Sara Paretsky - Medicina amarga

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V. I. Warshawski, detective privado, intenta resolver una serie de asesinatos que comienzan con la extraña muerte de su amiga Consuelo y su bebé en una lujosa clínica, ¿Hubo negligencia? ¿Quién mató al joven médico negro que la atendía? Al mismo tiempo tiene que luchar con los problemas domésticos habituales: la dieta desordenada, los efectos del fanatismo religioso o la dura vida de Chicago.

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– ¿«Embolia por fluido amniótico: Seguimiento en equipo»? -susurró incrédulo-. ¿Dónde demonios me ha metido, Warshawski?

Yo estaba casi demasiado nerviosa para hablar.

– Espere un poco.

Miré el programa.

«Bienvenida», por Alan Humphries, MHA, director ejecutivo de Friendship V.

«Introducción», por el doctor Peter Burgoyne, director del servicio de obstetricia de Friendship.

Luego, una serie de seis conferencias sobre el tratamiento de la embolia por varios especialistas eminentes, algunos de Chicago, dos de la costa este.

«Comida», seguida de descripción de casos clínicos y discusión de grupo.

«Fin», a las tres, a tiempo para unirse al atasco y llegar a casa.

Me fijé en que la cuota de admisión era de doscientos dólares. Max debía haberla pagado. Me incliné por encima de Lotty para darle en el brazo y señalárselo en el programa. Sonrió y sacudió la cabeza enfáticamente.

A las nueve y media, el auditorio estaba lleno hasta las dos terceras partes. La mayoría de los asistentes había ocupado sus asientos. El grueso de la gente eran hombres, advertí de manera automática, y Rawlings era el único negro presente. Nosotros, los hijos de los sesenta, hacemos ese tipo de recuentos sin pararnos a pensar que estamos en un lugar público.

Con una sonrisa final y un gesto hacia el grupo con el que estaba hablando, Humphries les invitó a sentarse y se subió al escenario. Peter tomó asiento en la primera fila, junto a las escaleras del escenario.

– Hola, soy Alan Humphries, director ejecutivo del hospital Friendship. Quisiera darles a todos la bienvenida en un día tan hermoso, cuando sabemos todos muy bien que preferirían estar en el campo de golf, es decir, tratando a sus pacientes (grandes risas).

Un rápido chiste sobre un tocólogo, una serie de palabras serias sobre la dificultad de tratar las embolias por fluido amniótico, una hábil cuña acerca del compromiso adquirido por Friendship hacia sus pacientes, y Humphries presentó a Peter.

– Estoy seguro de que la mayoría de ustedes lo conocen ya. Su destreza y dedicación en el campo de la obstetricia no son fáciles de encontrar hoy en día. Aquí, en Friendship, nos sentimos muy afortunados por tenerle entre nosotros, encabezando nuestra intención de ofrecer un servicio de obstetricia completo.

Educado aplauso al levantarse Peter y encaminarse hacia las escaleras del podio. Humphries se sentó en la silla que Peter dejó libre. Las luces bajaron y el proyector mostró la primera diapositiva en la pantalla: el logotipo de Friendship encabezaba una gran foto del hospital en forma de estrella de mar. El nudo de mi estómago estaba tan apretado que deseé no haber desayunado.

Utilizando un control remoto para hacer avanzar las diapositivas, Peter se acercó rápidamente al tema principal de su conferencia. Comenzó con una tabla de estadísticas sobre morbilidad en obstetricia en los años 1980-1985. La siguiente diapositiva, dijo, termina con todas las muertes por causa conocida.

Mientras hablaba, describiendo la hipoxia fetal, la ruptura de las membranas fetales y otros temas técnicos, la audiencia se agitó, presa de una extraña inquietud. Luego, un susurro se extendió entre ellos, como una bandada de pájaros extendiéndose por un campo de trigo. La fluida voz de Peter vaciló. Se volvió para mirar a la pantalla y vio su propia escritura apretada, muy aumentada.

«Vista paciente a las 14,58… En ausencia del doctor Abercrombie, se decidió tratarla con 4 gr. de sulf. de mg. intravenoso STAT y 4 gr./hora. A las 15,30, vista la paciente de nuevo, aún comatosa; sin reflejos, sin eliminación urinaria, dilatación hasta 7 cm. Se sigue con el sulf. de mg. intravenoso.»

Peter se quedó momentáneamente anonadado; luego, apretó el botón del control remoto. Su propia exposición despiadada de los errores en el tratamiento de Consuelo continuó en la diapositiva siguiente.

Vi como alguien se levantaba rápidamente en la primera fila y se dirigía hacia el pasillo. La cabina del proyector se abrió detrás de nosotros. La pantalla quedó vacía y las luces se volvieron a encender. La voz de Alan Humphries resonó a través de un altavoz desde la cabina de proyección.

– Disculpen un momento, señores. Una de las secretarias debe haber confundido las diapositivas con las de una charla interna sobre mortalidad. Doctor Burgoyne, ¿quiere acercarse y ayudarme a seleccionar las diapositivas equivocadas?

Peter no pareció oírle. Bajo el crudo resplandor de las luces del escenario, su rostro cansado estaba ligeramente amarillo. No prestó atención a los murmullos crecientes de la audiencia. Dejó caer el control remoto del proyector y se marchó por el pasillo. Pasó de largo ante la cabina de proyección. Salió por las puertas dobles.

Humphries tardó unos instantes en darse cuenta de que Peter no iba a entrar en la cabina. Reaccionó en seguida y sugirió a la audiencia que se tomase un pequeño descanso. Dio instrucciones para localizar la cafetería, donde todo el mundo estaba invitado a café y bollos.

Tan pronto como Humphries abandonó el teatro, le di un codazo a Rawlings. El se puso de pie en seguida y los dos nos precipitamos hacia la puerta. Oí que Murray me llamaba quejumbroso por encima del estrépito, pero no me detuve. Rawlings me seguía mientras yo volaba por los pasillos hasta el ala de obstetricia.

Había olvidado las puertas dobles que impedían el paso a las personas que no estuviesen adecuadamente vestidas y enmascaradas. Dudé un instante, pero decidí no perder tiempo bajando las escaleras y volviendo a subir por el otro lado, y pasé a través de ellas. Rawlings me pisaba los talones. Una enfermera furiosa trató de detenernos, pero la ignoramos, ignoramos a dos mujeres sudorosas de parto, no prestamos la menor atención a un médico que salió de una de las salas laterales y nos chilló algo.

Atravesamos las puertas del extremo más alejado. El pasillo, que estaba desierto a las dos de la mañana, se encontraba ahora repleto de figuras apresuradas. Pasamos entre ellas a empujones y entramos en la oficina de Peter.

La secretaria de Peter era una de las jóvenes de alegre rostro que se ocupaban de las inscripciones. Su sonrisa automática de bienvenida se trocó en pánico cuando pasamos corriendo a lo largo de su escritorio y nos precipitamos dentro de la oficina de su jefe.

– No está aquí. Está en una reunión. No vendrá en todo el día.

Abrí de todas formas la puerta de su oficina y miré. Estaba vacía. La secretaria gimoteaba en segundo término. No estaba acostumbrada a echar a gente y no sabía por dónde empezar.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Rawlings bruscamente.

Pensé durante un minuto.

– En su casa, supongo -me volví hacia la secretaria-. Alan Humphries no ha estado aquí, ¿verdad? ¿No? Creo que es más rápido que yo. O conoce mejor a Burgoyne.

Nos marchamos. Llevé a Rawlings abajo por la escalera más cercana.

– Conoce usted muy bien este sitio -dijo suspicaz-. ¿Sabe dónde vive Burgoyne?

Cuando asentí, añadió irónico:

– El doctor y usted eran buenos amigos, ¿no? Así que está usted segura que no le importará que vaya a molestarle.

– No estoy segura de nada -le solté, con los nervios de punta-. Si esto se convierte en una cacería de patos salvajes, le habré costado a la ciudad de Chicago su salario de una mañana entera y podrá usted pasarme la cuenta.

– Bueno, relájese, señora W. Si eso es todo lo que le preocupa, es una suma tan pequeña que no merece la pena ni que piense en ello. Me lo estoy pasando muy bien -habíamos llegado a la puerta principal y nos dirigíamos al aparcamiento-. ¿Mi coche o el suyo?

– El suyo, por supuesto. Si uno de los polis locales le para por exceso de velocidad, siempre puede reclamar cortesía profesional o algo así.

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