Sara Paretsky - Medicina amarga

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V. I. Warshawski, detective privado, intenta resolver una serie de asesinatos que comienzan con la extraña muerte de su amiga Consuelo y su bebé en una lujosa clínica, ¿Hubo negligencia? ¿Quién mató al joven médico negro que la atendía? Al mismo tiempo tiene que luchar con los problemas domésticos habituales: la dieta desordenada, los efectos del fanatismo religioso o la dura vida de Chicago.

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– Gracias por el testimonió -dije, inclinándome por encima de la mesa-. Se aprecia en lo que vale y será enviado a nuestra oficina central en Trípoli, en donde se le dará una respuesta adecuada. De todas formas, Murray, no hace falta que vengas tú. Le pedí a Max que te incluyese por pura cortesía.

– ¡Oh, no, claro que voy! Si esta historia empieza a salir a la luz el viernes, quiero estar presente. De todas formas, quiero poner la historia en orden, lista para publicar, en el momento en que tu amigo Burgoyne te mire con sus honestos pero preocupados ojos y diga: «Vic, me has convencido para que me entregue.» ¿O te llama «cariñito», o «Victoria», o «La-Que-Debe-Ser-Obedecida»?

XXX

Voz de ultratumba

Cuando llegamos a Beth Israel y nos fuimos al centro de Transcripciones Médicas, encontrar el informe de Malcolm resultó de lo más anticlimático. Las operarias nocturnas se quedaron asombradas al ver entrar a Max. Las risas y las conversaciones que oíamos al acercarnos por el pasillo cesaron inmediatamente y todo el mundo volvió a enfrascarse en sus máquinas con una intensidad tal que parecían estar intentando localizar misiles de largo alcance en las pantallas.

Max, actuando como si el que el director apareciese por allí a las diez de la noche fuese lo más natural del mundo, le pidió a la jefa los trabajos de Malcolm Tregiere. Ella se acercó a un archivador abierto, hojeó hasta llegar a la letra T, y sacó un sobre de papel manila con el nombre de Malcolm escrito encima.

– Me pregunto por qué no habrá venido a por él. Lleva aquí casi un mes.

Eché una mirada a Lotty, que se estaba controlando con grandes esfuerzos.

– Se murió -dijo finalmente con voz ronca-. Puede que no viera usted las noticias y el anuncio aquí en el hospital.

– ¡Oh, vaya…! Lo siento. Era un hombre para el que daba gusto trabajar.

Cuando Max ya se iba con la carpeta, ella dijo, dudando:

– Esto… mire, señor Loewenthal. Se supone que no podemos dejar que los dictados se los lleve nadie más que la persona que los hizo. ¿Podría hacerme el favor de escribirme una notita para mi supervisor? Ya sabe, explicándole que el doctor Tregiere murió y que se hace usted responsable de los papeles.

– No tenía ni idea de que dirigía un hospital tan bien organizado -murmuró Max irónico. Pero cogió obediente un papel y escribió en él unas líneas.

Le seguimos fuera de la habitación, intentando no actuar como tigres alrededor de una gacela. Max sacó un puñado de papeles del sobre y los hojeó, sin dejar de caminar hacia su oficina. Nosotros le seguíamos.

– Sí, aquí está. Consuelo Hernández. «A petición de la doctora Herschel, fui hasta el hospital Friendship el veintinueve de julio, donde acababan de admitir a Consuelo Hernández a las trece cincuenta y dos. Según la enfermera de guardia, llegó inconsciente y de parto…»

Tendió el montón de papeles a Lotty.

– No lo entiendo -dijo Murray mirando hambriento a Lotty-. Si es verdad que los chicos de Friendship querían esto hasta el punto de matar por ello, ¿por qué no hicieron sencillamente lo que acaba de hacer usted? ¿Venir y cogerlo?

Lotty levantó un instante la vista de los papeles.

– No sabían que formaba parte del personal de aquí. Sabían que era socio mío, nada más. Yo ni siquiera pensé en ello. Mi secretaria, la señora Coltrain, mecanografiaba los dictados de las personas que él atendía en la clínica. Nunca se me ocurrió que no le diese a ella todas las notas. ¡Qué estupidez! Pero entre el choque por su asesinato y el ataque contra la clínica, no he discurrido muy bien este último mes. Ni siquiera recuerdo haberme acordado de su informe acerca de Consuelo en Friendship hasta que me enteré de la demanda, la semana pasada.

Llegamos a la oficina de Max y esperamos hasta que abrió la puerta y encendió las luces. Era una habitación confortable, sin la opulencia de sus colegas de Friendship, pero llena de chismes que revelaban la existencia de una vida larga e interesante. El escritorio, arañado por los años de uso, se erguía sobre una alfombra persa, como el de Alan Humphries. Ésta era vieja y gastada por algunos lugares. Max se la había comprado cuando tenía veinticinco años en una tienda de segunda mano en Londres. Las estanterías estaban llenas de libros, la mayoría acerca de dirección de hospitales y finanzas, pero muchos también sobre el arte oriental que tanto le gustaba coleccionar.

Lotty se sentó en un sofá desteñido para acabar de leer. Murray la miraba fijamente, como si pensase que a base de mirarla iba a conseguir absorber el material conectado con sus ondas cerebrales. Yo estaba fatigada; una mezcla de demasiado vino, poca comida y las desagradables reflexiones que me había hecho sobre Peter Burgoyne. Me senté en un sillón un poco apartada de los demás y cerré los ojos. Cuando Lotty habló al fin, no los abrí.

– Está todo aquí. La dejaron sin atención durante más de una hora. Debieron empezar con el sulfato de magnesio cuando tú les dijiste que Malcolm iba para allá, Vic.

No me moví al oír mi nombre y ella continuó.

– Dice que le dijeron que habían utilizado ritodrina. Eso me dijo él por teléfono. Pero él llegó poco después de su primera parada cardíaca y seguía intrigado por lo que podía haberla causado. Así que llamó a la enfermera jefe cuando llegó a Beth Israel y le sacó la verdad: ella estaba preocupada por el estado de Consuelo y quería hablar… Abercrombie apareció justo antes de que Malcolm se fuera. A las seis.

– ¿Abercrombie? -ése era Murray.

– Oh, sí. Tú no sabes nada de esto, ¿verdad? -contestó Lotty-. Es el perinatólogo que anuncian como parte integrante de su personal. En este momento forma parte del equipo de Outer Suburban, ese gran complejo hospitalario y educativo de Barrington. Cuando le llaman a Friendship, deja a un sustituto.

Nadie dijo nada durante unos cuantos minutos. Luego, me obligué a mí misma a sentarme, pensar y abrir los ojos.

– ¿Tienes una caja fuerte? -le pregunté a Max. Cuando él asintió, dije-: Me sentiría mejor si todo esto estuviese bajo llave. Pero hagamos fotocopias antes. Murray, ¿puedes hacer copias de treinta y cinco milímetros del informe de Malcolm y de las notas de Burgoyne?

– Me temía algo así -dijo-. Va a costar una fortuna. Veinticuatro horas dando vueltas… Tendremos que dividir esas páginas en cuatro para que sean legibles… Doce diapositivas. ¿Tienes seiscientos dólares, Warshawski?

Ya sabía él perfectamente que no los tenía. Max habló:

– Aquí tenemos nuestro propio cuarto oscuro para hacer diapositivas, Ryerson.

Yo me levanté.

– Gracias, Max. Te lo agradezco… Me voy a casa. El día ha sido demasiado largo. He pensado mucho.

– Ven conmigo, querida -dijo Lotty-. No quiero que conduzcas. Y no quiero que vuelvas a ese desastre de apartamento. Además, fuese quien fuese el que entró, puede pensar que tienes algo más que esconder. Me sentiré mejor si estás a salvo conmigo.

Nadie puede sentirse totalmente seguro si tiene que enfrentarse a un recorrido nocturno en coche con Lotty, pero la oferta me animó. La idea de subir las escaleras solitarias de la parte de atrás hasta la puerta de mi cocina no dejaba de darme vueltas en la cabeza.

Esperamos mientras Max estaba abajo en el vestíbulo copiando los papeles. Tenía una pequeña caja fuerte de pared detrás del escritorio, colocada allí por el administrador para que guardase sus papeles personales; «una respuesta absurda al crimen urbano» la llamaba él, pero esa noche se reveló bastante útil.

Murray, casi babeando como un sabueso, cogió las copias. Estuve a punto de reírme al ver su cara cuando intentó leerlas. Nada como la jerga de otro para hacerte sentir completamente ignorante.

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