Elizabeth George - Cenizas de Rencor

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Olivia Whitelaw ha vivido su vida como polo negativo de la de su autoritaria madre: esta quería que estudiase, pero ella dejó el instituto y se fue a vivir con un hombre casado, quien no tardó en dejarla a su vez. Abandonada y embarazada, su madre solo la readmitió en casa a condición de que abortase… Ahora quizá es demasiado tarde para enderezar su destino, pero no así para intentar comprender los extraños mecanismos psicológicos por los que una hija puede, aun en su rebeldía, vivir al compás de los caprichos de su madre. Para intentar comprender cómo los actos de una persona pueden venir invariablemente determinados por el criterio de otra. Y cómo una relación emocional tan enrarecida puede involucrar a otras personas e incluso dar lugar a un siniestro crimen… Por su parte, el inspector Linley tendrá que hilar muy fino para llegar al meollo de este amargo entramado de sentimientos.

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– ¿Y usted se quedó aquí sola? -preguntó Lynley a Olivia-. No salió. No oyó volver al señor Faraday.

– Exacto, inspector. Si no le importa, ¿podemos cenar ya?

Lynley abandonó su silla y se acercó a la ventana, donde ajustó las persianas para dedicar un largo escrutinio a Browning's Island, al otro lado del estanque.

– No había mujeres en la fiesta -dijo.

– ¿Qué pasa? -dijo Faraday-. Ya se lo he dicho.

– ¿La señorita Whitelaw no fue?

– Creo que aún se me puede considerar una mujer, inspector -dijo Olivia.

– Entonces, ¿dónde fueron usted y el señor Faraday a las diez y media del miércoles por la noche? Más importante aún, ¿de dónde venían cuando regresaron alrededor de las cinco de la madrugada? Si no estuvo en… ¿Dijo que era una fiesta solo para hombres?

Ninguno de los dos habló. Uno de los perros, el de tres patas, se puso en pie y cojeó en dirección a Olivia. Apoyó su cabeza deforme en la rodilla de la joven. Olivia bajó la mano y la apoyó con flaccidez.

Faraday no miró ni a la policía ni a Olivia. Extendió la mano hacia el andador que Olivia había empujado a un lado. Lo enderezó, recorrió con la mano el marco de aluminio. Por fin, dirigió una mirada a Olivia, como indicando que la decisión de aclarar la situación o seguir mintiendo dependía de ella.

– Bidwell -masculló Olivia-. Ese metomentodo. -Volvió la cabeza hacia Faraday-. Me he dejado los cigarrillos en la cama. ¿Quieres…?

– Sí.

Dio la impresión de que Faraday se alegraba de salir de la habitación, siquiera por el breve tiempo que tardaría en ir a buscar los cigarrillos. Volvió con un paquete de Marlboro, un encendedor y una lata de tomate con la etiqueta arrancada. La dejó entre las rodillas de Olivia. Sacó un cigarrillo y se lo encendió. Olivia habló sin quitárselo de la boca. Dejó que la ceniza cayera sobre su jersey negro.

– Chris me sacó -dijo-. Él se fue a la fiesta. Me vino a buscar cuando la fiesta terminó.

– ¿Estuvo ausente desde las diez de la noche hasta las cinco de la mañana? -preguntó Lynley.

– Exacto. Desde las diez de la noche a las cinco de la mañana. De hecho, hasta pasadas las cinco y media, lo cual le habría dicho Bidwell con mucho gusto si hubiera estado lo bastante sobrio para ver bien la hora.

– ¿Estuvo también en una fiesta?

Olivia lanzó una carcajada nasal.

– ¿Mientras los hombres sudaban viendo porno, las mujeres nos dedicábamos a comer pasteles de chocolate? No, no fui a una fiesta.

– ¿Dónde estuvo, por favor?

– No estuve en Kent, si va por ahí.

– ¿Puede confirmar alguien dónde estuvo?

Olivia inhaló y le miró a través del humo. La velaba con igual eficacia que el día anterior, tal vez más, porque no se quitaba el cigarrillo de la boca.

– Señorita Whitelaw -dijo Lynley. Estaba cansado. Estaba hambriento. Se estaba haciendo tarde. Ya estaba harto de dar vueltas en torno a la verdad-. Quizá nos sentiríamos todos más cómodos si sostuviéramos esta conversación en otra parte.

Havers cerró la libreta.

– Livie -dijo Faraday.

– De acuerdo. -Olivia apagó el cigarrillo y manoseó con torpeza el paquete, que resbaló de sus dedos y cayó al suelo-. Déjalo -dijo cuando Faraday quiso recogerlo-. Estaba con mi madre.

Lynley no estaba seguro de lo que esperaba escuchar, pero no era eso.

– Su madre.

– Exacto. Sin duda ya la conoce. Miriam Whitelaw, mujer de escasas pero siempre correctas palabras. Staffordshire Terrace número 18. La vieja y mohosa reliquia victoriana. Me refiero a la casa, no a mi madre, por cierto. Aunque ella viene en segundo lugar en el departamento de mohos y antiguallas. Fui a verla a las diez y media del miércoles por la noche, cuando Chris fue a la fiesta. Me vino a buscar de madrugada, camino de casa.

Havers volvió a abrir la libreta. Lynley oyó que su lápiz se deslizaba con furia sobre el papel.

– ¿Por qué no me lo dijo antes? -preguntó. Calló la pregunta más importante: ¿por qué no se lo había dicho antes Miriam Whitelaw?

– Porque no tenía nada que ver con Kenneth Fleming. Con su vida, su muerte o lo que fuera. Tenía que ver con Chris. Tenía que ver con mi madre. No se lo dije porque no era asunto suyo. Ella no se lo dijo porque quiso proteger mi intimidad. La poca que me queda.

– Nadie tiene intimidad en una investigación por asesinato, señorita Whitelaw.

– Y una mierda. Qué mentalidad estrecha, arrogante y presuntuosa. ¿Se lo dice a todo el mundo? No conocía a Kenneth Fleming. Nunca me encontré con él.

– Entonces, supongo que deseará quedar libre de cualquier sospecha. Su muerte, al fin y al cabo, elimina todos los obstáculos que le impedían heredar la fortuna de su madre.

– ¿Siempre ha sido tan idiota, o está haciendo un esfuerzo por mí? -Levantó la cabeza y miró al techo. Lynley vio que parpadeaba. Vio que su garganta se agitaba. Faraday apoyó la mano sobre el brazo de la silla, pero no la tocó-. Míreme -dijo entre dientes. Bajó la cabeza y miró a Lynley a los ojos-. Míreme y utilice la sesera. Me importa una mierda el testamento de mi madre. Me importan una mierda su casa, su dinero, sus acciones, sus bonos, sus negocios, todo. Me estoy muriendo, ¿vale? ¿Es capaz de asimilar ese dato, pese a que destruya su precioso caso? Me estoy muriendo. Muriendo. De modo que si se me hubiera metido en la cabeza cargarme a Kenneth Fleming para hacerme con la herencia de mi madre, ¿de qué me serviría, en el nombre de Dios? Moriré antes de dieciocho meses. Ella vivirá otros veinte años. No voy a heredar nada, ni de ella ni de nadie. Nada. ¿Lo ha entendido?

Había empezado a temblar. Sus piernas sufrían convulsiones. Faraday murmuró su nombre.

– ¡No! -gritó Olivia, sin un motivo muy claro. Apretó el brazo izquierdo contra el cuerpo. Su cara había adquirido cierto brillo durante el interrogatorio, y ahora parecía resplandeciente-. Fui a verla el miércoles por la noche porque sabía que Chris tenía la fiesta y no podía venir conmigo. No quería que Chris viniera conmigo. Quería verla a solas.

– ¿A solas? -preguntó Lynley-. ¿No corría el riesgo de encontrarse con Fleming?

– Me daba igual. No podía soportar la idea de que Chris me viera rebajándome, pero si Kenneth estaba, incluso si se quedaba con nosotras, mis posibilidades de éxito aumentaban. Tal como yo lo veía, mi madre estaría muy contenta de interpretar el papel de Lady Perdón y Madre Compasión delante de Kenneth. Ni se le ocurriría echarme a la calle delante de Kenneth.

– ¿Y si no estaba delante?

– Comprendí que daba igual. Mi madre vio… -Olivia volvió la cabeza hacia Faraday. Este debió creer que necesitaba aliento, porque asintió con expresión cariñosa-. Mi madre me vio. Así. Tal vez peor, porque era tarde, de noche, y por las noches tengo peor aspecto. Resultó que no necesité rebajarme. No necesité pedir nada.

– ¿Para eso fue a verla? ¿Para pedirle algo?

– Sí. Para eso.

– ¿Qué era?

– No tiene nada que ver con esto. Ni con Kenneth. Ni con su muerte. Solo conmigo y mi madre. Y también mi padre.

– No obstante, es un detalle importante. Hemos de saberlo. Lamento que sea difícil para usted.

– No. No lo lamenta. -Movió la cabeza de un lado a otro, en una lenta negación. Parecía demasiado cansada para seguir luchando-. Yo pedí. Mi madre accedió.

– ¿A qué, señorita Whitelaw?

– A mezclar mis cenizas con las de mi padre, inspector.

Capítulo 17

Barbara Havers se sintió en el paraíso cuando llegó a la bandeja un segundo antes que Lynley y se sirvió la última ración de calamari fritti. Se demoró en decidir qué salsa utilizaría para bañar los calamares: marinada, aceite de oliva virgen con hierbas, o ajo y mantequilla. Se decantó por la segunda, mientras se preguntaba qué era virgen, el aceite o las olivas. Y cómo era posible que uno de ambos fuera virgen, para empezar.

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