Elizabeth George - Memoria Traidora

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Intrigada por el silencio que se había originado a sus espaldas, lentamente, la mujer comenzó a darse la vuelta. De pronto, una luz brillante cegó sus ojos, dejándola inmóvil, en medio de la calle, como suele sucederle a las presas indefensas. En milésimas de segundo, el estrepitoso rugir de un motor y el chirriar de unos neumáticos le congelaron la sangre y le hicieron ver que no tendría escapatoria. Cuando el coche la derribó, su cuerpo y la misteriosa fotografía que llevaba en sus manos salieron disparados hacia el gélido aire de la noche londinense. Sin duda, se había tratado de un asesinato. Y de una frialdad estremecedora, como pudo constatar poco después la policía, cuando descubrió que el conductor no sólo la había atropellado, sino que había dado marcha atrás para pasar sobre su cuerpo inerte para rematarla.
El problema era que, a partir de ahí, las pistas, más que apuntar hacia un asesino en el presente, parecían perderse en un confuso laberinto de crímenes, mentiras, culpas y castigos que habían rodeado la extraña muerte de una niña, hacía más de dos décadas. Como si se tratara de una máquina del tiempo, el suceso se había encargado de reabrir un lejano misterio que, por errores y debilidades humanas, nunca se había terminado de cerrar. La única verdad, si es que cabía encontrar alguna certeza, tenía que yacer en un antiguo y terrible secreto. Un secreto guardado, oculto y quizá perdido en alguna suerte de su memoria traidora.

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– ¡Cuéntanos cómo lo has hecho! -gritó alguien entre la multitud en el instante en que Miranda Webberly se acercaba al pastel para ayudar a sus padres.

– Pues no teniendo ninguna expectativa -respondió Frances Webberly con rapidez mientras cogía a su marido del brazo con ambas manos-. Lo tuve que aprender muy pronto, ¿no es verdad, cariño? Y ya está bien, porque la única cosa que he ganado con este matrimonio, aparte de mi Malcolm, claro está, son los catorce kilos que nunca he llegado a perder después de dar a luz a Randie.

Los invitados se unieron a su alegre risa. Miranda simplemente agachó la cabeza y siguió cortando el pastel.

– ¡No me parece un mal negocio! -espetó Helen, la mujer del agente Thomas Lynley. Acababa de coger un plato de pastel de las manos de Miranda y le dio un golpecito amistoso en el hombro.

– ¡Exacto! -exclamó el comisario jefe Webberly-. Tenemos la mejor hija del mundo.

– Evidentemente tienes razón -añadió Frances mientras le dedicaba una sonrisa a Helen-. Sin Randie, no sería nadie. Pero ya verás, condesa, llegará un momento en que ese delgado cuerpo que tienes empezará a hincharse y en que los tobillos se te abultarán. Entonces entenderás de lo que estoy hablando. Lady Hillier, ¿querría un poco de pastel?

«Eso era lo que no le cuadraba -pensó Barbara-: Condesa y Lady.»

Al mencionar esos títulos en público, Frances Webberly no estaba haciendo lo correcto. Helen Lynley nunca usaba su título -su marido era conde además de ser inspector, pero antes se dejaría torturar que mencionar ese hecho, y su mujer era igual de reticente-, y aunque lady Hillier fuera en verdad la esposa del subjefe de policía sir David Hillier -que estaría dispuesto a dejarse torturar antes que fracasar en el intento de hacer público su título a la gente que lo rodeaba-, era a la vez la hermana de Frances Webberly y, al usar su título, cosa que había estado haciendo la noche entera, parecía estar esforzándose en subrayar unas diferencias sociales que, de otro modo, podrían haber pasado inadvertidas.

«Todo es muy extraño -pensó Barbara-. Muy raro. Muy… fuera de tono.»

Se dirigió hacia Helen Lynley. Barbara tenía la sensación de que la simple palabra condesa había erigido un sutil muro entre Helen y el resto de invitados y, en consecuencia, la mujer estaba sola comiéndose el pastel. Su marido no parecía darse cuenta -muy típico de los hombres-ya que estaba enfrascado en una conversación con dos de sus colegas: el inspector Angus MacPherson, que intentaba superar sus problemas de obesidad comiéndose un trozo de pastel del tamaño de una caja de zapatos, y John Stewart, que estaba disponiendo de forma compulsiva las migas de su propio pastel de tal manera que parecía la bandera del Reino Unido. Así pues, Barbara se fue al rescate de Helen.

– ¿Está su alteza contenta de las festividades de la noche? -le preguntó en voz baja cuando estuvo junto a Helen-, ¿O tal vez no ha recibido suficientes atenciones?

– Compórtate, Barbara -replicó Helen, aunque sonrió al decirlo.

– No puedo. Tengo que mantener mi reputación. -Barbara aceptó un trozo de pastel y empezó a comérselo con alegría-. ¿No se le ha ocurrido pensar, delgada condesa, que quizá debería intentar tener una apariencia tan obesa como todas nosotras? ¿Ha considerado la posibilidad de llevar rayas horizontales?

– Acabo de comprar papel a rayas para empapelar la habitación de los invitados -respondió Helen con seriedad-. El único problema es que son verticales, pero supongo que me lo podría poner de lado.

– Se lo debe a sus compañeras. Cuando hay una mujer que mantiene el peso ideal, todas las demás parecemos elefantes.

– Me temo que no podré mantenerlo por mucho tiempo -apuntó Helen.

– Bien, yo no estaría tan segura porque… -Barbara se dio cuenta de repente de lo que Helen le estaba diciendo. Sorprendida, se quedó mirando a Helen y vio que ésta sonreía con una timidez inusitada en ella.

– ¡Por todos los santos! -exclamó Barbara-. Helen, ¿es verdad que estás…? ¿Tú y el inspector? ¡Ostras! ¡Eso sí que es una buena noticia! -Observó a Lynley en el otro extremo de la habitación; tenía la rubia cabeza inclinada para poder oír algo que le estaba diciendo Angus MacPherson-. El inspector no nos ha dicho nada.

– Nos hemos enterado esta semana. De hecho, nadie lo sabe todavía. Nos pareció mejor así.

– Sí, claro -asintió Barbara, pero no sabía qué pensar sobre el hecho de que Helen Lynley se lo hubiera contado a ella. Sintió que un cariño repentino la invadía y notó unas pulsaciones rápidas en la parte trasera de la garganta-. ¡Santo Cielo! Bien, no te preocupes, Helen. Mamá no se lo contará a nadie hasta que no le den permiso. -Cuando se dio cuenta de la broma poco agraciada, Helen también lo hizo, y ambas se rieron.

En ese momento Barbara vio que la camarera salía de la cocina de puntillas y se acercaba al comedor con un teléfono inalámbrico en la mano.

– Lo siento. Una llamada para el comisario jefe -anunció, deshaciéndose en disculpas, como si de hecho hubiera podido hacer algo por evitarlo.

– Seguro que pasa algo -murmuró el inspector Angus MacPherson.

– ¿A estas horas? -preguntó Frances Webberly con ansiedad-. Malcolm, por el amor de Dios, ahora no puedes…

Se produjo un murmullo de comprensión entre los invitados. Todos ellos sabían -de primera o segunda mano- lo que podía significar una llamada a la una de la mañana. Webberly también lo sabía.

– Así son las cosas, Fran. -Le puso la mano en el hombro mientras se disponía a responder al teléfono.

El inspector Thomas Lynley no se sorprendió lo más mínimo cuando el comisario jefe se excusó de la fiesta y subió las escaleras con el auricular del inalámbrico pegado a la oreja. Lo que sí le sorprendió, no obstante, fue que su superior tardara tanto en regresar. Como mínimo habían pasado unos veinte minutos, tiempo en el que los invitados del comisario jefe habían acabado sus pasteles y sus cafés y habían empezado a despedirse para irse a sus respectivas casas. Frances Webberly, que iba echando miradas reprobatorias a la escalera, protestó. Les dijo que todavía no podían marcharse y que, como mínimo, podían esperar a que Malcolm pudiera darles las gracias por haber asistido a su fiesta de las bodas de plata. ¿No podían esperar a que bajara Malcolm?

No añadió lo que nunca estaría dispuesta a admitir. Si los invitados se marchaban antes de que su marido finalizara su conversación telefónica, la cortesía la obligaría a salir al jardín delantero para despedirse de la gente que había ido hasta allí para celebrar sus veinticinco años de matrimonio. Y lo que hacía mucho tiempo que Malcolm Webberly y sus compañeros de trabajo no comentaban era el hecho de que Frances no había salido de casa desde hacía más de diez años.

«Fobias -le había explicado Webberly a Lynley la única vez que habían hablado de su mujer-. Empezó con pequeños detalles de los que no me percaté. Cuando fueron lo bastante importantes para que yo me diera cuenta, ya se pasaba el día encerrada en el dormitorio. Envuelta en una manta, ¿te lo puedes creer? ¡Qué Dios me perdone!»

«Los secretos con los que viven los hombres», pensó Lynley mientras contemplaba cómo Frances se movía entre los invitados. En su alegría había cierto nerviosismo que nadie podía obviar, un indicio típico de la gente resuelta y ansiosa por disfrutar de las cosas. A Randie le hubiera gustado organizar una fiesta sorpresa para el aniversario de sus padres en un restaurante de la zona, ya que habrían tenido más espacio e incluso una pista de baile para los invitados. Pero eso no había sido posible a causa del estado de Frances y, por lo tanto, habían tenido que conformarse con la vieja casa de familia de Stamford Brook.

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