– Fue por ella. Estaba en Kent. Le había telefoneado para decirle que se lo quería follar a base de bien, como nunca antes, quería darle algo que recordaría mientras estuviera en Grecia conmigo, y él no pudo esperar. Por eso fue a verla. Salido como un perro.
No fue directamente a Celandine Cottage, dijo Jimmy, porque quería sorprenderles. No quería correr el riesgo de que oyeran la moto. No quería que le vieran en el camino particular. Dejó atrás el desvío de Springburn. Road y siguió hasta el pueblo. Aparcó detrás del pub y escondió la moto entre los arbustos que bordeaban el ejido. Fue a pie por el camino.
– ¿Cómo conocías el camino peatonal? -preguntó Lynley.
Habían ido allí de niños, ¿no? Cuando su padre se mudó mientras jugaba en el equipo de Kent. Iban los fines de semana. Shar y él iban a explorar. Los dos conocían el camino. Todo el mundo conocía el camino.
– ¿Qué pasó aquella noche en la casa? -preguntó Lynley.
Saltó el muro contiguo a la casa, explicó, el que daba a la dehesa perteneciente al granjero de la parte este. Lo siguió hasta llegar a la esquina de la propiedad que pertenecía a Celandine Cottage. Trepó a la verja, saltó el seto y cayó al final del jardín.
– ¿Qué hora era?
No lo sabía. Fue después de que cerrara el pub de Lesser Springburn, porque no había coches en el aparcamiento cuando llegó. Se quedó al fondo del jardín y pensó en ellos.
– ¿En quiénes?
En ella, dijo. En la rubia. Y en su padre. Confió en que estuvieran disfrutando del polvo. Confió en que estuvieran sudando como energúmenos, porque decidió en aquel momento que iba a ser el último.
Sabía dónde guardaba la copia de la llave, en el cobertizo de las macetas, debajo del pato de barro. Fue a buscarla. Abrió la puerta de la cocina. Prendió fuego a la butaca. Corrió a buscar la moto y volvió a casa.
– Quería que murieran los dos. -Aplastó el cigarrillo en el cenicero y escupió una hebra de tabaco sobre la mesa-. Ya me encargaré de esa vaca después. Ya lo verá.
– ¿Cómo sabías que tu padre estaba allí? ¿Le seguiste cuando marchó de Kensington?
– No fue necesario, ¿vale? Bien que le encontré.
– ¿Viste su coche? ¿Estaba aparcado delante de la casa, o en el camino particular?
Jimmy le miró con incredulidad. El coche era más precioso para su padre que su santa polla. No lo dejaría fuera, con un garaje a mano. El chico rebuscó en su paquete de cigarrillos y logró extraer otro arrugado. Lo encendió sin la menor dificultad. Vio a su padre a través de la ventana de la cocina, dijo, antes de que apagara las luces y subiera a tirársela.
– Cuéntame lo del fuego -dijo Lynley-. El de la butaca.
¿Qué quería saber?, preguntó Jimmy.
– Dime cómo lo encendiste.
Utilizó un cigarrillo. Lo encendió. Lo encajó en la jodida butaca. Salió por la cocina y volvió a casa.
– Vayamos paso por paso, si te parece. ¿Estabas fumando un cigarrillo en aquel momento?
No, claro que no. ¿Qué se creía la bofia? ¿Que era un panoli?
– ¿Era uno de esos, un JPS?
– Sí, exacto. Un JPS.
– ¿Lo encendiste? ¿Quieres enseñarme cómo, por favor?
Jimmy separó un poco la silla de la mesa.
– ¿Qué quiere que le enseñe? -preguntó con brusquedad.
– Cómo encendiste el cigarrillo.
– ¿Por qué? ¿Nunca ha encendido uno?
– Me gustaría ver cómo lo hiciste.
– ¿Cómo cono supone que lo encendí?
– No lo sé. ¿Utilizaste un encendedor?
– Claro que no. Cerillas.
– ¿Como esas?
Jimmy apuntó con la barbilla a Havers. Su expresión proclamaba «no me pillarás».
– Esas son de ella.
– Ya lo sé. Pregunto si utilizaste una carterita de cerillas, ya que no utilizaste encendedor.
El chico bajó la cabeza. Concentró su atención en el cenicero.
– ¿Eran las cerillas como estas? -insistió Lynley.
– Que le den por el culo -murmuró Jimmy.
– ¿Las llevabas encima, o eran cerillas de la casa?
– Se lo merecía -dijo Jimmy, como si hablara solo-. Ya lo creo que se lo merecía, y ella será la siguiente. Ya lo verá.
Alguien llamó a la puerta de la sala de interrogatorios. La sargento Havers fue a abrirla. Siguió un murmullo de conversaciones. Lynley observó a Jimmy Cooper en silencio. La cara del muchacho, lo que Lynley podía ver de ella, había adoptado una expresión de indiferencia, como moldeada en hormigón. Lynley se preguntó qué gradó de dolor, culpabilidad y pena eran necesarios para fingir tanta indiferencia.
– Señor -llamó Havers desde la puerta. Lynley se acercó. Nkata estaba en el pasillo-. Informes de la Isla de los Perros y Little Venice. Están en la sala de incidencias. ¿Voy a ver qué hay?
Lynley negó con la cabeza.
– Dale al chico algo de comer -dijo a Nkata-. Tómale las huellas. Mira a ver si entrega los zapatos voluntariamente. Supongo que sí. También necesitaremos una muestra de ADN.
– Será complicado -dijo Nkata.
– ¿Ha llegado ya su abogado?
– Aún no.
– Entonces, intenta que lo haga voluntariamente antes de soltarle.
– ¿Soltarle? -exclamó Havers-. Pero, señor, acaba de decirnos…
– En cuanto llegue su abogado -continuó Lynley, como si Havers no hubiera hablado.
Nkata concluyó el pensamiento.
– Tenemos problemas.
– Actúa con rapidez -dijo Lynley antes de que Nkata entrara-, pero procura que el chico ncrpierda la calma.
– De acuerdo.
Nkata entró en la sala de interrogatorios. Lynley y Havers se encaminaron a la sala de incidencias. La habían dispuesto cerca del despacho de Lynley. Mapas, fotografías y planos colgaban de las paredes. Había expedientes diseminados sobre los escritorios. Seis agentes detectives (cuatro hombres, dos mujeres) trabajaban en los teléfonos, en los archivos y en una mesa circular cubierta de periódicos.
– Isla de los Perros -dijo Lynley cuando entró en la sala, y tiró su chaqueta sobre el respaldo de una silla.
Contestó una de las agentes, con un teléfono apoyado sobre el hombro, mientras esperaba a que alguien contestara al otro extremo.
– El chico entra y sale toda la noche, casi todos los días de la semana. Tiene una moto. Sale por atrás y arma un cirio en el camino que separa las casas, acelera, toca la bocina, todo eso. Los vecinos no pueden jurar que salió el miércoles por la noche, porque sale casi todas las noches y una noche se parece mucho a otra. Tal vez estaba, tal vez no, con más posibilidades a favor del sí.
Su compañero, un agente vestido con tejanos descoloridos y sudadera, añadió:
– Es una auténtica pesadilla. Peleas con los vecinos.
Chulea a chicos más pequeños. Contesta con insolencia a su madre.
– ¿Qué hay de su madre?
– Trabaja en el mercado de Billingsgate. Va a trabajar a eso de las cuatro menos cuarto de la mañana. Vuelve alrededor de mediodía.
– ¿El miércoles por la noche? ¿El jueves por la mañana?
– El único ruido que hace es encender el motor del coche -dijo la agente-. Los vecinos no pudieron decirnos gran cosa sobre ella cuando preguntamos acerca del miércoles. Fleming la visitaba con regularidad. Todas las personas con quienes hablamos lo confirmaron.
– ¿Para ver a los niños?
– No. Aparecía a eso de la una de la tarde, cuando los crios no estaban en casa. Sé quedaba unas dos horas o más. Estuvo a principios de semana, por cierto. El lunes o el martes.
– ¿Trabajó Jean el jueves?
La agente hizo un gesto con el teléfono.
– Estoy en ello. Hasta el momento, no he podido localizar a alguien que nos lo pudiera decir. Billingsgate está cerrado hasta mañana.
– Dijo que el miércoles por la noche estaba en casa -dijo Havers a Lynley-, pero no hay nadie que pueda confirmarlo, porque estaba sola con los chicos. Y estaban dormidos.
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