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Donna Leon: Piedras Ensangrentadas

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Donna Leon Piedras Ensangrentadas

Piedras Ensangrentadas: краткое содержание, описание и аннотация

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Una fría noche, poco antes de Navidad, un vendedor ambulante africano es asesinado mientras intenta vender imitaciones de bolsos de diseño a unos turistas. ¿Por qué querría alguien matar a un inmigrante ilegal? La respuesta más obvia es la primera aceptada: un ajuste de cuentas entre ellos. Pero cuando Brunetti y sus fieles aliados, Vianello y la signorina Elettra, investigan en los bajos fondos venecianos descubren que entre la sociedad inmigrante hay en juego asuntos de mucho mayor calado. El descubrimiento de pruebas críticas y las oportunas advertencias de su superior para abandonar el caso no hacen sino aumentar la determinación de Brunetti para esclarecer este misterioso asesinato. Con catorce casos resueltos y un clamoroso éxito internacional, Donna Leon está considerada una de las más importantes damas de la novela negra actual.

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– ¿Qué médico viene? ¿Lo sabe?

– No, señor. Como tenía prisa por traer al equipo, dejé dicho en la questura que llamaran ellos al médico.

La pregunta de Brunetti quedó contestada por la llegada del dottor Ettore Rizzardi, medico légale de la ciudad de Venecia.

Ciao, Guido -dijo Rizzardi cambiándose el maletín a la mano izquierda para extender la derecha-. ¿Qué hay?

– Un muerto -dijo Brunetti-. Me han llamado a casa, diciendo que habían matado a alguien aquí, nada más. Yo mismo acabo de llegar.

– Pues vamos a ver -dijo Rizzardi dirigiéndose hacia la zona acordonada-. ¿Ha hablado con alguien? -No. Con nadie. -Hablar con Alvise no contaba. Rizzardi se agachó para pasar por debajo de la cinta, apoyando una mano en el suelo y luego sostuvo en alto la cinta, para facilitar el paso a Brunetti. El médico preguntó a uno de los técnicos: -¿Han tomado fotografías?

– Sí, dottore -respondió el hombre-. Desde todos los ángulos.

– Está bien -dijo Rizzardi, dejando el maletín en el suelo. Ladeando el cuerpo, sacó dos pares de guantes de plástico fino y dio un par a Brunetti. Mientras se los ponían, el médico preguntó-: ¿Querrá echarme una mano?

Se arrodillaron uno a cada lado del muerto. Lo único que estaba a la vista era el lado derecho de la cara y las manos. Sorprendió a Brunetti la negrura de la piel de aquel hombre pero enseguida se extrañó de su propia sorpresa. ¿De qué color esperaba él que fuera un africano? A diferencia de los negros de Norteamérica que había visto Brunetti, con tonos de piel que iban del canela al cobre, éste parecía de ébano pulido.

Entre los dos dieron la vuelta al cuerpo para ponerlo boca arriba. El frío había congelado la sangre, pegando la chaqueta a la sábana y al suelo y, al moverlo, como ellos tenían las rodillas apoyadas en la sábana, la tela se desprendió con un áspero crujido. Al oírlo, Rizzardi soltó el hombro del muerto y Brunetti, sin decir nada, bajó la mano con la que lo asía por el costado.

En el pecho del hombre se erguían picos de rígida tela ensangrentada, semejantes a los adornos que lfantasía de un repostero pudiera crear para un pastel de cumpleaños.

– Lo siento -dijo Rizzardi, no se sabía si a Brunetti o al muerto. Aún de rodillas, palpó con un enguantado dedo cada orificio de la parka-. Cinco. Al parecer, lo querían bien muerto.

Brunetti vio que el hombre tenía los ojos abiertos, y también la boca, inmovilizada en la expresión del pánico que debió de sentir cuando sonó el primer disparo. Era joven y bien parecido. Los dientes tenían una blancura que resplandecía en contraste con la piel. Brunetti hundió una mano en el bolsillo de la derecha de la parka del hombre y luego en el de la izquierda. Encontró unas monedas y un pañuelo usado. El bolsillo interior contenía dos llaves y varios billetes pequeños. Había un ticket de un bar con una dirección de San Marco; probablemente, uno de los bares del campo. Nada más.

– ¿Quién había de querer matar a un vu cumprà?. -preguntó Rizzardi poniéndose en pie-. Como si esos pobres diablos no tuvieran ya bastante que sufrir. -Miró al hombre que yacía en el suelo»-. Visto así, no sé dónde lo habrán alcanzado exactamente, pero tres de los orificios están muy juntos y cerca del corazón. Hubiera bastado uno para matarlo. -Metiéndose los guantes en el bolsillo, preguntó-: ¿Diría que es cosa de profesionales?

– Lo parece -respondió Brunetti ,consciente de que ello hacía aquella muerte más misteriosa todavía. Nunca había tenido que ocuparse de los vu cumprà porque muy pocos de ellos habían estado implicados en delitos graves y sus casos habían sido asignados a otros comisarios. Al igual que gran parte de la policía y que la mayoría de los residentes en la ciudad, Brunetti siempre había supuesto que los senegaleses estaban bajo el control del crimen organizado, razón que explicaría la corrección de su trato con el público: ú sus maneras no llamaban la atención, pocos serían los que se tomaran la molestia de preguntar cómo conseguían hacerse invisibles a los ojos de las autoridades, que los dejaban tranquilos. Con los años, Brunetti había llegado a no reparar en ellos y a olvidar cuándo habían sustituido a los primitivos vu cumprà argelinos y marroquíes que trataban de atraer la atención de los posibles compradores con esta expresión, mezcla de francés e italiano chapurreados.

De vez en cuando, la policía hacía una redada y les pedía los papeles, pero los vu cumprà nunca habían atraído la atención de las autoridades lo suficiente como para ser objeto de una de las «alertas contra el crimen» del vicequestore Patta, es decir, nunca se había afrontado seriamente la patente ilegalidad de su presencia y actividad. Se les dejaba practicar su comercio sin ser molestados por las fuerzas del orden, con lo que se soslayaba la pesadilla burocrática que supondría el intento de expulsar a cientos de inmigrantes sin papeles y devolverlos a Senegal, país del que, según se creía, procedían la mayoría de ellos.

¿Por qué, entonces, este crimen, un crimen que hacía pensar en un asesinato por encargo?

– ¿Cuántos años tendría? -preguntó Brunetti, por decir algo.

– No lo sé -respondió Rizzardi moviendo la cabeza dubitativamente-. Quizá unos treinta, o menos: me es difícil calcular la edad de una persona de raza negra antes de ver su interior.

– ¿Cuando podrá hacerlo?

– Mañana por la tarde a primera hora. ¿De acuerdo?

Brunetti asintió.

Rizzardi se agachó a recoger el maletín. Al levantarlo dijo:

– No sé por qué siempre traigo esto. Como si tuviera que usarlo para salvar a alguien. -Pensativo, se encogió de hombros y dijo-: La costumbre, seguramente. -Extendió la mano, estrechó la de Brunetti y dio media vuelta.

Brunetti dijo al técnico que había hecho las fotos:

– Cuando lo lleven al hospital, por favor, saque varias tomas de la cara desde distintos ángulos y mándemelas tan pronto como las tenga reveladas.

– ¿Cuántas copias, comisario?

– Una docena de cada.

– Está bien. Las tendrá mañana por la mañana.

Brunetti dio las gracias al hombre e hizo una seña a Alvise, que se mantenía a la expectativa a cierta distancia.

– ¿Alguien ha visto lo ocurrido? -le preguntó.

– No, señor.

– ¿A quién ha preguntado?

– A un hombre -respondió Alvise, señalando hacia la iglesia.

– ¿Cómo se llama?

Alvise abrió mucho los ojos sin disimular la sorpresa. Finalmente, después de una pausa tan larga que a cualquier otro le hubiera resultado violenta, dijo:

– No lo recuerdo, señor. -Ante el silencio de Brunetti, arguyó-: Me ha dicho que no había visto nada, comisario, por lo que no tenía que tomarle el nombre, ¿verdad?

Brunetti se volvió hacia los dos camilleros vestidos de blanco que llegaban en aquel momento.

– Pueden llevarlo al Ospedale, Mauro -dijo, y agregó-: El agente Alvise les acompañará.

Alvise abrió la boca para protestar, pero Brunetti se le adelantó:

– Así podrá averiguar si en el hospital ha ingresado alguien con heridas de bala. -Era poco probable, en vista de la precisión con la que, al parecer, se habían hecho los cinco disparos que habían matado al africano, pero por lo menos eso le permitiría librarse de Alvise. -Desde luego, comisario -dijo el agente, repitiendo su conato de saludo. Observó cómo los dos sanitarios levantaban el cadáver y lo ponían en la camilla, y los precedió hasta su lancha, pisando con energía, como si sólo gracias a su intervención pudieran tener la seguridad de llegar a ella .

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