreros que los hombres llevan en las películas. -Ampliando la descripción, agregó-: Las películas de los años treinta y cuarenta.

Se interrumpió, como si tratara de visualizar la escena, y prosiguió:

– No; lo único que recuerdo es la sensación de que era un hombre alto y muy corpulento. Llevaba abrigo, no sé si gris o marrón oscuro, no lo recuerdo. Y ese sombrero.

La camarera llevó el café a Brunetti y se alejó. Él, sin tocarlo, sonrió y dijo:

– Continúe, doctora, por favor.

– Abrigo y un pañuelo al cuello, quizá gris o quizá negro. Como había tanta gente, sólo he podido verlo de lado.

– ¿Podría darme una idea de su edad? -preguntó Brunetti.

– Pues no estoy segura, sólo me ha parecido que era un adulto, quizá como usted, poco más o menos. Creo que tenía el pelo oscuro, pero con aquella luz y el sombrero, era difícil distinguirlo. Además, no me he fijado mucho, porque en aquel momento no sabía lo que ocurría.

Brunetti pensó en la víctima y preguntó, consciente de cómo sonaría aquello:

– ¿Era blanco, doctora?

– Oh, sí; era europeo -respondió ella, y agregó-: Pero me ha dado la impresión de que parecía más mediterráneo que mi marido y yo. -Sonreía, para que no se ofendiera, y Brunetti no se ofendió.

– ¿Concretamente, por qué lo dice, doctora?

– Tenía una piel más oscura que la nuestra, me parece, y diría que los ojos negros. Era más alto que usted, agente, y mucho más alto que cualquiera de nosotros. -Reflexionó y concluyó-: También era más grueso. No era un tipo delgado, agente.

Brunetti dirigió su atención al marido.

– ¿Recuerda haber visto a ese hombre, doctor? ¿O a alguien que pudiera ser el otro?

El hombre del pelo blanco movió la cabeza de derecha a izquierda.

– No. Como ya le he dicho, mi única preocupación era mi esposa. Cuando la he oído gritar, me he quedado con la mente en blanco y ni siquiera podría decirle qué personas de nuestro grupo estaban allí. Brunetti preguntó entonces a la mujer: -¿Y usted, doctora, recuerda quiénes estaban? Ella cerró los ojos, tratando de evocar la escena una vez más. Al fin dijo:

– Estaban los Peterson; los tenía a mí izquierda y el hombre estaba detrás de mí, a la derecha. Y Lydia Watts, al otro lado de los Peterson. -Aún tenía los ojos cerrados. Cuando los abrió dijo-; No recuerdo a nadie más. Es decir, sé que estábamos allí todos, pero ellos son los únicos a los que recuerdo haber visto.

– ¿Cuántas personas componen el grupo, doctor? El marido respondió:

– Dieciséis. Mejor dicho -rectificó-, más cónyuges. La mayoría somos médicos retirados o semirretirados. Todos, del noreste. -¿Dónde se hospedan? -En el Paganelli -respondió el hombre. Brunetti se sorprendió de que un grupo tan numeroso hubiera encontrado habitaciones en aquel hotel y de que unos americanos hubieran tenido el acierto de elegirlo.

– ¿Y esta noche? ¿Hay cena programada para el grupo en algún sitio en particular? -preguntó Brunetti, pensando que tal vez podría localizarlos a todos e interrogarlos ahora, cuando los recuerdos que pudieran tener aún estarían frescos.

Los Crowley se miraron un momento y él dijo: -En realidad, no. Es nuestra última noche en Ve-necia y algunos decidimos cenar por nuestra cuenta. No había nada programado. -Sonrió un poco incómodo y añadió-: Supongo que ya empezamos a estar cansados de cenar todas las noches con las mismas personas.

– Nosotros pensábamos dar un paseo y entrar en algún sitio que nos gustara -dijo la esposa, sonriendo a su marido, como si se sintiera orgullosa de su decisión-. Pero ahora ya es muy tarde.

– ¿Y el grupo?

– Ellos tenían reserva en un sitio que está cerca de San Marco -dijo ella.

Y el marido explicó:

– Pero a nosotros no nos convenció el plan; demasiado color local.

Brunetti reconoció que, probablemente, no le faltaba razón.

– ¿Recuerdan el nombre? -preguntó.

Ellos movieron la cabeza en triste señal negativa. El hombre habló por los dos:

– Lo siento, agente, pero no lo recuerdo.

– Dicen que ésta es su última noche en la ciudad -empezó Brunetti, y ellos asintieron-. ¿A qué hora se marchan mañana?

– A las diez -dijo ella-. Vamos a Roma en tren y el jueves tomamos el avión. Queremos pasar la Navidad en casa.

Brunetti se acercó la cuenta de ellos dos, sumó su café y puso quince euros en la mesa. El hombre fue a protestar, pero Brunetti dijo:

– Paga la policía -mentira que pareció satisfacer al doctor-. Puedo recomendarles un restaurante -y añadió-: Me gustaría hablar con ustedes y con el resto del grupo mañana por la mañana en el hotel.

– El desayuno es a las siete y media -dijo ella-. Los Peterson siempre son muy puntuales. Si usted quiere, cuando volvamos llamaré a Lydia Watts, para decirle que baje a las ocho, y así podrá hablar con ella.

– ¿A las diez sale el tren o a las diez se van del hotel? -preguntó Brunettí, esperando no tener necesidad de estar al otro lado de San Marco a las siete y media de la mañana.

– El tren, de manera que tendremos que salir del hotel a las nueve y cuarto. Un barco irá a recogernos para llevarnos a la estación.

Brunetti se levantó y esperó mientras el hombre ayudaba a su mujer a ponerse el anorak y luego se ponía el suyo. Ahora los dos ancianos abultaban el doble. El comisario abrió la marcha hacia la puerta y la sostuvo abierta para que saliera la pareja. Una vez en el campo, señaló hacia la derecha y les dijo que fueran por la calle della Mandorla hasta el Rosa Rossa y que dijeran al dueño que los enviaba el comisario Brunetti.

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